Ricardo Forster - El derrumbe del Palacio de Cristal

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El virus nos ha pillado a todos con el pie cambiado. Confinados en medio de la incertidumbre, se va imponiendo la cuestión de hacia dónde nos puede llevar esta crisis, una pregunta a la que urge que busquemos respuestas, puesto que, bajo la premisa del miedo, lo que podría ser un contexto ideal para transformar las cosas puede derivar fácilmente hacia una sociedad autoritaria y controladora.
Al hilo de la anterior, en el presente libro Ricardo Forster trata de explicar las contradicciones y fallas del orden neoliberal que la crisis está poniendo en evidencia más que nunca; señalar los peligros y apuntar caminos a seguir; en suma, pensar en futuro para no quedarnos inmóviles en el presente. Un completo repaso a las vergüenzas del sistema que la pandemia ha puesto al descubierto (para los que aún no las conocían) y una sólida y argumentada batería de propuestas que, de lo político a lo económico, sin olvidar la cultura, constituyen una excelente guía para orientarnos en la única certeza que ahora tenemos: el turbio panorama que nos espera. Nunca las circunstancias habían sido tan favorables para el cambio, nunca tan peligrosas.

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En las reflexiones de Byung-Chul Han, la amenaza de una salida tecnototalitaria se volvía muy concreta allí donde desde el Sudeste asiático se nos ofrecía la mejor estrategia para combatir exitosamente al Covid-19 utilizando las tres variables claves en ese combate: la presencia total del Estado, la utilización a destajo del big data y el predominio de lo colectivo sobre lo individual. En la lectura de Byung, la alternativa China se asemeja, en su tensión inversa con la alternativa occidental, a aquella idea de Martin Heidegger en Introducción a la metafísica, escrito del año 1936, cuando señaló la doble amenaza que pendía, bajo la forma de una tenaza representada, de un lado, por el comunismo soviético y, del otro, por el liberalismo estadounidense, sobre Alemania y su destino como patria de la cultura, de la heredad griega y de la autenticidad. La diferencia entre Heidegger y Byung, además de la envergadura filosófica incomparable entre ambos, radica en que el primero creía que la Alemania del nacionalsocialismo tenía una misión superadora respecto a las opciones del comunismo y el americanismo, mientras que para Byung en verdad, salvo que se dé el milagro del reencuentro con el buen vivir en armonía con la naturaleza, no existe otro destino que el que marca la forma de la economía-mundo en la era de la digitalización, el big data y la autoexplotación del sujeto[1]. En todo caso, en la lucha de opuestos pareciera que los dados caerán inexorablemente del lado oriental, conduciéndonos hacia una sociedad tecno-capitalista-autoritaria. Se trataría, entonces, de una doble captura del sujeto contemporáneo: la que se produce bajo la forma engañosa de un acto de libre sujeción –sobre todo en el modelo occidental, que ha logrado llevar la autoexplotación de los individuos a niveles de exquisita sofisticación– y la que ahora se ofrece como superación político-estatal en nombre de la capacidad oriental, es decir, colectiva y disciplinada, que estará en condiciones de redefinir el capitalismo bajo la dirección de un modelo tecnoautoritario. A la decadencia del imperio estadounidense, que arrastrará también a Europa, le sucederá la hegemonía de una China capaz de fusionar su antiguo confucianismo y su comunismo metamorfoseado en capitalismo autoritario de Estado. La libertad del sujeto, patrimonio de la tradición occidental, caerá bajo los efectos demoledores de la pandemia. Pero en el fondo, y siguiendo con la metáfora heideggeriana de la tenaza, Estados Unidos y China son idénticos en un «sentido metafísico». El desfiladero se estrecha cada vez más.

Más allá de estas lucubraciones en torno a quién aprovechará lo que dejará vacante la pandemia, si entraremos en un régimen tecnototalitario o preservaremos las libertades propias de las democracias occidentales, si estamos ante un capitalismo todavía más salvaje y concentrado o, por el contrario, se abre la oportunidad de revisar a fondo las consecuencias desastrosas del sistema, se nos plantea una realidad, la de la cuarentena y la de la expansión del Covid-19, que ha alterado profunda y dramáticamente nuestras vidas. Una alteración que nos deja perplejos respecto a lo que advendrá una vez que superemos esta circunstancia viral. David Le Breton, estudioso del cuerpo y de sus múltiples cartografías, ha señalado que a partir del distanciamiento social obligatorio.

[r]edescubrimos con asombro el precio de las cosas que no tienen precio: el simple hecho de desplazarse a otro barrio, de recorrer los bosques, de encontrarse con amigos, de tomar un café en la terraza, ir a un cine o a un teatro, a una librería… Una cierta banalidad envuelve estos comportamientos cotidianos, y encuentran hoy su dimensión de sacralidad, su valor infinito. La crisis sanitaria en ese sentido es un memento mori, el recuerdo de nuestra incompletud y de una fragilidad que no dejamos de olvidar. Restablece una escala de valores banalizada por nuestras rutinas. La privación vuelve deseable lo que estaba dado sin siquiera pensarlo. Sólo tiene precio lo que nos puede ser arrebatado. El hecho de desplazarse era tan obvio que no se percibía como un privilegio[2].

Esa sensación de pérdida corre pareja, me atrevería a decirlo, con una experiencia contraria allí donde la propia dimensión del enclaustramiento nos permite añorar aquello que teníamos naturalizado. Quiero decir que, si bien tendemos a revalorizar aquello que antes banalizábamos o que simplemente aceptábamos como algo cotidiano y rutinario, también es cierto que es otra la luz que arrojamos sobre esas acciones, otra la perspectiva desde la que recogemos los hilos del telar de nuestras cotidianidades desaparecidas. Lo que hasta unos días atrás no merecía ninguna reflexión particular cobra hoy un sentido superlativo, como si estuviéramos observándolo con una lupa capaz de aumentar su dimensión ofreciéndonos aspectos que antes no veíamos ni valorábamos. Cada objeto, cada vivencia «normal» (ir a un café, salir a caminar por la ciudad, perderse en un parque, dejarse llevar por el azar de un encuentro amoroso, disfrutar recorriendo los anaqueles de una librería, alentar en el estadio al equipo de futbol favorito, o cualquier otra cosa que se inscribe en la normalidad de nuestra existencia), adquiere una aura que antes no tenía, como si, de repente, nos volviésemos coleccionistas memoriosos de aquellas prácticas que hoy se nos prohíben. Es regresar al «valor de uso» del que hablaba páginas atrás, a lo particular y único de aquello que constituye una vida en sus multiplicidades cotidianas pero sintiendo con mayor intensidad la falta de su materialidad y lo irreemplazable de ésta. Lo virtual, encerrado en la pluralidad casi infinita de las ofertas provenientes de las plataformas audiovisuales, no hace otra cosa que acelerar nuestra nostalgia ante lo material perdido. Pero es también, contrastando negativamente la mirada de Le Breton, una inquietud que surge en el interior de la temporalidad de la cuarentena –ese tiempo que suspende el tiempo de la aceleración, el pragmatismo y la valoración propios de la sociedad del consumo y el productivismo en la que vivíamos anteayer– y que pone en entredicho esa misma vida a la que nostálgicamente convocamos en medio de las interdicciones. Descubrimos sus opacidades, sus vacíos, su locura, sus insignificancias, la violencia que muchas veces rodeaba esa vida vivida en medio de una sociedad desigual e injusta que, pese a eso, nos permitía vivir nuestras existencias gozando de los beneficios de quienes no quedan fuera del sistema. La cuarentena nos muestra más clara y dolorosamente la desigualdad de antes y la de ahora, del mismo modo que nos permite auscultar el latido enfermo de una sociedad organizada alrededor de la rentabilidad, la explotación y la enloquecida reproducción de sí misma sin medir costos hasta alcanzar el nivel de la autofagia. Un día descubrimos que lo virtual, tan festejado antaño, se fue devorando nuestras experiencias hasta desmaterializarlas por completo, sustrayéndolas del valor de uso para inscribirlas como mercancías con valor de cambio (¿o no es lo que hace Facebook, por ejemplo, con nuestra intimidad al convertirla en una mercancía cuyo valor se cotiza cada día más alto en la bolsa del big data y la digitalización generalizada?). La cuarentena quizá tenga la cualidad, algo insólita, de cambiar nuestras miradas, como si nos estuviera ofreciendo esa lupa que amplía lo que antes no veíamos.

Cambiar la mirada, dar ese giro copernicano que imaginaba Walter Benjamin y que, al darlo, nos permite observar de otro modo lo que antes veíamos con ojos obnubilados o que simplemente no estábamos en condiciones siquiera de ver. A nuestro alrededor el mundo parece haberse detenido. Lo que no podía ocurrir ocurrió: la maquinaria de la producción, del giro alocado de dinero ficticio y del consumo desenfrenado de repente se detuvo. La rueda de la fortuna de la economía-mundo del capitalismo, destinada a girar eternamente, se paró en seco, dejo de funcionar y, ante la sorpresa de todos, descubrimos que un buen día el sistema podía detenerse. Parecía una quimera o una ilusión trasnochada, el giro romántico de algún utopista fuera de época, anacrónico y descabellado. El capitalismo resistiría cualquier intento de domesticarlo o, peor aún, de superarlo, y lo haría apropiándose de la energía de sus adversarios. Se le atribuye a Fredric Jameson la frase de que «es más probable que estalle primero el mundo antes que se termine el capitalismo». Lo cierto es que no sabemos si el capitalismo se acabará junto con la pandemia, pero sí intuimos que estamos en los umbrales de cambios de alto impacto. Que sencillamente las cosas no pueden seguir como ocurrían el día antes del desastre. Se cortó el movimiento infinito del sistema, un virus o un «bichito» lo paró en seco. Sería una locura no sacar las enseñanzas de lo que nos está ocurriendo, de lo que le está ocurriendo al planeta mientras las máquinas del capital están casi sin usar, devolviéndonos un paisaje asombroso de ciudades vacías y silenciosas, casi sin automóviles, con cielos de un azul que ya no sabíamos que existía, sin aviones surcándolos, con puertos cerrados y zonas fabriles que nos devuelven imágenes sacadas de alguna de las tantas distopías de Netflix. Sería suicida no tomar nota de este colosal aprendizaje que nació de una pandemia tantas veces anunciada pero tantas otras subestimada. No se trata sólo, aunque eso ya supondría un giro trascendente, de ir más allá del neoliberalismo rearticulando, bajo nuevas condiciones, el Estado de bienestar. Tampoco alcanza con decretar que la salud y la educación no pueden ser una mercancía ni caer en el dominio del negocio privado, al igual que el agua y el acceso a la vivienda y a una alimentación saludable. Lograr esas cosas sería dar un salto cualitativo como sociedad. Se trata, también, de establecer otra relación con el planeta, con los métodos y las formas de producción, con la propuesta, siempre reiterada, de que hay que crecer como núcleo básico de toda actividad económica sin medir las consecuencias para la biosfera y para los seres humanos y no humanos. Las enseñanzas del Covid-19 apuntan a remover certezas y dogmatismos junto con prácticas económicas abusivas y destructivas para el ambiente y la vida en general.

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