Jaime Restrepo Cuartas - El sol que nunca vimos

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Uno de los grandes méritos de la obra de Jaime Restrepo Cuartas es la capacidad de mostrarnos, en su dimensión más humana, personajes que en nuestra realidad suelen dejarse al margen. En esta novela, Sulay y Jónatan, una joven indígena y un muchacho guerrillero, reclutado por la organización desde que era casi un niño, encarnan la dureza y también las falacias del conflicto político de los últimos años en Colombia.Y para indicarnos los caminos que los dos protagonistas recorren para encontrarse, para lograr «ver el sol», Restrepo Cuartas nos hace creíbles la descripción de la vida en un campamento guerrillero y la de las comunidades vecinas; los conflictos, las afugias, las rencillas y los sucesos que hemos entrevisto, casi todos los colombianos desde lejos, mediados por el filtro de los medios de comunicación.En
El sol que nunca vimos Jaime Restrepo Cuartas nos revela los resortes que mueven su escritura, su apasionado interés por la gente, sus razones y motivos. Un narrador que observa con minucia y —como buen médico— sabe de las vicisitudes del cuerpo y de las honduras de eso que llamamos el alma, que otorgándola, hace vitales y conmovedores sus historias y sus personajes.

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“Alguien, que después fusilaron, un negro que los otros llamaban Chorro de Humo, se le puso al frente a mi mamá con un fusil. Imagínense, hacerle eso a mi mamá. Uno no se debe alegrar con la muerte de los demás, y yo, aunque me tocó defenderlo en un juicio que le hicieron, sentí una especie de regocijo con la muerte de él. Mi madre se tuvo que quedar con mis hermanos, que se agarraron de su falda y no la soltaron. Me despedí de lejos alzando la mano. Habría querido abrazarla. Todos llorábamos, incluso Donato, Erasmo y Samanta, mis hermanos, y los tipos me decían a mí que no fuera niña y se burlaban.

“Después fuimos al rancho de Elián y luego al de Morris. Y yo ahí como castigado, contemplando lo que pasaba; sin abrir la boca para no enconarlos. Y fue la misma cosa, conversaciones secretas con el papá y decisiones que nunca supimos. En el caso de Elián fue más difícil, él se metió al monte y mandaron dos guerrilleros a perseguirlo. Yo creí que lo iban a matar. Hasta sonaron unos tiros, lo que hizo que la mamá de Elián gritara como loca y se les abalanzara como una fiera, aunque después se supo que los disparos eran para hacerlo bajar de un árbol en donde se había encaramado. Duraron dos horas para encontrarlo y lo trajeron con las manos atadas con una cabuya y amarrado de la nuca con una soga. ‘La próxima vez que intentes volarte te pegamos un tiro’, le dijeron como si fueran dueños de su vida. Sin embargo él no tenía miedo, los miraba con odio y creo, para mí, que así los sigue mirando. Ahí lo duro es el dolor de las mamás, ellas son las más sufridas, y qué curioso, si uno se pone a meditar, ellas son las que pelean por uno. A nosotros nos consuela estar juntos; siempre lo recordamos; por eso el dolor de alguno es el dolor de todos y la alegría, cuando existe, es nuestro sosiego.

“Primero nos llevaron a un campo de entrenamiento. No quedaba ni tan lejos; era en una especie de finca ganadera. Al instructor le decían el Turista, era extranjero e iba y venía de país en país, creo que era entrenador en diferentes sitios; usaba unas gafas oscuras y en medio de pólvora, mechas, tuercas y clavos retorcidos, soñaba con comprar unas de esas gafas que cambiaban de colores con la luz. Nos enseñaron a fabricar las minas usando los tarros de los enlatados o tubos de PVC, con pólvora y metralla. Funcionan con la presión que hace el peso de las personas al pisarlas y no se necesitan sino veinte o treinta kilos.

“Uno las esconde bajo la tierra y no deja sino medio asomada la punta que al ser presionada la hace estallar. Las colocábamos después de los asaltos para protegernos mientras duraba la huida, y no solo en los caminos por donde corríamos sino entre los matorrales de los alrededores. Ellos participaban en los combates y luego nos dejaban en la retaguardia poniendo las minas. Cientos de ellas han quedado desperdigadas. Esa era nuestra responsabilidad. Después teníamos que seguirles las huellas a los compañeros hasta que dábamos con el campamento. Podríamos habernos fugado muchas veces aunque en realidad no sabríamos para dónde ir. Además, teníamos la esperanza de hacer puntos para lograr los ascensos –eso nos decían–; sin embargo, ninguno de nosotros ha podido ascender, siempre hemos sido solidarios entre nosotros y eso a ellos los mortifica. Nos tratan a los tres como si fuéramos uno.

3.

Jónatan no tuvo en su infancia mayor conocimiento sobre la situación histórica y política del país: apenas lo que le hubiera enseñado Otilia, la maestra de escuela, graduada en un colegio de San José del Guaviare y con un bachillerato pedagógico y un curso de seis meses en lenguas extranjeras. La historia del país, tal como la conocemos por el legado de cronistas e investigadores, poco aparece en los recuerdos de Otilia, que seguramente sí tuvo la oportunidad de escuchar las anécdotas de compañeros o profesores o de leer unos cuantos libros, así se hubiera involucrado en ellos sin el mayor empeño ni dedicación. Tal vez, si en sus andanzas hubiera salido de los límites de San José del Guaviare, El Retorno, Calamar, Miraflores o Puerto Palermo, sabría cómo el país llevaba casi doscientos años en la construcción de una República, todavía joven e imperfecta, pero enorme y diversa, y cómo su geografía no era solo de ríos torrentosos y selvas impenetrables, sino de fieras peligrosas, ataques guerrilleros, combates con el ejército y con grupos paramilitares, niños desnutridos, campesinos palúdicos penetrados de olor a tierra y boñiga o mujeres gordas que se la pasaban en las puertas de las viviendas la mayor parte del día, viendo pasar indios semidesnudos y comentando con las vecinas sobre el tiempo de las lluvias, las sopas que tenían montadas en las ollas, el futuro de los hijos, las enfermedades de las comadres o la serie de personajes raros que estaban entrando y saliendo del pueblo.

Jónatan era el hijo mayor de un campesino pobre, que vivía en un rancho de paja, cerca del caño Guacarú, uno de los muchos afluentes que forman el río Vaupés, en uno de esos corregimientos aislados; así como abandonado de toda civilización resulta ser también el rancherío del pueblo al cual pertenecía su familia: Puerto Palermo. Fue reclutado por la guerrilla cuando apenas había cumplido doce años. Para su padre era preferible tener esa oportunidad y no la que le daría el destino a los nacidos y criados en esas tierras, o sea la que le depararía la vida en circunstancias normales, a no ser que algo intempestivo acaeciera; como intempestivo pudo haber sido que la guerrilla decidiera llevárselo para obligarlo a pagar un servicio militar a la revolución, en este caso no por uno o dos años, como ocurre normalmente en el ejército, sino durante toda la vida. Lleva en esas buena parte de la existencia.

Sobre esa situación Jónatan ha pensado muchas veces, especialmente ahora al lucubrar si lo hecho en el pasado es correcto o incorrecto o si lo que le espera es un futuro promisorio, como desde hace ocho años le escucha a los comandantes de su cuadrilla, en especial cuando acaba de celebrar su vigésimo cumpleaños sin encontrar mayores cambios en su condición, sin una vela, sin una torta, sin un saludo de felicitación. Sigue teniendo un fusil y ropa de campaña. Por eso dispara su fusil al aire y se pone en riesgo y después inventa que fue un accidente. Se podría decir que no tiene más nada, ni siquiera esperanzas, y a pesar de otro castigo ha hecho su propia celebración.

Jónatan entró a la escuela primaria a los siete años y debía ir en canoa más de una hora para llegar al lugar en donde se dictaban las clases; luego, en muchas ocasiones, no era posible asistir o llegaba tarde. También pudo haber sido factible atravesar el monte por un camino de herradura, mas su familia no tenía una mula en que mandarlo y el pantano, los peligros y las incomodidades se preveían mayores, así que su padre prefirió la navegación por el río, que era la que más conocía y en la que depositaba su mayor confianza. “Algún día conseguiremos una mula”, le dijo en una oportunidad y se lo propuso como meta y ese día nunca llegó. En un comienzo lo llevaba Alcibíades, su padre, lo que no siempre era fácil. Él tenía tareas para realizar en su conuco, un sembradío de yuca y de plátano sobre las riberas de uno de los caños; así que al principio lo acompañó mientras le enseñaba cómo sortear raudos y eludir atascos o evitar peligros, como los ataques de los güíos y de los caimanes, y después, al verlo crecer, le hizo una pequeña panga labrada de madera balsa, para que pudiera ir solo. Labor difícil cuando iba a la escuela al navegar contra la corriente. Si llovía se corrían riesgos y si el río estaba crecido, también.

Para ser francos habría podido asistir unos cien días al año de los que en Colombia se le dedican al estudio de la primaria, que son más bien pocos, comparado con lo que ocurre en otros países. En ese tiempo fue tan solo conocedor de su espacio, de su río, de su selva y del caserío más cercano, que apenas si tendría cien habitantes, un granero y lo que pretendía ser una droguería si tuviera siquiera un mínimo de medicamentos esenciales, pero que más bien era el lugar para hacer brebajes y pócimas preparadas por los indígenas de la región. El villorrio era el sitio adonde la maestra Otilia llevaba a sus alumnos para mostrarles los descubrimientos de la modernidad, si es que así pudiera decirse cuando existe la oportunidad de ver por primera vez una planta eléctrica que alimenta con luz unos cuantos bombillos en el caserío o una computadora propiedad del inspector de policía y que hacía parte de los requerimientos de la maestra, solicitados sin éxito al secretario de educación del departamento.

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