“Así que todo está en veremos. Esperemos que ellos terminen de hablar para saber qué camino coger. Mientras tanto, quietud y silencio o más bien cuchicheos. Entre nosotros hablamos, contradecimos y opinamos, sin decirlo duro; aunque yo sigo en mi tarea organizando el desayuno. Este, más aún si hay que correr, habrá que darlo reforzado y tomarlo de afán. A fin de cuentas hay que cargar los morrales, los fusiles, las municiones, la comida y encargarse de amarrar a los retenidos, de a cinco, para evitar su huida. Además, muchos de ellos son convalecientes de alguna enfermedad y tienen gusanos en el empeine o se quejan de la espalda y de las piernas. Eso sí, se quejan más de la cuenta y a uno moviéndose todo el tiempo no le queda más remedio que ayudar, si no, el camino se hace largo. Bueno, y también da pesar sobre todo con las mujeres retenidas. No están acostumbradas a trayectos largos y a tantas dificultades. Uno tiene su corazón y se conduele, aunque hay unos que prefieren verlos sufrir y se les ve la sonrisa de sádicos. Como quien dice: ‘no importa que se jodan. Al fin, ¿no son ricos pues?’.
“Las órdenes son precisas. Hay que abandonar el lugar. Nunca el enemigo había estado tan cerca; es probable que nos hayan visto y si eso es así ya tienen las coordenadas y esta noche vendrá el avión fantasma a destruirnos. Dicen tener detectores de calor y será fácil encontrarnos. Una sola bomba y ahí quedamos todos, fritos. A menos que estén seguros de que tenemos los secuestrados. Ellos son nuestra garantía. Así que, tomada la decisión, el campamento se vuelve una revolución. La gente corre y las órdenes se suceden sin interrupción; yo soy el único que no puede empacar todavía, debo distribuir la comida del desayuno: un tarro de salchichas, un pedazo de panela y agua mezclada con colorante, que todos deben comer de manera apresurada, mientras empacan. Los que vigilan a los retenidos los están amarrando de a cinco con cadenas que dan dos círculos en el cuello y les están entregando las provisiones. No solo la ración sino la remesa. El que no tenga el morral listo debe dejar sus pertenencias y sufrir las consecuencias. Si hay que hacer otro campamento y no se tiene un toldillo, los zancudos empiezan por alimentarse y termina el imbécil con paludismo. Así que hay cosas indispensables. O miremos el caso de los aguaceros, duran toda la noche y si no hay cómo cubrirse del frío, termina uno sin circulación en las piernas y sin aire en los pulmones.
“Un adiós al agua del caño: limpia y fresca. Se podía beber sin peligro. Muchas veces los caños son de aguas negras y al uno entrar encuentra el fondo lleno de hojas en descomposición y al pisarlas todo se vuelve turbio y fétido, como podrido. Por eso uno añora encontrar corrientes de aguas limpias en donde bañarse o quebradas que bajen de los cerros y sean cristalinas. Adiós a la construcción que habíamos hecho con tablas y troncos debajo de los árboles, bien protegida de la lluvia y donde alzamos las hamacas; el trabajo de tantos días para armar el cambuche de los retenidos y cubrirlo con alambre de púas. Atrás quedan el trabajo de meses y las pertenencias que debemos esconder bajo tierra: las canecas para el agua limpia, la motobomba, los baños, los caminos de piedra para evitar el pantano, un salón para juegos. Para mí lo más importante fue el sitio que descubrí para tomar baños de sol y el recodo del caño donde pesco curitos y la india lavando ropa en la ribera del río, mi refugio en las noches, a la que le pedí que se fuera a vivir conmigo. Eso es lo que más me molesta, tendré que aplazar el empeño de encontrarla de nuevo.
“Salimos sin mirar atrás. ‘Lo que nos espera es el futuro’, dice Jerónimo; yo pienso distinto. A mí me gustan los recuerdos y esos siempre están atrás. Volver a ver a mi madre, que me den un permiso para ir a visitarla a Puerto Palermo, adonde no he tenido la oportunidad de regresar. Aunque acepto las circunstancias, como he sido rebelde me tienen desconfianza. No volví a saber de ella. A veces le mando cartas con algunos viajeros que van por esos lados, mas ella no sabe leer y con este deambular incesante es difícil que uno se encuentre de nuevo con alguien que le quiso hacer un favor o le puede dar noticias. Mi madre es como un sueño, de esos que uno quiere conquistar. Se llama Josefina y debe tener cuarenta y cinco años, si no más. Se quedó con Erasmo y Donato y con mi hermanita que tendría unos cinco años cuando yo me fui de la casa y se llama Samanta. Mi padre Alcibíades no me importa tanto, de él recibí muchos castigos, aunque ahora, con el tiempo, he venido aceptando sus maneras.
“En esta zona el terreno es difícil, hay que abrir trocha, tumbar rastrojo y las hierbas te cortan los brazos cuando pasas y las espinas se entierran en la piel. Además, la tierra es húmeda, cenagosa y en ocasiones avanzar en el pantano se hace dificultoso. Los rehenes suelen cansarse fácil o se hacen los cansados; a fin de cuentas ellos no están por ayudar y uno debe entender la situación. También es por lo duro del camino, así que debemos esperarlos de trecho en trecho. Uno de ellos no tiene botas, sino unas especies de zapatillas y se queja todo el tiempo, se le entran las piedras y el barro y muchas veces se le quedan enterradas en el pantano. Yo mismo le insisto que no las deje perder o terminaría con los pies destrozados o lo que es peor, cargado por nosotros, como si no tuviéramos suficiente obligación. En el camino sentimos de nuevo el ruido de los helicópteros; por fortuna pasan lejos y en dirección al campamento abandonado. Quizás algo descubrieron ya que las imágenes tomadas en las zonas sospechosas son analizadas luego en un centro de control; eso dice Jerónimo. Sin embargo, por precaución, nos quedamos un rato quietos, medio ocultos, hasta dejarlos de oír.
“Siquiera no llovió anoche, de otro modo estaríamos en medio de un lodazal que nos tragaría enteros. Hemos venido siguiendo el caño hacia arriba para alejarnos del río, buscamos un campamento que en otra oportunidad dejamos. Son las cuatro de la tarde, no hemos probado bocado, no sabemos dónde estamos, así que nos toca buscar un lugar propicio para acampar. Aquí, bajo la selva, sin tener un horizonte, sin saber por dónde sale o dónde se oculta el sol, la guía es el correr del agua o el golpear del viento si uno es baquiano, mas las curvas que hacen los caños y las ciénagas que se encuentran a cada paso distorsionan la orientación. Al fin, por lo tarde y por esa especie de afán, escogemos un sitio húmedo, sin rastrojo y con otro caño pero de agua oscura, sin fondo. Sin embargo, el cansancio no permite otra cosa que hacer. Armamos las hamacas, amarramos los toldillos, ponemos el plástico, nos quitamos la ropa y la lavamos en el agua. Los que van llegando después no se pueden bañar ni alcanzan a lavar sus pertenencias, las aguas agitadas las dejan sucias. Es preferible el olor a sudor que la podredumbre; por lo menos el cansancio lo hace a uno dormir y se le olvidan los olores. De pronto, cuando el frío no te permite hablar, de improviso, como una especie de augurio, se oyen los gritos de una mujer”.
5.
Si la vida fuera la normal, la aprendida de abuelos y bisabuelos, valga; sin embargo, cómo explicar lo que de un tiempo para acá estaba ocurriendo en la región: gente extraña que gasta a dos manos y deja ver el revólver acomodado en la pretina del pantalón; hombres en lanchas rápidas, armados hasta los dientes; personas muertas a bala, desperdigadas por ahí entre los matorrales, lo que nunca se había visto; helicópteros, novedosos para la época, que todos veían alelados porque los aparatos vuelan bajo por la ribera del río, serpenteando sobre los caseríos; cultivos de coca, reemplazando los sembradíos de plátano y de yuca brava, que muchos buscan ahora cultivar porque con ellos se obtiene bastante dinero, con matas que no producen frutos para comer sino hojas, las que se venden a precios sorprendentes. Cómo saber en ese entonces el significado de lo que acontecía si no existía un conocimiento de la vida pasada, olvidada en los afanes, sin que nadie la escudriñara y sin que se mostrara mayor interés por recordarla.
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