Jónatan, respondón al fin y al cabo y sin medir consecuencias, no entendía por qué habían quedado castigados Elián y Morris, sus amigos, si ellos no habían hecho nada, ni siquiera estaban con él cuando ocurrió el incidente. Lo que no conocía Jónatan era que los jefes sabían de la solidaridad entre ellos y presagiaban una amistad por encima de la obediencia. Cosa reprochable en la milicia, inaceptable y por tanto peligrosa para el funcionamiento en medio de la guerra; por lo que era necesario relegar a un plano secundario esos vicios burgueses como la amistad, la simpatía y el amor, en aras del supremo deber de la revolución. “Como lo había profetizado el camarada Stalin”. Y lo decía como si lo hubiera leído.
—Yo hago lo que sea, pero, ¿por qué ellos? –le replicó Jónatan.
—Son órdenes, hermano, mejor bájele al tono. –Garrapacho buscaba ser condescendiente y lo tomaba por el hombro.
—Ellos no hicieron nada. ¿Por qué no entienden la situación? Eran cinco tipos amarrados del cuello y uno de ellos estaba enfermo. No dejaba caminar a los demás. Es injusto.
—Las órdenes no son justas o injustas; no se discuten. Además, ¿de cuál justicia hablamos?, ¿de la justicia burguesa? Son enemigos de clase y así será siempre.
Si algo tenía Garrapacho era ser buen guerrillero. Forjado a punta de sacrificios. Uno de los más preparados; un hombre de oportunidades. Había estado en dos congresos del movimiento bolivariano, uno en Caracas y otro en Quito, y en una capacitación para cuadros con posibilidad de mando; algo reservado a quienes tienen poder. En una ocasión lo llevaron a Bogotá. Allí departieron con conferencistas internacionales, uno de México, joven y ardoroso, vinculado con los zapatistas, y otro del País Vasco, miembro de la ETA, experto en explosivos y minas quiebrapatas. “De eso ni hablar –les recuerda–, son secretos de la revolución”. Y eso sin contar que estuvo en la frontera con el Ecuador en una reunión con miembros del Secretariado, discutiendo de logística. En el sur, Garrapacho cruza la frontera con tranquilidad. Tiene tres pasaportes en regla y nacionalidad ecuatoriana. El hombre se da sus lujos, refinados, se diría.
—Desde ese día y punto –explica Jónatan–, a mí no se me tiene en cuenta para cosas de importancia y las tareas que me ponen son las más rutinarias; las que se le asignan a un principiante: recoger leña, cocinar, hacer turnos de vigilancia, traer agua, cavar trincheras o chontos o huecos para las basuras.
—Además, ahora les está dando por hacer túneles, “así se defienden los camaradas en Afganistán” –alega Garrapacho con la mano en la cintura.
—Cargar leña y remesas, para eso sí soy bueno. Yo quisiera tener las verdaderas responsabilidades de una guerra irregular. –Había oído el calificativo de irregular que se les da a ciertas guerras, aunque no sabía de qué se trataba–. Decidir por ejemplo sobre los desplazamientos por sitios desconocidos en momentos de urgencia en los que es necesario hacer uso del ingenio y llevarlos a lugares en donde se pueden armar campamentos seguros y confortables. En mis correrías veo sitios mucho mejores que los que han sido escogidos por los jefes; puedo tener a mi cuidado a los retenidos políticos: congresistas, alcaldes o militares con rango; planear asaltos a poblaciones con puesto de policía y Banco Agrario; batallar con el enemigo a puro plomo; tumbar helicópteros; hacer labores de inteligencia; infiltrarme en los organismos del Estado, cuestiones delegadas a tipos como Garrapacho.
“Muchas de esas comisiones han hecho famosos a guerrilleros hoy célebres y se las he oído contar a los compañeros cuando se reúnen para comer o se entretienen hablando en las caminadas; aventuras tesas de las cuales se sienten orgullosos y por las que les dan reconocimientos públicos en las reuniones del alto mando o que aparecen en periódicos de otros países, escritos por organizaciones amigas, como esas de Europa que les envían dólares por vender camisetas con propaganda de las FARC.
“Aquí todo es al revés. Vea si no el caso de Honorio Fuentes, un niño guerrillero, amigo y confidente de Garrapacho, que murió cuando le estalló una mina que él estaba poniendo. El muy bruto la ensayó con él mismo a ver si le había quedado bien puesta y acá lo volvieron héroe. Yo digo que ser héroe no es exponerse, ni estar alardeando sobre acciones militares que nadie puede corroborar. Él siempre decía que había matado a tales y cuales soldados y hablaba del sitio exacto en el que les había pegado el tiro. Y era dizque valiente, dormía en el suelo y salía a cazar culebras que después se comía con los más osados. Así las cosas, los jefes le hicieron un homenaje, según ellos, merecido.
“El muchacho salió con fotografía en la página de Internet de nuestro ejército revolucionario, la que se publicó en conmemoración del asalto de hace unos años en donde murieron como treinta y cinco soldados. Ahí decía que había sido un joven ejemplo para las nuevas generaciones y que el tipo trabajaba hombro a hombro con los mejores contingentes de la revolución. Lo que no dijeron es que a ese pobre muchacho lo enterramos por ahí en cualquier hueco en medio de la selva y solo porque le gritamos vivas y disparamos unos cuantos tiros al aire, poquitos pues estábamos pobres de munición, dizque quedó grabado para siempre en el corazón del pueblo. Yo no lo veo como un ejemplo, era un bocón, quien murió por darse ínfulas.
“A mí me tocó poner muchas minas y para esa época ni caí en cuenta de los daños que hacían, por ejemplo ver que no siempre producían la muerte sino mutilaciones, lo cual es peor, al quedar uno desfigurado y baldado de por vida. De hecho ese fue el primer oficio que nos pusieron a Elián, a Morris y a mí cuando nos alistamos. Bueno, no sé si es correcto decir que nos alistamos, la cuestión no radicó en nuestra voluntad. Hasta lloramos el día en que ellos les dijeron a nuestros padres que debíamos pagarle un servicio militar a la revolución. Llegaron de madrugada, se instalaron al frente de la choza en un patio de flores que cultivaba mi mamá, inspeccionaron todo para ver si había armas, escopetas o trabucos; pidieron café y huevos si había y mi mamá les cocinó todo lo que encontró. Jerónimo habló con mi papá. Salieron al patio y se acomodaron bajo la sombra de un cedro frondoso en la mitad del camino y después de hacer un pacto regresaron sonrientes.
“Mi mamá no sabía nada y no se imaginó que el acuerdo era yo, porque era el mayor y tenía doce años. ‘Es buena edad para comenzar’, le dijo Jerónimo como si fuera un profesor de matemáticas. Eso no me dolió; me dolió la sonrisa de mi papá. Ese día lo vi cambiar de opinión como si nada. ¿No dizque con esa gente era mejor no meterse? Yo desde eso le cogí una especie de bronca, aunque puede ser otra cosa. Él le decía a mi mamá que no llorara, ‘allá en el monte los volvían hombres de verdad’, le dijo. Y sí, puede ser verdad, pero a mí me preocupaba mi mamá y me sigue preocupando, no volví a verla más y no sé si está viva o si se murió de tristeza. Aún sueño con ella y a veces me duermo pensando en su cara, en sus modales y en las canciones que nos cantaba. La veo lavando ropa, cargando agua, encendiendo el fogón, rezándole a la Virgen y haciendo cosas ricas en la cocina, siempre con una sonrisa que me sosiega en las noches. Esas tortas de maíz, esos cocidos de fríjol y el casabe y la mandioca.
“Mi papá entró a la choza y salió con mi pantalón y me lo ofreció. ‘Póngase eso’, dijo y luego ordenó que me afanara, me iba con ellos. ‘Está decidido’. Que siquiera supiera cuál fue el acuerdo, eso me bastaría, si los iban a matar a ellos, uno se aguanta y hasta se va con gusto. Otra cosa es que le hubieran ofrecido plata, en ocasiones me ha tocado ver situaciones parecidas. ‘¿Cuánto vale ese indio?’. A veces me pregunto cuánto pagaron por mí, ¿cien, doscientos mil pesos? Mi mamá comenzó a gritar y cuando yo iba a correr adonde estaba ella, dos guerrilleros me agarraron por los brazos y no me dejaron mover. Tampoco a ella le permitieron acercarse hasta donde yo estaba.
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