Entre la literatura, la vida encerrada y la cuarentena de la crítica
No tengo un plan trazado. Voy dejando que el correr de la escritura y de los días vaya eligiendo sus caminos, que pueden ir llevándome hacia distintos lugares. Hay momentos en que percibo en mí cierta euforia en medio del aislamiento, como si la apertura del tiempo tuviera sus efectos liberadores. Resulta anómalo vivir sin obligaciones, sin la necesidad de cumplir el pacto que desde siempre establecimos con la sociedad, y dejarse llevar por lo que cada instante nos demanda. Es seductor y peligroso. Me recuerda a algunas reflexiones de Boris Groys en relación al tiempo en la vieja Unión Soviética. La nostalgia que él siente al recordar sus años juveniles en los que el día se deslizaba sin apresuramientos ni exigencias vinculadas a la rentabilidad cronométrica ni a demandas de agilización y velocidad. Un tiempo sin tiempo productivo, sin tener que correr hacia una meta que siempre se aleja. Nostalgia de un ocio desmarcado de la industria del entretenimiento que también ha sabido capturar para su mercantilización el tiempo de descanso. Fluidez de una temporalidad que no diferencia entre hacer y meditar. Groys relata sus despertares en la Unión Soviética, el lento desperezarse mientras permanece sin apuro en su cama, sabiendo que no hay por delante ninguna exigencia lo suficientemente decisiva e importante como para acelerar sus movimientos. Entre nosotros, en nuestro lenguaje porteño, hay una palabra que se nos ha ido perdiendo y vaciando: la fiaca (inmediatamente que la evoco viene a mí la imagen de Norman Briski y su consumada representación de lo que significa hacer fiaca, dejarse llevar por la fiaca, habitar el día desde y con ella). Peligro para el sistema que de esta seguramente larga cuarentena salgamos valorando el tiempo sin tiempo, el ocio y la fiaca, la creatividad sin desemboque mercantil, la cercanía con uno mismo y con los otros, el hartazgo de la metafísica burguesa del tiempo que dominó nuestras vidas y que hoy se ve locamente interrumpida por la invisibilidad del virus. O, para quienes hayan conocido Cuba, esas imágenes de La Habana con gentes conversando tranquilamente, sin ningún apuro, en los umbrales de las casas, en las interminables colas para tomar un medio de transporte, fumando un puro mientras se escucha música, caminando sin destino fijo, amasando el tiempo y convirtiéndolo en un pan que nosotros nunca degustamos. Una cotidianidad escindida del productivismo que va buscando su propia relación con el paso de las horas.
Una lectura de una novela leída hace mucho y que, releída en las actuales circunstancias, adquiere otra significación y me invade de otro modo que poco y nada tiene que ver con aquella otra lectura lejana. En la ociosidad obligada en la que estoy, recorro sin prisa y bajo la lógica del azar mi biblioteca. Dejo que mis ojos elijan en qué libro posarse. Se trata de una novela de C. E. Feiling, gran escritor de mi generación que murió demasiado pronto. Agarro el libro, lo huelo y, complacido, descubro que aún guarda el aroma de las impresiones hechas con papel de otras épocas, ese que al envejecer nos otorga la dicha, al menos para mí, de un viaje a la infancia. Recuerdo que, cuando lo leí aquella primera vez, me deparó la alegría de saber que Feiling era uno de esos escritores capaces de ofrecernos el banquete de la literatura. Ahora busco, en medio de esta extraña cuarentena, algo de aquel aroma y de aquella impresión. ¡Los vuelvo a encontrar!
Cuando leí Un poeta nacional al comienzo de los años 90, sentí que estaba frente a una pluma privilegiada. Ahora, cuando acabo de terminar la segunda lectura, reafirmo mi convicción de aquel entonces y siento la nostalgia de esa muerte temprana que nos privó de una obra que hubiera sido formidable. Con Feiling viajé a principios del siglo pasado, me encontré con un joven Leopoldo Lugones transformado en Esteban Errandonea (como si Feiling hubiera querido conjurar también el espectro de Echeverría, ese otro poeta fundador de nuestra tradición literaria bajo las metáforas de sus títulos: El matadero y La cautiva, que no dejan de estar presentes en el volumen que saco del estante de la biblioteca). Algo muy profundo del país que habitamos recorre las páginas del libro. El poeta que sueña con una grandeza que debiera esperarlo en algún lugar de esta geografía del fin del mundo. La traición de los sueños y las ilusiones de la primera juventud. La presencia prepotente de la cultura europea que no le permite, al joven poeta, encontrar su escritura y su sensibilidad sin tener que caer, todo el tiempo, en la cita erudita, en la lengua de Virgilio o en el francés de los poetas del siglo XIX. También, por qué no, una novela de iniciación y de ruptura. Un viaje hacia el sur del sur, hacia las entrañas de una Patagonia en la que se mezclan malamente los engranajes del poder oligárquico, la idiotez contumaz y represiva de los militares, el saber escéptico del negro Julio que nos devuelve a ese lugar equívoco de los negros en nuestra historia, la sombra furtiva de un anarquismo sin destino, las pequeñas Inglaterras en cada una de las estancias patagónicas y un aire conradiano que habita en un personaje memorable: Ricardo Pires –de padre judío y de apellido portugués que ha preferido dejar en el pasado–, el capitán del barco que los lleva a Puerto Taylor y con quien Errandonea tejerá una relación especial; la irredenta Elizabeth Askew que anticipa feminismos por venir y amores trágicos y violentos; el absurdo mayor Varela, en el que confluyen, bajo la forma de la ironía, la maldad estúpida y el autoritarismo grotesco, los militares que contribuyeron a expandir el virus de la barbarie en la geografía nacional. Feiling penetra por los pliegues de nuestra historia, se detiene en los entresijos que le dieron forma y movimiento a la Argentina, a sus sueños de grandeza apadrinados falsamente por los británicos. Una historia de violencia y de amor que hurga en la personalidad de un Lugones que se sabe fundacional, pero que le teme a la imitación grandilocuente. Un libro que me llevó al invierno patagónico y a sus paisajes deslumbrantes y solitarios. El poeta que no sabe bien qué hacer con los poderosos, que intuye que su viaje guarda la desgracia. Un hiato que desde un comienzo distancia a la política –y sus instrumentos– de la poesía, pero que vuelve a reunirlos en el amasijo imposible de la pasión amorosa y de sus traiciones. Lugones-Errandonea que, para consumar su viaje hacia su cometido de ser el Gran poeta nacional, tiene que matar en él a sus antiguas insurrecciones y, tal vez, a la furia verdadera del amor. Reencontrarme en estos días insólitos, distintos, repetitivos y abiertos con Feiling constituyó una azarosa excursión hacia las entrañas de nuestra laberíntica travesía como nación y un viaje, aunque literario, por paisajes disparadores de antiguas nostalgias. Nada mejor para convocar a una escritura que se resiste, que una lectura incitante capaz de conmover y despertar recuerdos y reflexiones.
Como si la estancia patagónica guardase, para el lector que soy, una veloz identificación con el presente que atravesamos. Su aire de enclaustrada soledad potenciada por el invierno, sus días helados y la nieve que purifica el mal que rodea la historia, encierra una perturbadora correspondencia con nuestra situación. Estamos aislados, nos volvemos sobre nosotros, sabemos que hay algo torcido en toda esta peripecia que tiene como antihéroe a un extraño virus que se ha metido subrepticiamente en nuestras vidas bajo la forma de una amenaza mortal y que amenaza con hacer volar por los aires todo el edificio de un sistema depredador que ha logrado transformar la vida humana en una enloquecedora apuesta mercadolátrica. La muerte atraviesa la novela de Feiling como hoy golpea en el corazón de ciudades atemorizadas que no pueden hacer otra cosa que encerrarse a esperar. Pero con la diferencia de que, en la novela, la muerte guarda un sentido, es el resultado de un juego de fuerzas, de acciones humanas, de violencias que se corresponden con una lógica capaz de abrir una disyuntiva moral; la peste se vuelve ominosa y miasmática, indescifrable, ajena a nuestra comprensión, vulneradora de todo sentido que no sea el de la propia expansión del virus. La literatura elige diversos caminos para ofrecernos la imposible claridad de un final que no hace otra cosa que dejar abiertas otras alternativas. La vida real, la que se organiza como poder y verdad, como conocimiento científico-técnico y como dispositivo de vigilancia, busca anular esa multiplicidad ambigua que constituye el enigma de la escritura y que suele ser ajena a la política. La uniformidad es antagónica a la literatura, pero también es enemiga de la reflexión autónoma.
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