Al ver a su antiguo señor en la azotea, se hizo el silencio entre la multitud. Era ya de día. La quietud se extendió de edificio en edificio. Los tambores de guerra cesaron.
Consciente de su dignidad, Moctezuma se encaró con el sol, que asomaba a lo lejos por detrás de los grandes templos del centro ceremonial. Lo rodeaban varios caciques y criados que le cubrían con un pequeño palio, para protegerlo de la lluvia.
Sobre el cielo de Tenochtitlán permanecían vestigios del humo negro del incendio del gran cu. Desde lo alto de las pirámides, observaban los papas.
Poco a poco las terrazas de otros edificios y las calles entre ellos se iban llenando de guerreros adornados con pinturas que aguardaban expectantes las palabras del tlatoani.
Moctezuma aspiró el aire de la mañana con fuerza.
Con voz clara y potente gritó a los hombres que se acercaban con sus macanas y lanzas:
—¡Escuchadme, pueblo de Tenochtitlán, y llevad mis palabras a mi hermano Cuitláhuac! ¡No estoy preso! ¡Durante todos estos meses he permanecido con los teules, en espera de que construyeran sus casas flotantes para regresar a su país!
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—¡Vivo entre ellos por mi voluntad y puedo dejar el palacio de mi padre Axayácatl e irme con vosotros cuando me plazca! ¡Cesad el combate, que ninguna razón tenéis para luchar, cuando los teules prometen abandonar Tenochtitlán! ¡Con ello quedaremos todos satisfechos! ¡Dejad la guerra, hijos míos, y Malinche y Tonatiuh abandonarán nuestra ciudad y nuestra tierra, tal y como esperáis!
Entre quienes se aproximaban a los pies del palacio, los caciques ordenaban a los hombres callar. La lluvia de piedras había cesado. Mientras Moctezuma alzaba la voz, un puñado de jefes en la azotea más cercana hablaba entre sí en susurros.
Por fin, cuatro hombres principales salieron de detrás de una de las barricadas.
Se destacaron delante de los escuadrones en la calle, se acercaron a los muros de palacio y uno, un guerrero que les era familiar, empezó a hablar.
—¡Oh, nuestro gran señor, cómo nos pesa todo vuestro mal y el daño que se ha hecho a tus hijos y parientes! ¡Pero sabe que los mexicas ya han levantado a tu hermano Cuitláhuac por tlatoani! ¡Tus palabras no aprovechan para que cese esta guerra!
»¡Huitzilopochtli ha hablado y dice que no les dejará salir a ninguno con vida! ¡Dile a Malinche que todos los teules van a morir! ¡Demasiado tiempo les hemos permitido vivir en paz entre nosotros! ¡Sus pecados son grandes!
Cortés, junto a Moctezuma, se volvió hacia Marina.
—¿Quién es?
—Cuitláhuac, señor de Iztapalapa… Vos mismo lo liberasteis.
A Cortés se le torció el gesto. Aquel hombre formaba parte de los principales a los que había encadenado cuando se supo del descalabro de Veracruz. Pensar que lo había tenido en sus manos, cargado de grillos, le hizo sentirse irritado consigo mismo.
Era de los que más inquina había demostrado hacia los españoles. Siempre silencioso. Negándose a hablar con ellos. En un tlatocán mantenido por Moctezuma nada más saber del desembarco de los españoles, Cuitláhuac fue el único en oponerse a quienes querían recibir en paz a los teules: «Mi parecer es, gran señor, que no metas en casa a quien de ella quiere echarte».
Cortés había mandado liberarlo. Siendo hermanos, pensaba que el mantener a Moctezuma prisionero lo contendría. Sin embargo, había subestimado su ira y sus capitanes le reprochaban su error.
—Dile que cese la guerra.
Marina alzó la voz al traducirlo.
Con su timbre agudo, lanzó sus palabras. La respuesta fue inmediata.
—¡No es posible!
A Cuitláhuac se le notaba, en la cara pintada, la satisfacción. Tenía los ojos encendidos por el odio. Era un hombre más fuerte que Moctezuma, decidido y consciente de que llegaba su momento.
—¡Hemos prometido a nuestros dioses no dejar de guerrear hasta que todos los teules estén muertos! ¡Por eso rogamos cada día a Huitzilopochtli y a Tezcatlipoca que guarde a mi hermano Moctezuma libre y sano, y nos perdone!
De pronto apareció otro hombre que alguien dijo era Cuauhtémoc, un joven de veintipocos años, sobrino de Moctezuma, bien proporcionado y de tez algo más clara, que según las complicadas normas de sucesión mexica estaba llamado a ser su heredero. Para hacerse ver bien de los suyos, se destacó de entre un grupo y, antes de que Moctezuma hablase de nuevo, gritó con rabia:
—¡Calla, bellaco afeminado, nacido para tejer y no para ser tlatoani! ¡No nos engañas, Moctezuma! ¡Esos perros barbados que tanto amas te tienen preso desde hace demasiado, y tú eres un guajolote que ni siquiera intentas liberarte! ¡Hablar como hablas solo es posible si yacen contigo y te tienen por su manceba!
Tendió su arco y, aunque su flecha no le alcanzó, otras la siguieron y las piedras se sucedieron de tal manera que mientras los principales tenochcas se retiraban, de entre sus filas surgió una nueva catarata de proyectiles.
Los españoles cubrieron a Moctezuma con sus rodelas, pero no con la suficiente presteza: le golpearon tres piedras y una en la cabeza hizo que el penacho cayese al suelo.
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—¡Ponedlo a resguardo!
Los barbudos arrastraron al tlatoani hacia el interior. Un sirviente que intentaba coger el penacho a punto estuvo de morir.
Cortés se abrió paso entre el grupo que protegía a Moctezuma…
El tlatoani tenía el cráneo ensangrentado, la piel amoratada y abultada allí donde le había golpeado la piedra.
—¿Es grave?
Impresionaba verlo sin penacho, con el cuero cabelludo lleno de sangre, conmocionado por el golpe. Había perdido toda su dignidad y ahora era un hombre agotado y humillado, que intentaba ponerse en pie rechazando su ayuda. Lo acompañaron sus caciques de vuelta a su aposento.
—Está más que enfermo —dijo Cristóbal de Olid—. Le han matado su orgullo. Su propio hermano y su pueblo acaban de renegar de él en público. Eso es peor que la muerte.
Moctezuma era la baza más importante que les quedaba y Cortés soltó una exclamación de ira, en medio del silencio de los presentes. Entre los guardias de Moctezuma, algunos contestaban fuera de sí a los insultos que seguían llegando de la calle.
—Y ahora preparaos porque, si muere, ninguno de los presentes saldremos vivos de Tenochtitlán —dijo Alvarado.
II. HACIA LA NOCHE TRISTE
Palacio de Axayácatl, 28 de junio de 1520
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Las palabras de Alvarado resultaron proféticas: aunque las heridas no eran de gravedad, entre el desánimo de ver que su pueblo se volvía contra él y el sentirse despreciado por Cortés, Moctezuma se fue apagando.
La agonía duró tres días.
En uno de sus raros momentos de lucidez, el tlatoani llamó a Malinche para comunicarle sus últimas voluntades. Mirándolo con ojos opacos, le suplicó que velase por sus hijos. En especial su hijo Chimalpopoca y tres niñas de corta edad, sus joyas más preciadas. En sus últimos instantes parecía reconciliado con su destino.
—No te apenes por mí, Malinche. Morir es tan sencillo como nacer. Según el padre Olmedo, lo dice en vuestro libro sagrado… La vida es una ráfaga de viento… Las nubes se disipan y desaparecen…
Aquello emocionó a Cortés, quien murmuró unas palabras de asentimiento para confortar el ánimo de su antiguo enemigo.
Los españoles estaban alteradísimos. Muchos se lamentaban, conscientes de que con Moctezuma se perdía toda posibilidad de salvarse. El propio Cortés se revolvió contra el padre Olmedo. Le reprochó no haber sabido convertirle a la fe verdadera…
El arrebato era tan tremendamente injusto, que el mercedario se mostró dolido.
—No creí que pudiese llegar a morir de esas heridas…Tantos meses aguantando, y ahora…
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