José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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Zafra no se lo pensó dos veces. Con la mugrienta maleta golpeó la cabeza de la mala bestia que bufaba por incorporarse y cogiendo la mano derecha de Rafael por los dedos, como Arturo le enseñara en las clases que la había dado, tiró de esta con fuerza y otra vez volvió a golpearse la cara, quedando pegado al suelo boca abajo. Rápidamente Zafra sacó unos grilletes y se los puso en su muñeca derecha, retorció el musculoso brazo y pasándoselos a Arturo, este le esposó la muñeca izquierda de forma rápida.

Para mayor gloria de ambos, la detención quedó grabada en su totalidad y durante un tiempo sería visionada por innumerables agentes como método de detención rápido y eficaz.

Los vehículos policiales que se encontraban apostados en las salidas previniendo la posible fuga hicieron acto de presencia. Pusieron de rodillas al detenido y un agente con unos guantes especiales le cacheó desde esa posición, interviniéndole una navaja automática, tipo estilete, que introdujo en un sobre de plástico para pruebas. También se le incautó documentación y papeles que guardaron en otra bolsa diferente.

Rodeado de policías levantaron al detenido, le informaron de los cargos y le leyeron sus derecho, mientras le trasladaban al vehículo policial. Zafra le preguntó.

—Niño, ¿te cepillaste con esta navaja al Fino?

—Vete a la mierda, cabrón.

Por la mirada de odio que le dirigió, el inspector supo sin ningún género de dudas que esa navaja había sido la utilizada. También estaba convencido de que los de la científica encontrarían restos de sangre del Fino en ella, a pesar de haberla limpiado bien. Los del laboratorio eran capaces de encontrar restos en los sitios más insospechados.

—Te apuesto unas cervezas a que la navaja lo incrimina definitivamente —apostó Vicente.

—No me apuesto nada. Opino lo mismo que tú.

Los inspectores salieron de la estación y subieron a su vehículo. Se disponían a volver a comisaría para rellenar los informes sobre la detención cuando sonó el teléfono de Vicente.

—Dígame.

—Han encontrado el cadáver de una joven. El caso es vuestro.

—Hemos trincado al que, según el testigo, se cargó a un drogadicto anoche. Íbamos a comisaría a formalizar el papeleo.

—Olvidaos. Yo me encargo. Vosotros a trabajar.

—A sus órdenes —contestó Vicente con un deje de sorna en la voz.

Por la emisora les dieron la dirección.

Cuando los inspectores llegaron al lugar de los hechos, los policías de la científica se estaban quitando los monos. Habían fotografiado y etiquetado todo lo encontrado como posible prueba.

En ese momento el forense se encontraba inspeccionando el cuerpo.

Los inspectores se acercaron a un agente. No necesitaron identificarse, se conocían. Tras saludarse:

—¿Qué tenemos?

—Una joven. La encontró el del camión de la basura. Le han abierto la cabeza.

Se acercaron a los de la científica.

—¿Habéis encontrado algo relevante?

—Poca cosa —comentó uno de ellos—. Destacar dos cosas.

—Dime —le respondió Vicente.

—Se preocupó en eliminar las huellas en el suelo, tanto de sus pisadas como de los neumáticos.

—Un tío meticuloso. ¿Y la segunda?

—¿Ves aquellos matorrales? —Y señaló el lugar con la mano—. Justo donde empiezan y oculto por ellos, hay un antiguo tocón, un pino podado hace años. En su base encontramos un trozo del lumínico rojo de un coche. El raspado del tocón es muy reciente y el lumínico está excesivamente limpio. Con un poquito de suerte, son del hijo de puta que la mató. Pudo dar marcha atrás o maniobrar y no percatarse del golpe.

—¿Cuándo podrás decirme algo?

—Mañana. Te llamaré.

—¿Llevaba algún documento?

—En un primer momento no lo vimos, pues no había bolso ni cartera. Sólo cuando movimos el cadáver nos dimos cuenta del pequeño bolsillo del pantalón. Dentro llevaba este documento. —Y le mostró una tarjetita dentro de una bolsa transparente—. Supuse que la querrías ver.

Vicente la cogió. Se trataba de una tarjeta de empleada de una hamburguesería. Sacó una libretita del bolsillo y anotó el nombre. En la tarjeta únicamente constaba el nombre del establecimiento, el de la empleada y una foto.

—¿Es ella? —preguntó, dando por supuesto que se trataba de la misma joven.

—Sí.

—Podrías sacarme un par de copias de la foto. Así vamos adelantando.

—Claro. Ahora mismo te las doy. La tarjeta estará procesada y a tu disposición mañana.

—Gracias, chicos.

El forense caminaba hacia ellos quitándose la mascarilla y los guantes.

—Amigo Zafra, ¿cómo estamos?

—Muy bien, ¿y tú?

Le estrechó las manos.

—Un poco atareado, pero tú ya lo sabes. Somos como las funerarias, siempre tenemos demasiado trabajo —contestó el forense, siempre con esa media sonrisa sarcástica que lo caracterizaba—. Era una joven guapa y fuerte.

Se había girado. Mientras hablaba su mirada se había detenido en el cuerpo inerte.

—Bien. A lo que nos interesa. Murió entre la una y las tres. Fue golpeada con un objeto contundente, posiblemente una barra de hierro. Tiene el antebrazo partido, lo que nos hace pensar que vio venir el golpe, intentó pararlo y se lo partió. Un golpe en la parte frontal de la cabeza, de arriba abajo, le partió el cráneo como un melón. Ni qué decir que el golpe la mató. El cuerpo se desplomaría inmediatamente, pero antes de caer recibió un segundo golpe en el lado izquierdo del rostro, por supuesto, innecesario.

—¿No pudo recibir el segundo golpe antes? ¿Como un puñetazo, por ejemplo?

—No lo creo. Cuando limpie el cuerpo y estudie las lesiones más detenidamente os lo confirmaré. Pero los daños ocasionados por el impacto y la posición del cuerpo indican que recibió un segundo golpe cuando se desplomaba.

—Tuvo que ser un golpe rápido.

—Rápido y enérgico. Eso te descarta a menores de once años y mayores de setenta y cinco —le sentenció el forense.

—¿Has observado otras lesiones que nos puedan indicar que vino a este lugar por la fuerza, contra su voluntad?

—Su ropa puede ocultar alguna otra lesión. Cuando realice la autopsia las veremos. Pero sus muñecas están limpias y sus manos y uñas no indican lucha previa —atestiguó el forense.

—Muy perspicaz. ¿Nos vemos mañana?

—¿En tu casa o en la mía?

—Joder, Torres. Cómo estamos hoy...

José Miguel Torres, un veterano patólogo forense, amigo de Vicente Zafra desde hacía muchos años, le había comentado al inspector en innumerables ocasiones que todas aquellas personas que trabajan en profesiones donde la muerte es un elemento común en su día a día, con el tiempo adquieren una coraza que los protege contra lo que ven, lo que sienten, lo que temen: personal sanitario, que tratan con vivos sabiendo que sólo les quedan unos días de vida, sonríen al enfermo, lo cuidan, lo miman y lo tratan como si fuese a durar cien años, animan al familiar, pero saben que es el final de su vida; la policía, encontrándose todos los días con muertes irracionales, absurdas, adoptan unos mecanismos de defensa; cuando empiezan su jornada de trabajo, se ponen una camisa de indiferencia y encima, una chaqueta de profesionalidad, como si viviesen en dos mundos diferentes, el trabajo y sus vidas personales. Desde fuera pueden parecer insensibles, crueles y sarcásticos, pero es simplemente que no nos ponemos en su lugar. La realidad es para estos profesionales doblemente impactante. Por eso, Torres siempre le aconsejaba tomarse la vida con una pizca de ironía y humor.

—Pásate mañana por la tarde a eso de las cinco —terminó el forense, dándose la vuelta hacia su vehículo.

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