José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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Durante estos últimos cuatro o cinco años se había estado dedicando a realizar trabajos especiales, como ella misma solía decir. Solo unas pocas personas sabían de su existencia, de su habilidad, de su talento. De forma totalmente confidencial conocían cómo ponerse en contacto con ella. Siempre el mismo método: una llamada y una dirección en cualquier cuidad de España. La recogían y la llevaban a un céntrico apartamento, siempre pequeño y coquetón. Una vez en él, le proporcionaban los datos que ella necesitaba saber sobre su objetivo. Habitualmente se trataba de hombres –podía ser también una mujer–, que se encontraran en la ciudad por motivos de trabajo, negocios o política, y que se hospedaran en hoteles. Ella sacaba de su bolso unos marcos con fotos suyas y las repartía por el apartamento. También depositaba en los cajones de las mesitas todo aquello que pudiese necesitar para realizar su trabajo. Luego le entregaban un juego de llaves y sus honorarios; por cierto, muy elevados.

Se consideraba muy profesional. Conocía perfectamente las principales ciudades como Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, etc. Se movía con relativa facilidad prácticamente en el resto de ciudades. Con los datos proporcionados le era fácil localizarlos. Toda persona, después de asistir a un congreso o una dura jornada de trabajo necesita relajarse y salir a tomar una copa. Si se trataba de una persona austera y no salía a divertirse, contaba con el desayuno o la comida. Para todos hay que buscar el momento oportuno. Una vez lo tienes a tiro viene la parte fácil, dejarse ligar. Además de las armas que poseía como mujer y que se encontraban a la vista, era una inteligente y hábil conversadora. Su norma fundamental estribaba en acercarse al contacto, iniciar la conversación y después limitarse a escuchar. Realizar las necesarias e inteligentes preguntas para motivar a su interlocutor. Su vanidad hacía el resto.

Utilizaba sus mejores armas, su encanto, su curiosidad y un aura de despreocupada ingenuidad. Ineludiblemente terminaban en su apartamento.

Esa noche, por varios motivos, sería inolvidable para esa persona. Primero, porque viviría la mejor sesión de sexo de su vida. En un momento dado, aparecerían aparatitos que podrían utilizarlos ambos, y sin duda los usarían. Da igual la edad, el sexo o los tabúes que posean. Serían unos momentos de pasión que ella conduciría con habilidad por los caminos más obscenos. Beberían un licor que les emborracharía los instintos más primitivos y lujuriosos que todos llevamos dentro. Se desinhibirían de sus pudores y sus miedos. Ella lo canalizaría adecuadamente. Induciría a su amante a que considerase que es él quien lleva las riendas del momento.

En ocasiones se exigía la participación de una tercera persona, siempre de un joven. Ella lo tenía previsto.

Todo lo que ocurriera esa noche en el apartamento, quedaría convenientemente grabado con la última tecnología. Por supuesto, desde diferentes ángulos.

La joven ni sabía ni le importaba como utilizarían ese material. Podía imaginárselo: chantaje, soborno, silencio... Le daba igual. Realizaba tres o cuatro trabajos al año. Le pagaban una desorbitarte cantidad de dinero por realizarlo y por su silencio. Otras veces los servicios a prestar eran algo más concretos. Pero era una profesional muy cualificada y sus clientes lo sabían.

Salió de la carretera principal y tomó un desvio que conducía a un bloque de apartamentos situados cerca de la playa. Llegó frente a la entrada del aparcamiento, pulsó el mando a distancia y la puerta metálica se abrió. Entró y aparcó en su plaza de garaje. Tomó el ascensor y subió a la tercera planta. Estaba loca por darse una ducha.

Entró en su apartamento, dejó la maleta en la entrada, más tarde la vaciaría y fue directamente a la terraza, abrió el ventanal y salió. La vista era extraordinaria, el mar se apreciaba en toda su extensión. Adoraba el mar, contemplándolo se relajaba. Cerró los ojos y percibió el aroma a salitre. Se prepararía una ensalada de marisco, abriría una botella de vino blanco bien fría, como era preceptivo, y cenaría en la terraza.

Volvió a entrar, se dirigió al dormitorio y se quitó el suéter por encima de la cabeza, estirando los brazos. En ese momento le atacó el hombre que la esperaba detrás de la puerta del dormitorio.

Actuando por detrás, le puso su mano izquierda en la cara, tiró con fuerza hacia atrás y con la derecha la apuñaló. Fue un golpe terrible. La hoja del machete, de cuatro centímetros de anchura y veinte de extensión desapareció dentro del cuerpo de la joven. Únicamente se veía la empuñadura sujetada por la mano, justo debajo del omóplato derecho.

Con fuerza y rapidez extrajo la afilada hoja y con una fría determinación, la apuñaló dos veces en la zona lumbar. El hombre se apartó y la joven se desplomó hacia atrás.

Ella percibió el apuñalamiento como sendos golpes que la dejaron sin aliento; luego cayó. Apareció en su campo visual el hombre que la había golpeado. Ella se mantenía en un excelente estado de forma, intentó levantar la pierna para, desde el suelo, golpear al atacante, pero sin saber el motivo la pierna no respondió. El hombre se tiró de costado sobre ella como lo haría un luchador de judo para inmovilizar al adversario. Mientras él caía, ella vio que en su mano derecha esgrimía un terrorífico machete de color rojo. Sintió pánico y después, los golpes en su costado izquierdo. Antes de morir supo que no se trataba de puñetazos.

En la primera cuchillada, el asesino cálculo que había llegado al corazón. No obstante, la apuñaló dos veces más. Luego se levantó y contempló a la mujer. La muerte siempre deja los cuerpos como muñecos rotos. A partir de este momento, tendría que trabajar meticulosamente.

Esa misma mañana, con la copia de la tarjeta que portaba la joven, Vicente Zafra y Arturo se personaron en el establecimiento. Los recibió el encargado. Tras el impacto de recibir la noticia, les informó que trabajaba con ellos desde hacía siete meses. Un primer contrato de seis meses que se le renovó otros seis más, Les comunicó que estaban muy satisfechos con su rendimiento, que el trato tanto con sus compañeros de trabajo como con los clientes era el adecuado. Hizo hincapié en su simpatía con todos, aunque muy reservada en lo concerniente a su vida personal.

En la ficha de la joven constaban todos sus datos personales, así como una fotocopia de su pasaporte y el permiso de residencia en España por estudios, que le permitía trabajar a tiempo parcial. Muy amablemente les suministró fotocopias de todo.

En el despacho, y a petición suya, los inspectores hablaron con varias de las compañeras que, según el encargado, mejor se llevaban con la chica. Todas coincidían en que las relaciones eran excelentes, pero de puertas para afuera era una tumba. Todo lo que sabían era que compartía piso con dos chicas. Ninguna pudo aportar ningún dato de su vida personal.

Luego se fueron a comer y quedaron en reunirse a las cuatro en la oficina.

El primero en regresar de comer fue Zafra. Se quitó la chaqueta y sacó del sobre los documentos que les había fotocopiado el encargado. Cuando los estaba desplegando encima de la mesa llegó Arturo.

—¿Qué tal has comido, pájaro? —preguntó Vicente.

—Una lasaña exquisita, con una ensalada César.

—¿Sólo?

—La compañía estaba mejor que la lasaña, te lo aseguro.

—La vida es tuya.

—¿Tú qué has comido?

—Tenía un plato de pollo al limón dentro del microondas y sobre él, una nota: «He salido de compras con mi hermana. Tres minutos y a comer. Te quiero». Eso he comido, un triste plato de pollo al limón.

—¿Qué tenemos? —preguntó, señalando las hojas que Vicente había desplegado.

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