Lucy Gordon
Un sueño imposible
Un sueño imposible (1998)
Título Original: His brother’s Child (1997)
Serie: 5° Mult. Baby Boom
– ¿Todavía queda mucho? -preguntó Donna con impaciencia
– Doce kilómetros más y habremos llegado a Roma -Toni la miró sonriente-. Eres tan guapa, carissima. Mi familia se enamorará de ti a primera vista… Igual que yo.
– Cariño, haz el favor de mirar a la carretera -le pidió intranquila.
– Sí, mamá -obedeció Toni en tono burlón.
– No digas eso. No pensarás que te trato como si fuera tu madre, ¿no?
– Por supuesto que sí, mi adorable mamaíta, siempre llamándome la atención: Toni, conduce más despacio; Toni, ten más cuidado: Toni…
– ¡Oh, No! -Exclamó Donna entre risas-. Haces que parezca una cascarrabias.
– Pero a mí me encanta. Me viene bien. Mi hermano Rinaldo te agradecerá mucho que me pongas firme. Él nunca lo ha conseguido.
Toni hablaba con su habitual alegría y buen talante, lo cual le recordaba a Donna que, con sus veintisiete años, era tres mayor que él. No es que le preocupara mucho, pero era complicado no reparar en ese detalle con lo infantil que a veces parecía Toni. Le dirigió una mirada afectuosa: tenía ese aspecto tan atractivo de los latinos del sur de Italia, donde había nacido. Recordaba lo mucho que sus amigas la habían envidiado cuando Toni Mantini había empezado a cortejarla…
Lo había conocido en el hospital donde ella trabajaba como enfermera, adonde lo habían llevado después de que el coche de Toni perdiera una pelea con una farola. Él le había referido el accidente con gran sentido del humor. Apenas estaba herido y el seguro pagaría los arreglos del coche; así que, ¿por qué iba a tener que preocuparse?
Donna no había averiguado aún qué podía haber atraído a ese despreocupado chico italiano, para que se fijara en una mujer tan seria como ella. Pero cuando le dieron el alta, Toni había seguido yendo a verla hasta que Donna había accedido a salir con él.
Luego le aseguró que la amaba en numerosas ocasiones, apasionadamente, lo cual la había dejado sorprendidísima, pues ella no se consideraba guapa en absoluto.
– De eso nada -le había dicho él al adivinar sus pensamientos-. Eres como una Madonna, con tu cara serena y ovalada, tu cabello negro y tus grandes ojos. Cerca de casa hay una iglesia pequeña con un cuadro de la Madonna sujetando a un bebé. Te llevaré para que la veas por ti misma. Así que no cambies nunca, carissima.
Donna estaba encantada de verse a sí misma a través de los ojos de Toni. Lo quería por eso y por otras muchas cosas: por su amor por la vida, por su infantil entusiasmo, que podía hacerle cometer algunas locuras, por su risa despreocupada… Pero, sobre todo, lo amaba porque él la amaba a ella.
Era ya mediodía y el sol calentaba en las alturas.
– ¿ Tienes calor? -se interesó Toni.
– Un poco -admitió-. La verdad es que después de estar en Inglaterra, me gustaría que me metieran en la nevera.
– Pobrecita. Esta noche te dejaré descansar en casa, a la sombra -concedió Toni-. Pero mañana iremos de tiendas y te compraré ropa nueva y alguna joya. Quiero verte reluciendo con rubís.
– ¡Siempre tan soñador! -exclamó Donna sonriente-. Sabes que no puedes permitírtelo.
– ¿Quién dice que no puedo permitírmelo?
– Bastante apurado estás ya con los plazos de este coche.
– ¿Apurado?, ¿yo?, ¿por qué dices eso? -preguntó poniendo cara de inocente.
– Recuerda que vivo contigo y me entero de las cosas -sonrió Donna.
– Sí, claro -Toni se encogió de hombros-. Pero sólo estoy un poco apurado. No estás enfadada conmigo, ¿verdad, cara?
– ¿Cómo vaya estar enfadada contigo? -le preguntó con ternura.
Ella sólo podía estar apasionadamente agradecida a ese jovenzuelo que había llenado su vida de calor y color. El la amaba, y eso la colmaba de felicidad.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que un hombre la había querido. A los siete años, su padre se había ido de casa para arrojarse en brazos de otra mujer y, tras el divorcio, a pesar de que se habían visto en alguna ocasión. Donna había acabado comprendiendo que no había espacio para ella en la nueva vida de su padre.
Luego, tres años después, su madre había muerto.
Pero ni siquiera entonces se había ocupado su padre de ella y Donna había terminado por perder las esperanzas de recuperarlo
El resto de su infancia había transcurrido en un orfanato. Había tenido dos familias adoptivas, una de las cuales había acabado divorciándose. La otra tenía muchos hijos.
Donna había cumplido ya los catorce y había cuidado a los pequeños. Le gustaba saberse necesaria, pero su madre adoptiva le había dejado bien claro que ella estaba allí porque le resultaba útil, no porque la quisieran.
Al final, con dieciséis años, había salido del orfanato y, aunque había seguido escribiendo a su última familia, nunca habían respondido a sus cartas.
Con un pasado así, no resultaba extraño que encontrase a Toni irresistible. Todo lo que tenía que ver con él le parecía encantador, hasta su nacionalidad. Italia siempre había sido el país en el que Donna había soñado vivir. Había llegado a estudiar italiano, pero, debido a lo poco que podía ahorrar con su sueldo, nunca había tenido ocasión de irse allí, ni siquiera durante unas vacaciones. Siempre había imaginado Italia como un país alegre, colorido y de grandes y cariñosas familias. Le daba pena que la familia de Toni se redujera a un abuelo y a su hermano mayor, Rinaldo; pero algo era algo.
Pronto los conocería y pronto, muy pronto, dejaría de ser la solitaria Donna Easton, para convertirse en la Signara Mantini, embarazada de un bebé Mantini.
La idea llevó a Donna a acariciarse el estómago cariñosa y maternalmente. Aún era muy pronto para que se notara, pero el bebé ya estaba dentro de ella; el mayor tesoro que compartiría con Toni.
Le había costado comunicarle que estaba embarazada, temiéndose lo peor. Un joven tan atolondrado como él, pensó Donna, no querría verse atado con veinticuatro años. Pero Toni había reaccionado de manera maravillosa, emocionado.
– ¡Vas a ser mamá! -había repetido mil veces, contentísimo. Desde entonces, había sido aún más tierno y afectuoso con ella y Donna lo había empezado a amar más si cabe.
Había insistido en que tenían que casarse en cuanto conociera a su familia y, tras llamar a Rinaldo, le había anunciado que tenían que ir a Italia en seguida.
– Sólo les he dicho que les presentaré a mi prometida -la informó Toni-. Lo del niño se lo diremos cuando lleguemos allí.
– Pediré que me den la baja de maternidad en el hospital -comentó Donna.
– ¡No!, ¡no! Diles que no volverás a trabajar allí.
– Toni, no creo que ésa sea una buena idea.
– ¡Mi mujer no trabaja! -sentenció él con tal solemnidad que a Donna le costó no echarse a reír-. Está bien, ya sé que tendré que conseguir un trabajo mejor. Quizá me ponga a trabajar con Rinaldo.
– ¿En Italia? -preguntó entusiasmada-. ¡Sería maravilloso!
– Perfecto. ¡Pues ya está! ¡Decidido!
Toni era así: Donna estaba segura de que hasta ese preciso instante él no había pensado jamás en irse a Italia a trabajar. Pero, de pronto, estaba decidido.
Así, unos días más tarde, estaban metiendo sus cosas en el coche, dispuestos a emprender un largo viaje a través del Canal de la Mancha y pasando por Francia y Suiza antes de llegar a Italia. Habían parado varias noches, pues Toni no quería que Donna se cansara, y la última habían pernoctado en Perugia. Esa mañana habían amanecido temprano para cubrir el último tramo hasta Roma.
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