Así como Thomas Mann hace de una novela la oportunidad para despellejar a fondo el cuerpo de una civilización agotada y mortecina, nosotros, en medio de esta otra morbilidad exuberante, nos sentimos impelidos a revisar nuestros supuestos y nuestros paradigmas. La peste no sólo deja desnuda la vida humana, sino que abre la posibilidad de someter a crítica lo que hasta ahora parecía intocable, propio de la órbita de lo sagrado y eterno. El capitalismo cruje bajo el manto de una pandemia, y la desaceleración de casi todas las actividades productivas cuestiona el frenesí de un sistema incapaz de limitarse. Si bien los habitantes del Berghof pertenecen a una clase acomodada en un tiempo de decadencia y el propio Thomas Mann deja que su pluma exprese la nostalgia por un mundo ido, su lectura en medio de la cuarentena tiene algo de gesto mimético, de viaje hacia otro época en la que el tiempo –también dominado por la enfermedad– transcurre de otro modo y se opone a la marcha ineluctable del progreso que desembocará, como todo lector de La montaña mágica sabe, en la muerte industrializada que se devoró a millones de seres humanos en las trincheras de la Gran Guerra, cuando el viejo mundo decimonónico estalló en mil pedazos junto al cuerpo despedazado de Hans Castorp. ¿Estamos también nosotros, contemporáneos de una suerte de pacto suicida de los poderes de turno, contemplando el final de un sistema que se creyó inmortal? ¿Quiénes son nuestros Settembrinis y nuestros Naphtas capaces de disputarse el alma del joven Castorp? ¿Quiénes defienden la apertura del horizonte bajo la lógica del dispositivo tecno-científico que se ofrece como la única garantía para sacarnos de este pantano mórbido y angustiante? ¿Quiénes otros alzan sus voces para denunciar la monstruosidad del sistema y ofrecer, a cambio, la perspectiva de otra sociedad como consecuencia de la pandemia arrasadora? Thomas Mann confrontó, a través del ilustrado y progresista Settembrini y el reaccionario y jesuita mesiánico Naphta, lo que para él, hombre de un tiempo extinguido y habitante de una época de guerras, revoluciones y cambios tecnológicos, expresaba la disputa central de un mundo en crisis. Paradójicamente, el resultado del duelo entre ambos terminará con el enmudecimiento y la parálisis de los dos contendientes. El suicidio de Naphta deja inhabilitado y mudo a Settembrini. El progreso y la revolución se devoran mutuamente. ¿Qué otras instancias se abren para nosotros? ¿Cómo salir de la trampa del binarismo que nos paraliza al sellar cualquier otra oportunidad que no responda a esa lógica? Una lectura ociosa que me permite ir hacia la suavidad de la nostalgia mientras me aguijonea para seguir descifrando nuestras encrucijadas. Tendríamos que hacer, con el cuidado del caso, el elogio de la cuarentena. Seguramente volveré más adelante a darle vueltas a esta sensación.
Pandemia y capitalismo: el círculo vicioso
Leo a mi amigo Jorge Alemán que escribe desde un Madrid fantasmal, desolado no sólo por la invasión de lo invisible sino por la oscura percepción de un real que ha dejado de ser una amenaza metafórica para convertirse en una presencia absolutamente extraña, eso que siempre estuvo pero que tratábamos de no ver ni convocar. Esperábamos a Godot con complacencia intelectual, como quien sabe lo que la mayoría desconoce o no quiere conocer, pero que lo ha confinado, a su vez, al buen resguardo de las teorías capaces de explicar lo inexplicable sin, por eso, tener que hacerse cargo de la llegada de lo siniestro. Hoy, más que nunca, tengo la sensación de ser herederos de Casandra, profetas de una catástrofe que, de tan anunciada, se había vuelto inverosímil. Paradoja de quien anuncia lo que está por ocurrir, si es que ya no viene ocurriendo, y nadie le cree. «Desde hace tiempo –escribe Alemán– se viene anunciando una catástrofe mundial en forma de pandemia. Pero si algo caracteriza la marcha del actual Capitalismo es que hace ya mucho que lo que se anuncia, lo que se sabe que va a ocurrir, ya no cuenta de un modo operativo. Ninguna advertencia, por veraz y horrible que sea, cambia la marcha ilimitada, acéfala, del Capitalismo». Su mirada es pesimista. No percibe ninguna señal, salvo bajo la forma de la consumación de la catástrofe, que esté anticipando el final de la economía-mundo que se ha ido tragando todo con su hambre insaciable. La pandemia, para Jorge, es lo real del capitalismo, su núcleo más íntimo, su inevitable marcha hacia la autodestrucción que asume la forma de lo ilimitado, de lo que ya no puede echar el freno de emergencia. La metáfora del virus que se replica infinitamente cuando logra encontrar nuestros cuerpos como lugar de potenciación, como si fuera una cadena de producción que nunca se detiene, remite directamente al corazón de un sistema que ha hecho de esa replicación infinita de sí mismo –incluso allí donde captura a sus oposiciones– lo propio de la expansión viral.
Pero no se trata sólo de las consecuencias médicas, de los muertos que se pueden contar por centenares de miles e incluso más; se trata, también, del tipo de sociedad que surgirá una vez que se deje atrás la pandemia. Byung-Chul Han lo ha dicho con crudeza, y en parte lo reseñamos páginas más arriba: si el modelo exitoso de contención del Covid-19 es el resultado del big data funcionando a pleno en el marco de un Estado híper-vigilante y policial junto con sociedades culturalmente inclinadas a priorizar lo colectivo a lo individual, lo que nos espera es un pronunciado proceso de «orientalización» de nuestras sociedades, más inclinadas a la protección de la privacidad, menos a priorizar lo colectivo a lo individual, más dispuestas al ejercicio y al reclamo constante de la libertad como valor supremo. Habría que atemperar las afirmaciones de Byung en lo que tienen de prejuiciosas y de occidental-liberales, allí donde reduce la complejidad de lo «oriental», particularmente del Sudeste asiático, a un modelo uniforme en el que los individuos acatan colectiva y acríticamente las decisiones de las autoridades, y en el que el confucianismo chino –según el filósofo coreano-alemán– se convierte en papilla ideológica y pedagógica de países y colectivos socio-culturales diferentes entre sí. El mundo habitado por hombres y mujeres de ojos rasgados es, para la mirada occidental, un amasijo indiferenciado en el que todos, absolutamente todos, actúan del mismo modo y de acuerdo a un mismo patrón de obediencia y disciplinamiento; de ahí que resulte extraño que alguien como Byung comparta esa visión falaz y errónea de un mundo de pluralidades y diferencias que sólo ante una mirada cargada de ignorancia y prejuicio puede aparecer como liso y homogéneo. En esa geografía –así se lo proclama desde la atalaya de la democracia y la libertad que dice representar Occidente– no cuenta el individuo sino el nosotros de la primera persona del plural. Rápida y astuta reducción de lo colectivo a autoritarismo y vigilancia, a aceptación pasiva de las órdenes que emanan de un Estado omnipresente que, además, ha logrado hacerse con las tecnologías del big data, que le permiten controlar cada movimiento y cada gesto de esa masa de ojos rasgados. El coronavirus –según esta mirada– vino a cerrar el abrazo de oso del poder sobre una ciudadanía inerme. Mientras tanto, nosotros, en este lado del mundo, tendremos que elegir entre el caos de un individualismo que nos lanza directamente hacia la muerte pandémica o la importación del modelo chino con todas sus prestaciones. Un cruce por el estrecho de Escila y Caribdis. Una promesa que sólo promete más de lo mismo. Una visión desencajada de la historia que tiene la fortuna de ser lo suficientemente simple y fácil de explicar como para convencer a unos cuantos defensores de la añeja y descascarada doctrina de la guerra de civilizaciones, haciendo de China hoy el heraldo de un neocapitalismo de Estado autoritario capaz de salir airoso de la batalla contra el virus y, también, contra Estados Unidos.
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