—Solo os digo lo que me parece el mejor consejo. No olvide vuestra merced que la soberbia, como dice la Biblia, es preludio de ruina. Piense que de no haber sido por la aparición de Narváez, de quien Moctezuma esperaba que os venciera, se habrían rebelado antes. Lo que está ocurriendo iba a ocurrir tarde o temprano. Ningún pueblo se entrega sin resistencia.
Los dos cortesanos de Moctezuma, que habían entendido perfectamente el sentido de estas palabras, fueron a contárselo a su señor. A Cortés no le importó.
—¡Que sepa de mi enojo ese indio! Mejor. Que le digan que o abre el mercado mañana mismo o que se atenga a las consecuencias. Díselo, Marina.
7
La Malinche volvió al rato: Moctezuma enviaba a decir que le resultaba imposible cumplir los deseos de Cortés, dado que su condición de prisionero le impedía desde hacía meses abandonar el palacio.
Si se quería reanudar la actividad del mercado, lo que correspondía era liberar a alguno de los caciques prisioneros, que saliera a hablar con el pueblo y se encargase de ello.
—Está ofendido y no conseguirás nada de él en esas condiciones.
A aquellos caciques los habían apresado en su día como represalia por lo sucedido en Veracruz junto con los jefes responsables, a quienes Moctezuma mandó traer a su presencia y a quienes se quemó en público, a modo de advertencia. La medida había producido el efecto contrario y había preparado la ciudad para la rebelión.
Tras considerar las palabras de su capitán, Cortés ordenó liberar a Cuitláhuac, hermano de Moctezuma y en tiempos señor de Iztapalapa.
Resultó ser un tremendo error: en cuanto el prisionero salió de Tenochtitlán, no tardó ni una hora en aparecer un soldado mal herido. Venía a la carrera de Tacuba, uno de los pueblos de la laguna donde se guardaban las indias que Moctezuma había entregado en su día a los españoles, entre ellas sus hijas.
—¡Está Tacuba llena de hombre en pie de guerra! ¡Vienen por la calzada gritando contra nosotros!
—¿Y la hija de Moctezuma? ¿Y el resto de las mujeres?
Al soldado le temblaba la voz.
—Me las quitaron. A todas… Me dieron heridas. Me tenían ya asido para meterme en una canoa, cuando logré soltarme…
Frente a su vida, las hijas de Moctezuma parecían poca cosa.
La Malinche no dijo nada, pero su mirada lo decía todo…
Cortés se volvió al capitán más cercano.
—Ve tú, Ordaz, con cuatrocientos soldados a Tacuba. Llévate ballesteros y escopeteros. Y procura pacificarlos sin guerrear lo más rápidamente posible.
Ordaz, que era tartaja y más de letras que de palabras, asintió en silencio. Salió de la estancia. Ya se levantaban voces por el edificio. Muchos recién llegados que contaban con descansar y se echaban en sus lechos tuvieron que prepararse para la lucha.
Ordaz salió a la calle con sus soldados.
Al traspasar la puerta vio que por la calzada de Tacuba llegaban centenares de tenochcas, lanza en ristre. En ese momento sonó, desde lo alto del Templo Mayor, el tambor del gran cu, con su tañido grave y fúnebre.
8
Había muchos guerreros en las azoteas y avanzando por las calzadas al son de las trompetillas y los tambores de guerra, y no tardaron en cargar contra los barbudos que salían.
En esa primera arremetida, ocho soldados fueron muertos.
—¡Santiago, Santiago! ¡Aguantad, que ahora llegan a rescatarnos! ¡Volvemos al cuartel de manera ordenada, señores!
Otro soldado cayó atravesado por una flecha en la cara.
Mientras los españoles volvían a entrar en el patio, donde ya se les abrían las gruesas puertas, se vio que llegaban más escuadrones por la calzada de Tacuba.
Muchos irrumpían también en el centro ceremonial. Los papas, saliendo no se sabía de dónde, subían a los adoratorios. Las calles de Tenochtitlán rebosaban de guerreros enardecidos que se animaban unos a otros, entre gritos y golpes en el pecho. Eran tantos y estaban por doquier y todos pintados de guerra, que algunos de los hombres de Narváez, menos curtidos que los de Cortés, lividecieron bajo sus barbas.
—Vamos a morir…
Uno miraba fascinado a la muchedumbre que se les echaba encima.
Se organizaron en el patio, mientras llovían las primeras lanzas y flechas. Los que podían se protegían con sus rodelas. Los arcabuceros y ballesteros aprovecharon que las puertas seguían abiertas para disparar. Dado lo compacto de la multitud, todos los disparos dieron en el blanco. Pero los atacantes eran tantos que apenas se notó.
A trancas y barrancas, los de Ordaz acabaron entrando. Las puertas se cerraron. Se distribuyeron por el interior del edificio y la azotea. Allí había un falconete que, antes de que los accesos se hubieran clausurado del todo, disparó con gran estruendo, haciendo pleno impacto en la muchedumbre. Pero tampoco se dispersó nadie.
—¡Son demasiados! —exclamó Alvarado, ya al frente de sus hombres en lo alto del muro. Aquella era la guerra que llevaba días librando. Tenía los ojos desencajados—. ¡¿Veis a lo que me refería?! —dijo, viendo a Cortés a su lado—. Llevamos jornadas soportando ataques como este. Ya no tienen miedo de enfrentarse a nosotros.
»Yo creía que se habían dispersado, pero sencillamente han querido esperar a que vosotros entrarais en palacio. Dicen que se ha puesto al frente Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma al que liberasteis, capitán —añadió, consciente de señalar el error—. Lo acaban de elegir su sucesor a toda prisa.
Fuera se oían los insultos que les lanzaban los tenochcas, provocándolos. Los mexicas les gritaban en náhuatl que eran como mujeres. Les agradecían haber liberado a Cuitláhuac.
A Cortés el desánimo se le reflejó el rostro. Sentía, por primera vez, que la situación lo superaba…
Pero se sobrepuso y empezó a dar órdenes. Gritó a Juan Velázquez y a los hombres que tenía más cerca que protegieran con barricadas los huecos en las fachadas.
Mientras tanto, fuera seguían los insultos.
Las antorchas volaban por encima de los muros y caían en el patio.
—¡Nos quieren quemar vivos! —gritó Andrés de Duero.
—¡Dios está de nuestra parte! ¡Empieza a llover!
Y era cierto: empezaba a llover, y con fuerza.
—¡Cargad y disparad a quienes se encaramen por los muros!
9
Durante horas, los escuadrones de tenochcas intentaron incendiar el palacio y quemar a unos teules que, por suerte para ellos, estaban bien atrincherados. Los arcabuceros disparaban por encima de los muros a los intrépidos que se encaramaban. Sus cuerpos caían las más veces fuera, algunas dentro.
Los atacantes empezaron a cansarse y los españoles respiraron. Para entonces el patio tenía la mitad de las losas destrozadas o levantadas de tanta pedrea. Se veían centenares de flechas y lanzas y cadáveres que se retiraban cuando era posible, para amontonarlos en el jardín o dentro. Al anochecer, los sitiados aprovecharon para curar a los heridos y reforzar puertas. Procuraban evitar, cuando salían a un espacio abierto, los proyectiles que llovían desde las azoteas vecinas.
Por fin, Cortés decidió hacer una salida. La idea era abrirse paso con un par de tiros, escopetas y ballestas. Sin embargo, los mexicas eran tantos que al cabo de pocos metros tuvieron que dar la vuelta y retroceder.
—¡Es inútil! —se lamentó Cristóbal de Olid, sudoroso, la coraza cubierta de sangre—. Les matamos treinta o cuarenta en cada arremetida, pero no se apartan. Están como poseídos. Son avispas enfurecidas.
Los tenochcas, enardecidos por el tambor del gran cu, que tañía con fuerza, y por los gritos de sus capitanes, estaban dispuestos a vencer o morir. Querían librarse de una vez por todas de los invasores que habían profanado sus ídolos, aprisionado a Moctezuma y colocado una cruz en lo alto del Templo Mayor.
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