Jaime Restrepo Cuartas - El sol que nunca vimos

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Uno de los grandes méritos de la obra de Jaime Restrepo Cuartas es la capacidad de mostrarnos, en su dimensión más humana, personajes que en nuestra realidad suelen dejarse al margen. En esta novela, Sulay y Jónatan, una joven indígena y un muchacho guerrillero, reclutado por la organización desde que era casi un niño, encarnan la dureza y también las falacias del conflicto político de los últimos años en Colombia.Y para indicarnos los caminos que los dos protagonistas recorren para encontrarse, para lograr «ver el sol», Restrepo Cuartas nos hace creíbles la descripción de la vida en un campamento guerrillero y la de las comunidades vecinas; los conflictos, las afugias, las rencillas y los sucesos que hemos entrevisto, casi todos los colombianos desde lejos, mediados por el filtro de los medios de comunicación.En
El sol que nunca vimos Jaime Restrepo Cuartas nos revela los resortes que mueven su escritura, su apasionado interés por la gente, sus razones y motivos. Un narrador que observa con minucia y —como buen médico— sabe de las vicisitudes del cuerpo y de las honduras de eso que llamamos el alma, que otorgándola, hace vitales y conmovedores sus historias y sus personajes.

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Mejor dicho, para no ahondar en explicaciones, ella ni entendía lo que estaba pasando; “mejor no tener nada que ver ni con los unos ni con los otros –les recalcaba a los muchachos–”. Por eso, les proponía dedicarse a estudiar, para salir de ahí, de ese cagadero, y acabar con la incertidumbre e irse a San José, la capital, para buscar un mejor futuro y estudiar una profesión que les diera suficiente dinero y los metiera en el mundo de los negocios, como en la administración de empresas o en la hotelería, profesiones que para ella representaban el verdadero mundo de los negocios. Lo que no les contó, para no defraudarlos o porque no se lo preguntaron nunca, fue que para llegar a San José tenían que ir en lancha por el caño del Unilla hasta Calamar y luego llegar al Retorno y desde allí coger una trocha hasta la capital, o el que tuviera recursos, irse por el río Vaupés hasta Miraflores y aprovechar el servicio aéreo de taxis que funcionaba desde las épocas del general Rojas Pinilla.

También era diferente lo que opinaban Otilia y Alcibíades de lo que les oían discutir a los niños mayores cuando se entretenían jugando balón en las playas del río o al sentarse en el borde de la corriente a tirar piedras planas para verlas brincar sobre las aguas. Los más grandes, entre ocho y diez años, no sabían qué más podían descubrir en la escuela y les explicaban a los pequeños, con la autoridad otorgada por la edad y la experiencia de haber aprendido lo que les escuchaban a los unos y los otros en sus veredas: que ellos se iban a ir con la guerrilla, ahí les pagarían mucho dinero, un sueldo con qué vivir y darse lujos, lo que era una manera de sostener a la mamá e iban a poder comprar ropa fina y tendrían un fusil para conseguir la plata que necesitaban. Además, ellos les iban a enseñar a pelear contra los dueños de las tierras, ya que dentro de los postulados decían estar defendiendo a los pobres, como ellos o como nosotros – ponían énfasis–. ¿O no eran ellos también pobres?; sin embargo, tenían que explicarles por qué carajos eran pobres y quiénes eran los ricos y por supuesto las comparaciones eran entre ellos y la maestra Otilia y entre sus padres y los dueños de las fincas o entre los indios y los curas de las misiones. Mejor dicho, los ricos eran los que mandaban y los pobres los que obedecían.

Alcibíades no creía sino en la fuerza de su trabajo, como le enseñó su taita; en la capacidad suya para tumbar monte y sembrar comida: plátanos o yuca brava y maíz, que por ahí estaba haciendo una chacra para sembrarla; en la pericia para sacar nicuros de los caños o coporos y bagres del río. De eso vivía; con los productos que le sobraban, compraba sal y aceite y a veces algunas velas para alumbrarse o también ollas y peroles que hacían feliz a Josefina. Para qué decir bobadas, fue con buenas cosechas de plátano que consiguió comprar el hacha que hoy le ayuda a tumbar selva y hacer suyo un pedazo más para sembrar. Por eso conquistó a su mujer, fue capaz de hacerle un rancho, con una cocina para ella sola y llevarle la comida, que casi nunca ha faltado, y darle hijos para que la cuiden cuando esté vieja.

Y el inspector, que recibía su salario puntualmente y llevaba más de diez años con la justicia, venía inconforme con el Gobierno, se quejaba de que le pagaban mal y con su salario no alcanzaba ni a echarse una cana al aire, ni siquiera podía tomarse unas cervezas sin descuadrarse con el mercado. Siempre le escuchaban en las cantinas despotricar contra las autoridades civiles. Por eso decía que había tomado la decisión de ayudarle a la guerrilla. Ellos le prometían darle para sus gastos personales y le ofrecían oportunidades de lograr lo que se dice una buena “uña libre”, con lo que complementaría su sueldo. Además, lo que debía hacer era bastante sencillo: informar cuando los policías y soldados anunciaban su llegada o la hora en punto en que se iban y claro, el camino que cogían; nada más. Bueno, y contarles quién entraba y quién salía del pueblo y cómo eran los movimientos en la región, por supuesto sobre aquellas cosas que a ellos les interesaban. Y parte sin novedad.

6.

“Irene es una mujer altiva, más siendo una secuestrada que se encuentra a merced de sus captores. No la he visto sonreír ni siquiera cuando sus compañeros ríen a carcajadas mientras cuentan chistes flojos, de esos que son su principal repertorio y que ellos repiten y nosotros también repetimos, si queremos entretenernos de alguna manera, pase lo que pase; al fin y al cabo son muchas las noches en vela, sin nada que hacer, solo mirarlos a ellos y hacer nuestros oficios. Cuando uno está en la guerra está en la guerra, si está huyendo ahí anda su afán, y al llevar días y noches en la misma rutina se va adquiriendo un hastío que lo vuelve a uno irritable o, lo que es peor, lo convierte en una persona de mente malsana y le van dando deseos de hacer daños. Debe ser la monotonía que carcome por dentro. Creo que les pasa a muchos de mis compañeros, que de tanto estar por ahí desperdiciados, de holgazanes, se les abren las ganas de perjudicar a los demás, de enlodarlos o de aprovecharse de las ventajas. Eso pasa con la comida, el pertrecho, las vituallas y los enlatados o también si se trata de seducir a las mujeres. Y hay quienes lo toman a bien y hasta disfrutan de las fechorías. Algunos se vuelven como locos y estallan sin ton ni son, produciendo un alboroto de mil demonios que relaja la disciplina del grupo y pone en riesgo el futuro de la organización o la vida misma.

“Ella, Irene, no deja de ser paradójica, unas veces sociable y otras retraída; casi siempre se mantiene pensando o planeando, ensimismada, aislada de los demás; en el fondo es una persona de pocas amistades. De hecho se ha escapado en dos ocasiones, sin que nadie sospeche sus intenciones, ni siquiera sus mejores amigos, a quienes no les contó sus deseos. Nunca lo ha hecho sola, siempre ha sido en compañía de alguien. Quizás ese ha sido el error, pienso. La planificación realizada en cada oportunidad fue perfecta, teniendo en cuenta que no la descubrimos y al detectar la huida nos tomó por lo menos cuatro horas de ventaja la primera vez y casi ocho horas la segunda. Me la imagino, días y días preparando con minuciosidad las condiciones de su escapada. La idea de huir de esta situación no es patrimonio de los retenidos y los prisioneros de guerra, lo es también de muchos de nosotros. Yo mismo me he pasado en vela pensando en una fuga y la imagino de diferentes maneras: solo y acompañado de Sulay o con mis amigos, Morris y Elián, e incluso con los indios, los hermanos de la mujer que amo en silencio. Ella llena mis horas con solo aquella imagen del día en que la vi lavando ropa en el río. Si uno no se entretiene con las propias películas de su vida, ¿cómo diablos hace para aguantar las dificultades?

“Cuando Irene huyó con Carlota, la compañera de secuestro, engañaron a los guardias tomando las botas de otros, colocándolas al frente de su cambuche para hacerles creer que todavía dormían. Además, con mucho ingenio, me parece, ya que una de las botas era conocida por todos en el campamento. Los camaradas se burlaban de los ositos azules que tenía grabados ese huevón de Ciro Eladio y claro, la sospecha era que el tipo, al fin, había logrado metérsele a la tolda. También ayudó la espesura de esa noche, la oscuridad reinante. Tampoco dejaron huellas, supieron tomar un caño por trechos largos y así resultaba difícil saber el sitio exacto por el cual volverían a tomar la selva. Si la pescamos, en ambas ocasiones, no fue por nuestra inteligencia militar, de la que nos preciamos a cada instante, especialmente en las estrategias de infiltración; ni por las órdenes del Secretariado, siempre perentorias en casos como este; ni como consecuencia de la persecución organizada por Jerónimo, quien se ufana de sus habilidades en el rastreo que llama “por barrido”; ni en razón de la mala planificación de parte de ellas, sino que les faltó suerte o al fugarse no se hicieron buena compañía. Muchas veces depende de eso, si el otro es débil o se enferma o si no existe la suficiente empatía, sobreviene el chasco. Quizá si hubiera huido sola habría tenido mejor suerte; como le pasó a Franklin, el subintendente, ese flacucho que nos dio más lidia que un chucho.

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