José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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—La joven se llamaba Mónica Ortega Valdés. Entró en España el dos de septiembre de 2006, procedente de Caracas. Nació el seis de marzo del 86. Tenía por lo tanto veintiséis años. Soltera. Nació en Comuna, Venezuela.

—El encargado comentó que tenía visado por estudios y trabajaba a tiempo parcial. ¿Qué estudiaba?

—Aquí no pone nada de estudios.

—¿Dirección?

—Avenida de Burjasot, número setenta, puerta siete. También está el número de su móvil.

—Llama. Mira que si nos contesta desde el más allá...

Vicente marcó el número y la respuesta fue: «Está apagado o fuera de cobertura».

—¿Qué te parece si vamos a su casa? —preguntó Vicente mientras se ponía la chaqueta.

—Me parece bien, jefe.

No se molestaron en buscar aparcamiento, en ese lugar es una tarea imposible. Aparcaron en doble fila. Cuando llegaron al patio una señora salía y aprovecharon para entrar. Por el número de timbres, calcularon que la puerta siete estaría en el segundo piso. Subieron en el ascensor y, efectivamente, frente a ellos estaba la puerta número siete. Llamaron.

Les abrió la puerta una joven de unos veinticinco años, bajita, menudita, con el pelo estufado, como si le hubiera dado un terrible calambrazo, ojos grandes, expresivos. Vestía un chándal de color rojo, con un muñeco en el centro. Les miró a los dos.

—¿Díganme?— preguntó con una vocecita en total consonancia con su físico.

—Soy el inspector Vicente Zafra —al mismo tiempo que le enseñaba su placa—. Y este joven, mi compañero Arturo Broseta. ¿Podemos hablar un momento con usted?

—Claro. ¿Ha ocurrido algo?

—¿Podríamos pasar?

—Perdón. —La joven se apartó para dejarles pasar. Se reflejaba en su cara la angustia de quien sabe que indiscutiblemente va a recibir una mala noticia—. ¿Le ha ocurrido algo a mi familia?

—No, tranquila. Es referente a una de las jóvenes que comparten piso con usted.

Pasaron al comedor. La estancia no mediría más de cuatro por tres metros, con un ventanal bastante amplio por el que entraba mucha luz. Dos sofás y una mesita de centro, un pequeño mueble con un equipo de música y un televisor, varias láminas en las paredes, algunas enmarcadas y otras simplemente con chinchetas. Y ceniceros repartidos por la estantería y la mesita; de hecho, la habitación olía a tabaco.

—Siéntense, por favor. Bueno, creo que no me he presentado. Me llamo María Pacheco. —Les estrechó la mano a ambos y se sentaron en los sofás, la joven en uno y los inspectores en el otro; les separaba la mesita centro—. ¿Sobre Sonia o Mónica? ¿Les ha ocurrido algo?

Vicente sacó del bolsillo interior de su chaqueta la tarjeta que portaba la fallecida y la puso encima de la mesa.

—¿Compartía piso con usted esta joven?

—Claro, es Mónica.

—Lamento profundamente comunicarle que esta mañana hemos encontrado su cadáver.

—¡Santo Dios! — exclamó la chica, llevándose las manos a la boca. Cerró los ojos y palideció—. ¿Ha tenido un accidente?

—Desgraciadamente no se trata de un accidente. Se trata de un asesinato.

—Pero, ¿cómo ha ocurrido?

—Estamos intentando averiguarlo. Sé que es un momento difícil, pero es muy importante que responda a nuestras preguntas.

—Sí, lo comprendo. Pero es que no me lo puedo creer todavía... Ayer cenamos juntas.

Es curiosa la reacción instantánea que produce en la gente la notificación imprevista de un fallecimiento. El comentario que primeramente nos nace es del tipo «imposible, ayer se encontraba estupendamente», «no puede ser, hoy hemos desayunado en la misma cafetería» o «se equivoca de persona». Es como una obstrucción a la realidad, un bloqueo de nuestra mente para readaptarse sin sufrir daños, para ganar tiempo y comprender que algo en nuestro mundo ha cambiado. Nos es más fácil comprender la muerte cuando sobreviene a una larga enfermedad, cuando el fallecido es anciano, como si el resultado de la muerte fuese el fin de una larga vida. Estamos equivocados, el tránsito entre la vida y la muerte es siempre efímero: ahora estás vivo, ahora estás muerto. La muerte no tiene compasión ni misericordia. Llega, te coge y te lleva. Entero o a trozos.

—¿Quiere tomarse algo? —le preguntó Vicente.

—Estoy bien, gracias. Pero es tan fuerte…

—Le entendemos, no hay prisa —comentó Arturo, quien hablaba por primera vez.

—Pregunten. Estoy a su disposición.

—¿Desde cuándo estaban viviendo juntas?

—Déjeme pensar... Ocho o nueve meses.

—En el trabajo nos han dicho que llevaba con ellos exactamente siete meses.

—Sí. Cuando se instaló con nosotras estaba buscando trabajo. Lo encontró enseguida.

—¿En este mismo sitio? —continúo preguntando Vicente.

—Sí, estaba muy contenta.

—Nos han comentado que trabajaba a tiempo parcial porque también estudiaba. ¿Qué estudiaba?

—Que yo sepa, no estudiaba —contestó la joven.

—A tiempo parcial en un establecimiento de estos, se debe cobrar poco dinero. ¿Tenía problemas económicos?

—No, no gastaba mucho. Nunca nos pidió dinero y en los gastos mensuales, era la primera en poner su parte.

—¿Tiene usted conocimiento de si mantenía algún tipo de relación con alguien en concreto? — reguntó Vicente, mientras sacaba una libreta.

—No, creo que a pesar del tiempo que hemos convivido juntas, solo conocía una parte de ella.

— Nos podría explicar esa parte que usted conocía de Mónica? Entiéndanos, pretendemos hacernos una idea global.

—Tanto Sonia como yo, no hemos tenido ningún problema con Mónica en cuanto a convivencia. En alguna ocasión hemos salido a cenar y tomar una copa, pero ella insistía en volver pronto a casa. Si Sonia o yo queríamos continuar, ella nos dejaba y se volvía sola a casa. También sé que en alguna ocasión quedó con compañeras de trabajo para cenar, pero Mónica regresaba prontísimo.

—¿Supongo que Sonia es la otra chica que comparte el piso? —preguntó Arturo.

—Efectivamente.

—Es extraño en una chica tan joven que no salga habitualmente por las noches y regrese tan pronto a casa, sin nadie que le controle —comentó Vicente.

—Sí, estoy de acuerdo con usted. Sonia y yo lo hemos comentado en muchas ocasiones.

—¿Tenía algún problema?

—No, eso era lo extraño. En casa, con nosotras, era divertida y alegre.

—¿La controlaban mucho sus padres?

María bajó la mirada, mientras enlazaba sus manos.

—No recuerdo que hablase nunca con su familia.

—A excepción de esas salidas esporádicas que nos ha comentado, ¿no salía con nadie más? — La joven ocultaba algo. El impacto emocional de la noticia la había conmocionado, pero su comportamiento y sus primeras respuestas habían sido serenas. En cambio, durante el transcurso de la conversación, era evidente que esquivaba o no sabía cómo plantear lo que tenía que contar. El instinto de Vicente Zafra se lo decía. Reconocía la diferencia entre cuándo alguien mentía o por el contrario, evitaba seguir dando información por cualquier motivo.

—En alguna ocasión recibía la llamada de una persona y salía.

«¡Bingo!», pensó Vicente.

—María, escúchame con atención. Esta noche Mónica se ha cruzado con una mala bestia que la ha matado a golpes. No sabemos si se ha cruzado de forma ocasional o si por el contrario ya se conocían. Es importante que nos ayudes, que seas sincera. A Mónica ya no le perjudicará.

—Mónica era extraordinariamente viva. En algunas ocasiones, por algún comentario, o por cómo te miraba, tenías la impresión de que a pesar de ser joven había vivido mucho. En cambio, se comportaba refrenándose, levantando el pie del acelerador para mantenerlo todo controlado. Siempre tenía el teléfono a mano. Cuando recibía la llamada que les he comentado, su cara se iluminaba. Si quedaban, se arreglaba como si fuese su primera cita.

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