Fausto ha llegado una hora antes de que empiece la conferencia. Quiere recorrer la casa misteriosa de pisos que crujen ante el peso humano, silencioso sólo al paso de un fantasma. Su tía llegará al rato. El muchacho pide permiso para curiosear por el lugar a una mujer de unos sesenta años, de pelo rojo mezclado con canas. Su maquillaje le da un aspecto estrafalario. Esa noche doña Carmila (así dice llamarse la mujer) fue la encargada de abrir la logia, de contestar el teléfono y prestar los libros de la biblioteca –para ser leídos ahí mismo–. Fausto revisa nombres: Mario Roso de Luna, Jinarajadasa, La Doctrina Secreta, El hombre: ¿de dónde y cómo vino? ¿adónde va?, Rudolf Steiner, Los chakras, Aleister Crowley, Cábala mística, Cuando el sol avanza hacia el norte, Golden Dawn, Mabel Collins, El cristianismo esotérico o los Misterios Menores...
Fausto no sabe cuál libro pedir. Quisiera poder leerlos todos al mismo tiempo, lo invade una avidez por ese supuesto saber perdido en lo más oscuro de los tiempos y del cual el viejo orador había hablado casi oracularmente en las últimas semanas, de manera parecida a como la tía Herminia lo hacía durante los paseos de la tarde. Pero no, esos minutos previos a la conferencia no los va a dedicar a la lectura sino a recorrer los pasillos y salas de la casona. Fausto más bien observará en silencio retratos, viejas fotografías, caras místicas de los escritores teósofos, expuestos en las vastas paredes, entre otros de Roberto Brenes Mesén, de Rogelio Sotela, de María Fernández de Tinoco, alias Apaikán, autora del díptico Zulay y Yontá; de Krishnamurti recorriendo esa misma casa que él ahora recorre. Fausto respira un aire antiguo, una atmósfera cargada de misterios, de sombras y de súbitas iluminaciones: el aire espeso de la tradición ocultista.
—Una tacita de té –dice doña Carmila mientras la extiende humeante al joven. Fausto se siente sorprendido en sus ensoñaciones, le parece que la mujer se ha materializado repentinamente como uno de los Mahatmas tibetanos de Madame Blavatsky.
—Sí, gracias. No la oí acercarse.
—Qué raro. Con estos viejos pisos de madera que suenan tanto... Seguramente estaba ido en las fotos de la pared. Qué linda esa fotografía, ¿no le parece? Mire, ese señor que ve en esta esquina es don Julio Acosta, el expresidente teósofo que ayudó a botar a Tinoco, el militar usurpador (aquí entre nos, qué esposo el que se fue a buscar doña Mimita, todo un hombre de mano dura, con gustos espiritistas; doña Mimita no tanto, ella siempre fiel a la logia, aunque con sus desviaciones espíritas), y esta señora de acá es la niña de Mezerville, tan buena educadora..., don Mariano Coronado, el psicólogo, y acá está don Pepe Acuña, el poeta y gurú que vive retirado pero no aislado en su casa de Curridabat.
La mujer continuó dando nombres de personas que suponía que él debería conocer. Fausto miraba los rostros diluidos por el tiempo mientras sorbía un poco de té. A su lado, la faz empolvada de Carmila continuaba con su letanía de nombres muertos, verdadera retahíla necronomicónica de hombres y mujeres ya idos del San José tinoquista de 1917 y de después y que sin embargo seguían vivos en las palabras, en las fotografías y en los recuerdos de la polvosa Carmila. En el corredor teosófico, las palabras se perdían en el aire igual que el humo del té, frente a las viejas imágenes.
Después de la reunión formal, los miembros de la logia cambiaron de salón. Se trasladaron a uno más pequeño que servía de comedor durante festividades como el Día del Loto Blanco, el 8 de mayo, fecha de la desencarnación de Madame Blavatsky, o el día de Annie esant, el 17 de febrero, la misma fecha de la quema de Giordano Bruno (una de las encarnaciones anteriores –según se decía entre clarividentes corrillos teosóficos– de la señora Besant). Pero lo que esa noche se celebraba era el primer aniversario de Fausto en la logia.
Lo acompañaba la tía Herminia quien, entre sorbo de té y mordisquito de galleta integral, no dejaba de decir que su sobrino tenía un cuerpo joven pero un alma antigua. “Sin duda su buen karma lo ha traído a esta logia para que continúe su sendero evolutivo empezado en vidas pasadas. Es realmente un privilegio comenzar desde joven el estudio y la meditación ocultistas”.
—En el esoterismo no hay privilegios, mi querida Herminia –intervino tajante Eulogia–. Si Fausto está aquí se debe, como bien lo dijiste, a su propio karma, al fruto de sus acciones pasadas.
—Sí, claro –contestó sumisa Herminia, y sonrió ocultando su molestia por el tono autoritario de Eulogia. Además, lo dicho por la elegante teósofa le quitaba la posibilidad de ufanarse de haber sido ella –Herminia– la que trajera al joven a la logia.
Desde las primeras noches Fausto había demostrado un gran entusiasmo y una gran desenvoltura en los diálogos de logia que no habían pasado inadvertidos a otros miembros más antiguos. Las visitas del joven a la biblioteca, sus conversaciones con viejos teósofos, su facilidad de palabra que lo hacía un buen candidato a orador, fueron otros aspectos que entraron en su consideración, especialmente en la de Eulogia Montealegre, influyente miembro en el intríngulis teosófico.
En un ambiente en donde la edad promedio era de cincuenta y cinco años, la frescura y el talento del joven Fausto no podían dejarse de notar. Eulogia se dio cuenta del potencial del adolescente y desde entonces se convirtió en una especie de hada madrina que progresivamente fue desplazando la influencia de Herminia o, más bien, restringiéndola a los asuntos familiares, ya no a los de autoridad intelectual y mística.
Después de un rato de departir, se comenzaron a ir los primeros teósofos, no sin antes despedirse cálidamente del benjamín, como gustosos se referían a Fausto. Eulogia llamó aparte al festejado y lo condujo a la biblioteca. Ahí, a solas, sacó de su cartera un estuche que entregó a Fausto. El muchacho lo abrió y descubrió una dorada cadena con una estrella de seis puntas.
—Una estrella judía –exclamó él.
—Una estrella teosófica –puntualizó Eulogia.
Fausto se acordó del sello de la Sociedad Teosófica: una estrella de David encerrada por una serpiente que se muerde la cola y encerrando una cruz egipcia, coronado el astro davidiano por una esvástica y por un monosílabo sánscrito. OOOOOOOMMMMMMMMMMMM...
El joven se sintió muy emmmmmommmmmcionado por el regalo, al que imaginó cargado de sutiles efluvios. Entonces, mientras le decía “gracias”, abrazó a Eulogia, quien lo retuvo unos instantes sobre su pecho palpitante.
Esa mañana Eulogia no tenía ganas de levantarse. Podía percibir el sonido de la lluvia; el día estaría gris, húmedo, frío; invitaba a seguir en la cama, entre sábanas y cobijas tibias. Eulogia aceptó la soporífera invitación de la mañana, dio media vuelta en su amplia cama y durmió una hora más.
Una pesadilla la despertó y fue entonces cuando decidió levantarse. Se puso su bata de seda, dio unos pasos en su habitación penumbrosa mientras bostezaba perezosamente. Se acercó al secretaire que había sido de su padre, miró la fotografía de su hija y revisó la agenda del día. Bostezó una vez más, ahora de forma más prolongada. “Qué bueno que hoy no tengo que ir al hospital con las Damas Voluntarias. Ultimamente he estado tan metida en sus labores que he descuidado un poco los asuntos de la logia, también a mis amistades. ¡Qué le vamos a hacer! El servicio, la ayuda a los enfermos, olvidarse un poco de una misma y entregarse a los demás. Teosofía práctica. Si no, para qué tanto libro y tanta reunión de logia. Aunque debo reconocer que a veces, en días como hoy... Bueno, a ver, ah, sí, a las cuatro es el té donde Mimí Moncayo... se me había olvidado...”
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