—¡Cuánto me alegro de veros!
4
Alvarado se justificaba en medio de un corro que incluía a los indios de Zempoala que entendían algo de castellano.
Contó que todo había empezado a ir mal nada más partir Cortés.
—A los tenochcas no les gustó que colocásemos la imagen de Nuestra Señora y la cruz en lo alto del Templo Mayor. Que además destruyeses a sus ídolos tenía a los sacerdotes alborotados. Se sabía que llegaban navíos con muchos españoles enemigos nuestros y el ánimo no era bueno… Hacía tiempo que los caciques buscaban ocasión de rebelarse…
Alvarado estaba poco acostumbrado a que el de Medellín no despejase el ceño.
—Mi lengua y nuestros indios, que rondaban por los templos, nos pusieron al tanto de que, como quedábamos pocos, habían decidido matarnos. Eso lo confirmó también alguno de los criados, a los que interrogué yo mismo…
El interrogatorio consistía en poner a uno de los indios contra la pared y aplicarle brasas en el estómago mientras Tonatio, rojo de ira, le gritaba que confesase. El primero murió, pero los otros confesaron todo lo que se les sugería y más. Eso sin contar con que el lengua tenía tendencia a decir lo que los barbudos quisieran oír.
—Esa noche empezaron a sonar los tambores del gran cu. Una turba destruyó los barcos que construíamos en el embarcadero. No queda nada. Había mucha antorcha encendida y sabíamos, por los sirvientes de Moctezuma, que estaban sacrificando muchachos a Huichilobos, y vos habíais ordenado muy claramente que cesase todo eso.
Alvarado buscaba su aprobación, pero el de Medellín seguía sin pronunciarse. Los capitanes oían la lamentable explicación. Alvarado, alto y grandote como era, pese a sacarle una cabeza, parecía encogerse delante de Cortés. En el patio algunos hombres se acercaban al pozo y saciaban su sed con sus cazos de campaña.
—El caso es que al final decidimos aplicar la táctica que nos ha servido siempre: atacar nosotros primero.
—¿A quién y dónde?
—Sabíamos que los caciques rebeldes estaban en lo alto del gran cu —Alvarado volvió la cabeza. El Templo Mayor asomaba, hacia el este, por encima de los demás cúes— con los papas, bailando y preparándose para los sacrificios…
Cuando llegaron, la fiesta se hallaba en su apogeo.
En el centro de la explanada, al pie de la pirámide, los músicos se afanaban con sus flautas. Varios cientos de bailarines de ambos sexos se movían en círculos siguiendo el ritmo con las manos entrelazadas. Cerca de tres mil personas arrimadas a las paredes o sentadas en el suelo contemplaban la tlanahua, la danza del abrazo.
A una señal de Alvarado, un soldado se acercó a uno de los músicos y le cercenó las manos de un espadazo. A continuación, los barbudos se lanzaron sobre el gentío y comenzó la carnicería que intentaba justificar Alvarado con torpeza.
—Matamos a todos los que pudimos. Tanto abajo como en lo alto del cu…
Eso explicaba las enormes manchas en la explanada del centro ceremonial. Los cuerpos habían sido retirados desde entonces, pero las manchas de sangre quedaban.
—Tengo entendido que os pidieron licencia para celebrar el rito y los bailes. De modo que, si entiendo bien, lo que ha sucedido es que, después de otorgar el permiso, os presentasteis en el gran cu y os dedicasteis a matar a todo el que se os puso por delante.
Los ojos de Cortés brillaron de ira contenida.
5
—¡Ellos eran miles! ¡Era la única manera de vencerlos! ¡Tomarlos desprevenidos! ¡Sabíamos que sus caciques los excitaban contra nosotros! —se exaltó Alvarado. Y en tono más contenido, casi lastimoso, añadió—: Amedrentarlos era la única manera de garantizar nuestra seguridad.
—Es evidente que no dio los resultados deseados.
—¡A los indios los enardeció la matanza! A partir de ahí no pararon de sonar tambores y nos hicieron la guerra. Rodearon el palacio y nos flecharon… De no haberse sabido de tu victoria, no habrían parado hasta matarnos.
En realidad, el asedio finalizó cuando Moctezuma se asomó a la azotea a hablar a los atacantes. Sus palabras convencieron a su pueblo, acostumbrado a obedecerle, de retirarse a cierta distancia del palacio. A partir de ese momento cambiaron de táctica. Levantaron barricadas esperando que la sed y el hambre forzaran a los teules a capitular. El asalto se transformó en sitio.
—Pues parece que has errado de medio a medio. Esta acción ha sido un tremendo desatino.
Los ojos de Cortés, tan vivos y de expresión alegre por lo general, se fijaron con dureza en Alvarado, que con toda su envergadura humillaba la cabeza.
—¡Hemos defendido la posición durante un mes, capitán! ¡Hemos estado a punto de morir todos nosotros, visto el gran número de guerreros que pretendían quemar el palacio!
»De no ser por el tiro de los falconetes, que destrozó a muchos indios, no salimos vivos. Sin este pozo abierto en el patio, habríamos muerto de sed. Y menos mal que antes de irte ordenaste traer de Tlaxcala maíz, guajolotes y alimentos para las tropas…
En el interior del palacio, soldados y capitanes se distribuían por los aposentos.
—O sea, que esto era el gran recibimiento que nos esperaba —dijo Andrés de Duero.
Cortés volvió la cabeza. Durante unos años habían sido los dos secretarios de Diego Velázquez. Andrés de Duero, pequeño, cuerdo, callado, escribía bien. Pero Cortés le llevaba ventaja en ser latino, en haber estudiado leyes en Salamanca. Además, decía gracias y era más dado a comunicar. Que antes hubieran sido pares no facilitaba su relación.
—¿Hay alguien que quiera decir algo más?
—Quiero recordaros que nos asegurasteis que en Tenochtitlán nos recibirían con grandes muestras de cariño y presentes de oro.
Había enfado y decepción a partes iguales entre los hombres de Narváez. Alguno incluso se atrevió a murmurar a espaldas de Cortés. Pero la situación era demasiado grave para perder el tiempo con recriminaciones. Aparte de que, si algo había aprendido en sus años de mando el de Medellín, era que intentar sujetar las lenguas maledicentes es como querer poner puertas al campo.
—Todo lo que dije se cumplirá cuando restablezcamos la situación. Y ahora, id a instalaros con los demás.
6
Ya ni siquiera aparecían por palacio los criados cargados de alimentos que antes eran habituales. Durante su ausencia, la mayoría de los servidores de Moctezuma habían sido ejecutados por traición o habían huido. Los únicos que quedaban estaban prisioneros junto con algunos caciques cercanos a Moctezuma, encadenados en una de las estancias.
Preocupado, Cortés envió a algunos soldados a requisar provisiones en el mercado de Tlatelolco.
Por desgracia, los hombres regresaron con las manos vacías: en la plaza no quedaban comerciantes. Estaba totalmente desierta. Igual que la mayoría de las casas de los alrededores.
Mientras Cortés descansaba bebiendo un xocolatl con Marina en una mesa baja, se le acercaron dos servidores a transmitir un mensaje de Moctezuma. El tlatoani pedía verle en privado.
—Que espere el muy perro, que ni siquiera nos da de comer.
Eso no gustó a los capitanes.
Juan Velázquez, que andaba preparando su lecho cerca, observó:
—Señor capitán, temple su humor y recupere la magnanimidad. Piense que de no haber intervenido Moctezuma, como dice Alvarado, no estaría vivo para contarlo ningún español en Tenochtitlán. No olvide vuestra merced que aplacó a los tenochcas, cuando los papas les decían que, aprovechando que luchábamos con Narváez, debían matarlos a todos.
—¡Qué cortesía merece un perro que se conchaba secretamente con Narváez a mis espaldas!
Era la primera vez que Cortés se mostraba tan vengativo. Los afanes de la guerra hacían que sus nervios, hasta entonces de hierro, se resintiesen.
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