Jaime Restrepo Cuartas - El sol que nunca vimos

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Uno de los grandes méritos de la obra de Jaime Restrepo Cuartas es la capacidad de mostrarnos, en su dimensión más humana, personajes que en nuestra realidad suelen dejarse al margen. En esta novela, Sulay y Jónatan, una joven indígena y un muchacho guerrillero, reclutado por la organización desde que era casi un niño, encarnan la dureza y también las falacias del conflicto político de los últimos años en Colombia.Y para indicarnos los caminos que los dos protagonistas recorren para encontrarse, para lograr «ver el sol», Restrepo Cuartas nos hace creíbles la descripción de la vida en un campamento guerrillero y la de las comunidades vecinas; los conflictos, las afugias, las rencillas y los sucesos que hemos entrevisto, casi todos los colombianos desde lejos, mediados por el filtro de los medios de comunicación.En
El sol que nunca vimos Jaime Restrepo Cuartas nos revela los resortes que mueven su escritura, su apasionado interés por la gente, sus razones y motivos. Un narrador que observa con minucia y —como buen médico— sabe de las vicisitudes del cuerpo y de las honduras de eso que llamamos el alma, que otorgándola, hace vitales y conmovedores sus historias y sus personajes.

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Sí, señor, la historia para ellos era tan simple como nacer en un lugar olvidado, sin contacto con la civilización, crecer en medio de las dificultades, pasar hambres, trabajar por el sustento y morir sin lograr mayores satisfacciones personales, salvo el amor de una india, la sazón de un buen plato de mojarra con yuca, bañarse en las aguas del río o dormir del cansancio en una hamaca, despatarrado y con la fresca del atardecer. Beber chicha o guarapo era otro deseo anhelado, a veces, aunque en cuestiones de gastos ociosos ni para qué pensar, ¿con qué dinero? Los haberes de Alcibíades eran un pedazo de tierra para cultivar, sin escrituras ni títulos ni la forma de demostrar pertenencia; un rancho de paja construido con las propias manos, con madera de los bosques cercanos y un techo de hoja de palma; un conuco bien sembrado de plátano y de yucas para sacar la comida del día, siquiera unas dos o tres hectáreas, así fuera enterradas en la selva, y disfrutar en los linderos de un caño; una curiara labrada y pulida por él, hecha para ir al caserío a llevar la remesa o traer la sal y el aceite; unas cuantas ollas y platos de latón y algunos enseres de labranza, conseguidos poco a poco en épocas de bonanza: un hacha, un machete, un azadón, una pala quizás.

¿Era normal y corriente la guerra que alrededor se vivía? ¿De qué lado estaba la verdad? Jónatan solo veía y escuchaba algunas cosas, las que iban quedando guardadas en su memoria. Mientras conducía su panga aguas arriba o aguas abajo pasaban chalupas con hombres armados, ostentosos, con una especie de fulgor en la mirada; armas deslumbrantes y fuego en los ojos que él quería para sí, y veía navegar indios con sus bongos cargados hasta el tope, repletos de plátanos, yucas y atados con chontaduro, llevados para negociar en el caserío; como lo hacía su padre –pensaba–, cuestión que formaba parte del aburrimiento que cargaba de su existencia. Oía sobre soldados instalados en San José del Guaviare que en ocasiones incursionaban por la zona y decían que no se atrevían a llegar hasta Miraflores, ni aceptaban meterse en la selva por miedo a los ataques sorpresivos de la guerrilla o a las minas quiebrapatas sembradas por doquier y que, por esas y muchas otras razones, se quedaban apenas uno o dos días en Puerto Palermo, conversaban con el inspector o con los misioneros de una iglesia gringa que hacía su labor pastoral en el territorio y se regresaban sin hacer mayor labor y más bien eludiendo posibles enfrentamientos. Para no decir mentiras, el miedo les cae por igual a los unos y a los otros.

Y los hechos más impactantes para Jónatan y para los demás eran sin lugar a dudas los despliegues de helicópteros artillados que cruzaban los cielos volando desde San José, El Retorno, Calamar y Barranquillita, vía Miraflores, y oír decir por ahí que esos aparatos eran los que les lanzaban bombas a los campamentos de los guerrilleros. Al principio todos se asustaban y los niños salían al descampado para verlos pasar; después de saber que las bombas no caían en el caserío ni en los alrededores ni sobre los ranchos de las comunidades, se apaciguaban los afanes y volvía la calma. También les causaban sorpresa las avionetas llamadas mosquitos, las que tienen la hélice en la trompa y vuelan a ras sobre los cultivos de coca, haciendo piruetas increíbles para fumigar con venenos, como ese tal glifosato, que algunos sostienen que mata también a las gallinas, los peces y los perros de las vecindades, a más de producir cáncer en los viejos y malformaciones en los niños recién nacidos. Otros aseguran que eso no es cierto, no es tóxico y no sirve ni siquiera para acabar con los gusanos de las matas. ¿Y los dolores de estómago qué?, ¿y los salpullidos de los muchachos en la piel?, ¿y la irritación en los ojos?

A Jónatan también lo desconcertaba saber de la existencia de bandas de asesinos que vivían de hacerles favores a los unos o a los otros. Al principio eran forasteros que hacían preguntas y recorrían el pueblo como indagando a los lugareños, de esos conchudos, entrando a la casa de los vecinos sin pedir permiso o pidiendo en alquiler una pieza en el mejor lugar del caserío. Primero se dan sus lujos y buscan que todo mundo se entere de sus riquezas. Luego se sientan en la cantina, invitan a los paisanos, les ofrecen del mejor trago que quieran beber, por lo menos al principio, y cuando los ven borrachos comienzan con la preguntadera. Lo hacen como haciéndose los desentendidos, echando carnada para lograr sus propósitos. Lo que sí no se supo hasta mucho tiempo después fue que como consecuencia de aquellas incursiones empezaron a aparecer indios asesinados en las sementeras o cuerpos de campesinos ahogados que bajaban flotando con sus barrigas hinchadas sobre la corriente del río. Y lo curioso era que debían seguir de largo, nadie se atrevía a rescatarlos.

Lo que les decía Otilia en sus clases de historia o cuando caminaba con ellos por los caminos de la selva enseñándoles botánica resultaba ser diferente de lo que le explicaba Alcibíades a Jónatan. Cansados de caminar y eludiendo la maraña o evitando los caminos más cenagosos, se sentaban a conversar entre las raíces de un árbol frondoso, centenario. Una ceiba barrigona, un árbol de castaña o un caucho cicatrizado de los que le había dado el sustento a más de uno. Ella, por su parte, trataba de no decir nada más allá de lo indispensable; ni siquiera estaba segura de saber lo que acontecía. En ese tema prefería pensar y no decía mucho. Otilia relataba que había una guerra declarada; eso llevaba la vida entera, pero ella no sabía con exactitud las fechas. Lo cierto era que siempre había oído lo mismo. Para ser francos, cuentan los que la conocían, las cifras y los datos, como si fueran una extrapolación de las matemáticas, le hacían un nudo en la cabeza. Desde que tenía recuerdos había oído del asunto y no se sabía quién diablos iba ganando esa guerra.

Dicen que padre e hijo alguna que otra vez hablaban del tema y no es muy seguro si era al navegar juntos por el río, como ocurría al principio cuando el padre le enseñaba a controlar las corrientes y buscar los remansos o al irse con él a pescar en los caños que desembocan en el río Vaupés. Curitos y payaras o mojarras y palometas, lo que cayera en el anzuelo con la carnada de chontaduro, que preparaba con su padre, armando la masa con harina cocida de maíz. Le reiteraba sobre la forma en que se pescaba; primero sobre lanzar la carnada al centro de las aguas, luego, si se presentaba un tirón, debían halar rápido para que el animal cayera en la trampa. Eso sí que le sirvió más tarde. A veces, cuando algo le recordaba el asunto de la guerra y tal vez influenciado por ellos o temeroso de una retaliación, se refería a los hombres armados que se encontraban por los senderos. Lo hacía con algo de respeto o quizá de admiración, vaya uno a saber qué pensaba.

Jónatan, cuando el padre hablaba, prefería mirar los oleajes rompiendo contra las orillas, los ojos de los caimanes que se aparecían en los recodos de las corrientes, los troncos que se hundían y flotaban en los remolinos, la espuma de los meandros o los saltos de las palometas perseguidas por las arawanas. El muchacho permanecía callado, como un tigre olfateando su presa, y Alcibíades hablaba poco; poco era casi nada. Se acostumbró a pronunciar algunas frases, como especies de órdenes. “Ellos son los que mandan –decía–, el gobierno apenas sí venía por estos lados”. Frases que no decían mayor cosa, aunque significaran mucho.

Otilia lo que sí tenía claro era que los unos eran de un lado y los otros del otro, y aunque la maestra no alcanzaba a explicar razones, decía pertenecer a la legalidad, porque el Gobierno era el que le pagaba su salario, por eso de venirse a la selva, con hartos sacrificios, a enseñarles a los niños más desamparados de la tierra, y explicaba que también había bandas de hombres armados peleándoles las tierras a los guerrilleros, para apoyar al Gobierno y controlar los sembrados de coca, y aunque sin pertenecer a las fuerzas armadas, vestían del mismo modo y usaban fusiles. Claro que eso de los fusiles no hacía diferencias. Y había también otras bandas de delincuentes que defendían los cultivos de coca y negociaban con los unos y con los otros. A fin de cuentas, lo que les importaba era el dinero y no las razones de la lucha.

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