—Yo solo quiero hacer ver a vuestra señoría que hasta el momento Cortés ha conseguido ganar el amor de sus hombres con victorias y liberalidades. Mientras que vuestra merced recién llega y por el momento estáis suscitando la hostilidad de vuestras propias tropas. Eso no puede sino reforzar a Cortés. Y no debéis permitir que se pase ninguno a sus filas, pues con ello se equilibraría la partida, si llegare a haber combate, que Dios no lo quiera, mientras que, como os digo, ahora mismo son los hombres de Cortés los que piensan pasarse a vuestro bando. Permitir que se acerque y negociar con él, como os ruego, va en provecho vuestro.
—Cortesillo lleva semanas haciendo oídos sordos a mis mensajes, y ya no cabe otra solución que enfrentarnos en campo abierto —dijo Narváez.
A un lado, en un braserillo de arcilla que figuraba al dios del fuego totonaca, quedaban, entre las cenizas, brasas de la noche anterior. Aunque la región era calurosa, durante las horas nocturnas refrescaba. Se oía a los caballos removiéndose en el patio, y en tono muy alto, como buenos españoles, las voces de los hombres que vivaqueaban en el exterior.
—Sabéis, señor capitán, que Cortés es arrojado porque no le dejáis salida. No puede dar marcha atrás. Vuestra llegada lo pone entre la espada y la pared. Ya le costó aplacar a Moctezuma diciéndole que no eran ciertas las noticias que le llegaban de vuestra merced, y por eso viene aquí a hablar con vuestra señoría
—¿Para hablar? ¡Para guerrear, querréis decir! Si no, no se acercaría por veredas y con tantas precauciones para que no lo prenda.
3
El padre Olmedo tenía una difícil papeleta. En realidad, la había tenido desde que acordó con Cortés realizar este doble juego. Halagando por una parte a Narváez y por otra repartiendo sus dádivas entre los miembros de la expedición más críticos con don Pánfilo. Entre ellos el que fuera secretario, con él, del gobernador en Cuba, Andrés de Duero, que ejercía también de mensajero de Narváez.
La estrategia de Cortés era ir ganando adeptos con sus regalos, según se acercaba con cautela a Zempoala. Y cada vez había más gente dudosa. La capacidad de Cortés para someter y mantener pacificado un vasto imperio con solo cuatrocientos hombres, contrastaba con las torpezas de Narváez…
Más allá de que a algunos les tentase la generosidad cortesiana, resultaba evidente que el carácter autoritario y nada dado al consenso de Narváez no hacía sino ofender a los caciques allí por donde pasaba, sin conciliar el amor de los suyos, y ya estaba consiguiendo que en el campamento hubiera cerca de un centenar de hombres dispuestos a cambiar de bando. Pero hasta con esas, las fuerzas de Narváez no dejaban de ser enormemente superiores.
—La pena es que Moctezuma no se haya decidido a masacrarlo en Tenochtitlán.
Con un suspiro, Narváez rellenó su jarra de vino. La complejidad de la situación, tanto ir y venir de embajadores con mensajes a veces contradictorios, le irritaba grandemente. A él le gustaba simplificar los problemas, reducirlos a amigos o enemigos, a un sí o un no, blanco o negro, leales y traidores. Los infinitos matices de la diplomacia le impacientaban.
—En todo caso, lo cierto es que ahora tenemos a Cortesillo a nada de aquí, con buena parte de sus hombres, habiendo dejado en Tenochtitlán ochenta españoles para controlar una ciudad de muchos miles. ¿Creéis que lo logrará? —preguntó con malicia. Clavó en el fraile sus ojos, a esas horas ligeramente enrojecidos por el alcohol. Llovía. El día, fuera, estaba triste. Poco había que hacer aparte de beber y lidiar con indios que obedecían de mala gana.
—Capitán Narváez, yo creo que ochenta no podrán controlar a tantos indios, a menos que Moctezuma lo quiera…, y seguramente, si no ha hecho nada hasta ahora, es porque espera que le hagáis vos el trabajo sucio. Y tampoco cuatrocientos hombres, por mucho que traigan picas largas, podrán contra los más de mil que son los vuestros, y menos si favorecéis con un mínimo de dilación las deserciones. Vuestra merced sabe que las matemáticas son exactas y no mienten.
—Es lo único aquí que no miente.
—El problema de la política, capitán Narváez, es que a menudo no entiende de números. Los designios de Dios, bien lo sabemos los españoles, son inescrutables.
—Es cierto. La fortuna es antojadiza y hasta hoy ha favorecido a Cortesillo, pero veremos en adelante. ¿Bebéis?
—Es pronto aún. A los frailes no nos conviene abusar del tinto, no se preocupe por mí vuestra merced.
—¿Qué es ese alboroto?
En el patio se oían voces. Narváez se levantó: sus hombres venían escoltando a un español que llegaba a pie sujetando las riendas de su caballo.
—Señor, acaba de llegar el capitán Juan Velázquez de León.
La noticia euforizó a Narváez.
—Decidle que pase. ¡Que pase de inmediato!
4
Hacía muchos días que Narváez decía que de los hombres de confianza de Cortés el más cercano al gobernador, por vínculos de familia, era Juan Velázquez de León, primo de Diego Velázquez, y enviaba con cada embajador recado para que le recordasen que cuando quisiera lo acogería con los brazos abiertos.
—¡Va a resultar que tenéis razón, padre! Y es solo el principio —exclamó, con una carcajada satisfecha.
Olmedo, algo sorprendido, se removió en su silla. El buen fraile no veía claro lo que podía significar la inesperada visita de Juan Velázquez de León. Temía un cambio de planes.
Pero Narváez ya abría la puerta para que el recién llegado, posiblemente el hombre más apreciado por Cortés después de Alvarado y Sandoval, entrase escoltado por sus soldados.
Las corazas de ambos se entrechocaron, al estrecharlo en un efusivo abrazo.
Narváez siempre había dicho que, si Juan Velázquez se pasaba a su bando, Cortesillo era hombre muerto.
—¡Velázquez, cuánto tiempo, vive Dios!
—Me alegro de encontraros en buena salud, señor. Y a vuestra reverencia también, padre —repuso Juan Velázquez, tan sorprendido por la cordialidad de la acogida como los demás.
Quienes venían de fuera llegaban con los cabellos y las barbas mojadas. A partir de finales de mayo llovía mucho por aquella zona de clima generalmente seco y caluroso.
Viéndole, Narváez, que como buen castellano era dado a los caldos, dijo:
—Sentaos. Decidle a esos indios, padre, que traigan algo de comer, y sobre todo otro jarro de tinto, que este hombre lo merece.
—Os lo agradezco.
Juan Velázquez se había presentado en el palacio del Cacique Gordo, el aliado más fiable de Cortés. Tras encontrarlo deprimido y rodeado de los soldados de Narváez, se había dirigido directamente a la posada donde le dijeron estaba este, no lejos del cu principal.
Su mozo de espuelas se quedó en el patio con los guardias.
Hombre de buena presencia y frondosa barba, Velázquez llevaba una cadena grande de oro echada al hombro que le daba dos vueltas debajo del brazo y que lucía bien a la vista.
—¿Cómo habéis tardado tanto en presentaros? ¡Sentaos, pardiez!
Narváez mandó traer sillas. Ordenó a sus criados colocar el caballo y el fardaje del recién llegado en su propia caballeriza.
Pero Velázquez hizo gesto de que no era necesario.
—¿Cómo no?
—Solo vengo a presentaros mis respetos, don Pánfilo, antes de volver al campamento con el capitán Cortés. Os traigo recado de que nuestros hombres están a pocas leguas de aquí, y que el capitán está dispuesto a parlamentar cuando lo estiméis conveniente.
»Fijad vos el lugar del encuentro, tanto para hablar como, si lo preferís, para combatir. Allí donde le emplacéis, estará. Cualquiera de los llanos que rodean Zempoala es bueno para nosotros.
Читать дальше