VI. CARTA DE JUAN VELÁZQUEZ DE LEÓN A DIEGO VELÁZQUEZ, GOBERNADOR DE CUBA
Veracruz, 2 de julio de 1520
Muy magnífico señor y pariente:
Ya estará vuestra excelencia al tanto de la lucha librada en Zempoala entre el capitán Cortés y Pánfilo de Narváez. Ha sido la primera gran batalla entre españoles del Nuevo Mundo.
Querría, por ser vuestra excelencia quien es y por ser yo de su misma familia, que tengáis la versión mía de los hechos, por si esto pudiera llevaros a ser comprensivo con Cortés, y por si pudiese mediar entre vuestra excelencia y el capitán. Teniendo mi corazón desgarrado entre ambas lealtades, sería para mí una gran alegría ayudar a poner fin a esta enemistad que tanto daño hace a España.
Yo, excelencia, fui uno de los cuatrocientos soldados que acompañaban a Cortés. Sabiendo de la llegada de dieciocho navíos, en un principio los hombres se mostraron exultantes, por el efecto desmoralizador que provocaba sobre Moctezuma y los indios de Tenochtitlán, que no sabían cómo librarse de nuestra compañía. No escondo que Cortés alargaba la estancia, so pretexto de estar construyendo en la laguna nuestros bergantines.
El capitán Cortés, por el contrario, andaba preocupado. Él sospechaba las intenciones que podía traer vuestro servidor. Y aquello lo confirmó cuando supo que Pánfilo Narváez, hombre de total confianza de vuestra excelencia, se cruzaba mensajes con Moctezuma, desvelando que llegaba con intención de prenderle.
De inmediato, con la viveza que conoce vuestra excelencia, el capitán tomó la decisión de salir al encuentro de Narváez. Bien que, para evitar confrontaciones prematuras en campo abierto, avanzamos por veredas poco frecuentadas donde, cada poco, recibíamos embajadores de Narváez, a quienes se trataba con generosidad.
Al cabo, por mediación mía, quedó concertado un encuentro entre las dos tropas para el día veintinueve del mes pasado.
Para entonces acampábamos junto a un riachuelo a una legua de Zempoala, entre los prados y una vaquería donde ya se nos juntaba la gente de Veracruz dirigida por Gonzalo de Sandoval, que ya había tenido sus más y sus menos con Narváez.
Después de comprobar por nuestros corredores de campo que no había hombres de Narváez cerca, el capitán, que para irritación de aquel no quiso presentarse en el lugar de la cita, que era ese mismo día, nos reunió a última hora de la tarde y anunció que atacaríamos por sorpresa antes del amanecer.
De tanto que llovía, muchos nos alegramos.
Cortés, para tranquilizar a los inquietos, nos arengó.
—Estáis al corriente, señores, de que yo quería volver a Cuba a dar cuenta a Diego Velázquez del cargo que me disteis para poblar esta tierra en nombre de su majestad y que he rogado a don Carlos, con nuestras cartas, que deje estas tierras en gobernación a quienes las hemos pacificado. Tampoco ignoráis la poca amistad que nos tiene el obispo Fonseca, padrino de Diego Velázquez, de quien sabíamos había de darle esta merced a él o a algún incondicional suyo, como así ha ocurrido.
El padre Olmedo, a su lado, asentía a todo.
—Señores. Cincuenta de nuestros compañeros han quedado por el camino y tenemos numerosos heridos. Incontables veces nos han intentado quitar la vida. Mucho es el peligro afrontado, mucha el hambre y la sed, y más el dinero invertido en esta expedición. Y ahora Pánfilo de Narváez nos llama traidores y envía a decir a Moctezuma palabras que lo incitan a rebelarse.
Hubo mueras para Narváez.
Aquello tocaba la fibra belicosa de los hombres.
—¡Viva el rey don Carlos! ¡Muera Diego de Velázquez! ¡Muera Fonseca!
—Pero hoy no peleamos por la gloria o la conquista, sino por salvar nuestras vidas y la honra, pues nos vienen a prender, a robar nuestras haciendas. Aún no sabemos si traen otra cosa que favores del obispo de Burgos. Pero sí sabemos que dirán que hemos muerto después de haber robado y destruido una tierra en la que ellos son los verdaderos alborotadores.
»De modo, señores, que todo lo pongo en las manos de Dios y en las vuestras. Mañana habremos de vencer o morir, y solo venciendo recuperaremos la honra.
El plan era acercarnos con sigilo a Zempoala, donde no se nos esperaba, tomar los dieciocho cañones asentados delante de los aposentos de Narváez, en uno de los cúes, y, si se podía, prender a Narváez con sesenta hombres.
Para dar gravedad al momento, leyó la orden:
—Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor de la Nueva España por su majestad, yo mando que prendáis a Pánfilo de Narváez y, si se defendiese, matadle, pues así conviene al servicio de Dios y de su majestad.
El documento lo firmaron él y el escribano, y Cortés prometió tres mil pesos al que ayudara a prender a Narváez. A mí me ordenó que prendiese al otro Diego Velázquez, nuestro común pariente y tocayo vuestro. Con él bregaba en el campamento de Narváez, como emisario. Para ello me dio sesenta soldados.
—Bien sé que los de Narváez son más que nosotros. Pero ellos no están acostumbrados a las armas y no están a buenas con su capitán. Les tomaremos por sorpresa. Y Dios nos dará la victoria, porque más hacemos nosotros por Él que no Narváez. Por ello, señores, os pido que recordéis que más vale morir por buenos que vivir afrentados.
Una vez convenido que nuestro santo y seña en la batalla sería «Espíritu Santo», nos retiramos. Nos metimos bajo las mantas y pasada la medianoche nos despertamos y anduvimos bajo la lluvia sin tocar pífano ni tambor hasta que, llegados hasta el río, cogimos a los vigías de Narváez tan descuidados que los prendimos a todos menos a uno, que se fue al real, dando voz:
—¡Al arma, al arma, que viene Cortés!
Nadie se esperaba que osásemos atacarlos. Como seguía la lluvia, el río estaba hondo. Las piedras resbalaban. Era costoso pasar con armas. Aun así lo conseguimos con la suficiente celeridad y cargamos hacia la posición de artillería con tal ardor que los narvaecinos no tuvieron tiempo de dar sino cuatro tiros.
Las pelotas pasaron por encima de nuestras cabezas sin herir a nadie.
Sonaban tambores y aparecieron capitanes de Narváez a caballo, mal preparados y cansados de habernos esperado todo el día. Batallamos en torno a la artillería mientras los arcabuceros de Narváez disparaban desde sus aposentos en lo alto del cu. Ganados los falconetes, se los dimos a nuestros artilleros. Ellos los volvieron contra los guardias de Narváez. Mientras tanto, los narvaecinos echaron a Sandoval dos gradas abajo, pero los demás llegamos con nuestras picas en su ayuda.
Muy pronto se oyeron las voces que daba Narváez en la oscuridad:
—¡Santa María, Santa María, valedme, que me han quitado un ojo!
—¡Victoria, victoria, para los del Espíritu Santo, que Narváez está muerto!
Aun así no pudimos entrar en el adoratorio del cu hasta que a uno de los nuestros se le ocurrió poner en fuego las pajas por lo alto. Con el incendio salieron del templo gradas abajo los de Narváez. Y antes de que amaneciera, cuando la noche aún se disipaba, por fin prendimos a Narváez, entre grandes gritos.
—¡Viva el rey y, en su real nombre, Hernán Cortés! ¡Victoria, que Narváez ya está apresado!
3 La noche triste
Tras volver a Tenochtitlán, una vez derrotado Narváez, Cortés debe lidiar con las intrigas de Moctezuma y la rebelión general de los tenochcas.
«En este desbarato se halló por copia que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Moctezuma y a todos los otros señores que traíamos presos. Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hecho muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para donde íbamos…».
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