José Ángel Mañas - Conquistadores de lo imposible
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¿Quiénes eran Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre? ¿Quiénes sus acompañantes en esos viajes y qué encontraron en aquellas tierras? ¿Qué los llevaba a regresar una y otra vez al fascinante Nuevo Mundo?
Con su característico estilo realista, José Ángel Mañas novela la mayor epopeya de la historia de España, recreando las dramáticas circunstancias de la más extraordinaria aventura protagonizada por nación alguna.
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Obviamente, la noticia de Veracruz los animaba a ser aún más precavidos.
Moctezuma no parecía inquieto y, si sabía algo, no lo manifestaba. El jefe de los teules, después de una reverencia y sin perder su media sonrisa, no se anduvo por las ramas.
—Señor Moctezuma, maravillado estoy de que, siendo tan valeroso príncipe y diciéndose nuestro amigo, mande a sus capitanes en la costa tomar armas contra mis españoles de Veracruz y saquear pueblos que están bajo el amparo de don Carlos. Sabréis que vuestros guerreros han matado a un teule hermano mío.
No quiso desvelar que más soldados malheridos habían muerto, por que no se envalentonaran los mexicas de Veracruz. Más tarde se supo que al español prisionero le habían cortado la cabeza y se la habían enviado a Moctezuma, quien la escondió, temeroso de las posibles represalias.
Moctezuma puso cara de sorpresa.
—No me parece normal —siguió Cortés— que yo mande a mis capitanes que os sirvan y os favorezcan y que mientras tanto me hagáis la guerra. Y no es la primera vez: también en Cholula nos esperaban miles de guerreros con orden de matarnos. No os lo dije antes, pero no me gusta que vuestros vasallos hayan perdido la vergüenza y hablen secretamente a nuestras espaldas de matarnos.
»Yo no quiero destruir esta ciudad. Y tampoco deseo ningún mal a vuestra persona. Por eso ahora os pido que sin ningún alboroto nos acompañéis a nuestros aposentos, donde os garantizo seréis tratado como en vuestra propia casa.
Moctezuma se olvidó de inhalar humo y lanzó una mirada furtiva a los guardias de la puerta. Estos hablaban entre sí sin darse cuenta. Para calentar la estancia había una lumbre de ascuas de maderas olorosas. Una leña que apenas hacía humo. Y para que no diera calor en exceso había delante una tabla labrada con figuras de ídolos.
—Si dais voces, seréis muerto al instante por mis capitanes.
Moctezuma comprendió que no era ninguna broma.
—Señor Malinche, estáis en un error. Yo nunca he mandado tomar las armas contra los teules. Estad seguro de que voy a averiguar quiénes han sido esos rebeldes que os han atacado y se sabrá la verdad, y se les castigará…
Hizo ademán de quitarse el sello con la imagen de Huitzilopochtli que llevaba en su muñeca. Lo utilizaba para hacer saber sus órdenes. Pero Cortés le indicó que no hacía falta.
Moctezuma hablaba con total gravedad. Los ancianos lo miraron.
—Y en lo de ir preso, sabed que no soy yo persona para salir contra mi voluntad.
Resultaba curioso ver a Marina mediando entre los dos, transmitiendo al tlatoani las veladas amenazas en aquel idioma que ninguno de los españoles entendía. Procurando no alzar el tono y que los guardias no entendieran lo que sucedía.
Los barbudos se impacientaban…
Juan Vázquez de León, que tenía modos bruscos, dijo:
—¿Qué hace vuestra merced con tanto hablar? O le llevamos preso o le damos de estocadas. Y si da voces o monta alboroto lo matamos ya mismo, que es la única manera de asegurar nuestras vidas.
10
Viendo a los capitanes barbudos tan enojados, Moctezuma le preguntó a Marina qué discutían. La Malinche, en náhuatl y sin pasar la palabra a Cortés, lo explicó con crudeza.
—Gran tlatoani, yo os aconsejo que vayáis sin protestar. Los teules os respetarán. Os tratarán como gran señor que sois. Y una vez en sus aposentos se sabrá la verdad de lo ocurrido en Veracruz… De otra manera, aquí quedáis muerto.
Moctezuma se volvió, casi suplicante, hacia Cortés. Los guardias le miraron.
—Señor Malinche, tengo en palacio un hijo y una hija. Tomadlos como rehenes y a mí no me hagáis esta afrenta. ¿Qué dirán mis principales si me ven salir preso?
—No hay vuelta de hoja y es mejor que vengáis con nosotros de buena voluntad.
Moctezuma pareció recapitular. Tras decir algo a sus sirvientes, despidió con unas palabras breves a los ancianos, que se mantenían respetuosamente a distancia mientras su señor conferenciaba con los teules, y se dispuso a seguir a los barbudos.
Moctezuma se dirigió con voz tranquila a uno de sus capitanes. El tenochca tenía la cabeza rasurada y las tetillas perforadas con arcos dorados. A unos pasos, Marina y Jerónimo temían que lo estuviera poniendo sobre aviso. Pero el tlatoani parecía resignado y con ánimo conciliador.
—¿Qué les está diciendo? —preguntó Cortés, con su sonrisa hipócrita.
—Dice que estará unos días con nosotros por su voluntad, no por fuerza. Que cuando él necesite algo se lo hará saber. Que no alboroten la ciudad, ni se entristezcan, que lo ha mandado Huitzilopochtli a través de sus papas: conviene que vaya con los teules a sus aposentos para conocer todos sus secretos.
Los guardas hicieron venir a los porteadores con la litera de Moctezuma y, al rato, medio centenar de personas volvía a salir a la calle seguido por los barbudos a caballo, que orillaron el centro ceremonial en dirección al palacio de Axayácatl.
Una vez en el patio, los guardias de Moctezuma fueron rodeados por españoles armados que los acompañaron al interior mientras murmuraban confundidos. Cortés, bajando del caballo, instauró turnos de guardia entre arcabuceros y ballesteros, y ordenó que a Moctezuma se le tratara como correspondía.
—Todo el que quiera puede venir a verle. Pero no abandonará el lugar. Si quiere saber por qué, decidle que no saldrá hasta que se sepa la verdad de lo ocurrido en Veracruz.
Cortés explicó la situación al jefe de los tlaxcaltecas y a los hombres de confianza del Cacique Gordo de Zempoala, que esperaban en el patio.
III. HABLA BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO
Juicio de residencia de Hernán Cortés, principios de 1529
«(…) Señores magistrados de la audiencia y vecinos de esta hermosa ciudad de México. Ahora que todo son críticas en torno a la figura de Hernán Cortés, yo solo puedo decir cosas buenas, como soldado suyo que fui. Constato que se olvida demasiado rápidamente lo que fueron los primeros tiempos en esta empresa titánica que él hizo parecer fácil. No creo ofender a la verdad si digo que la participación de la Corona en el descubrimiento del Yucatán fue mínima. Y lo mismo la de Diego Colón. En aquellos años los esfuerzos de los gobernantes estaban concentrados en poblar Cuba, y los de los españoles en vivir de sus encomiendas. Por eso los que pensábamos que ni Dios ni el rey mandan hacer a los libres esclavos, y nos oponíamos a la vida encomendera, decidimos partir a descubrir más tierra firme. La mayoría habíamos formado parte de la expedición que Núñez de Balboa capitaneó en su día para descubrir la mar del Sur y sabíamos que el Nuevo Mundo era más vasto de lo que nadie soñaba. Fuimos, pues, ciento y diez compañeros los que partimos hacia poniente en un par de navíos que armamos exclusivamente a nuestra costa, sin ninguna ayuda ni estímulo de Diego Velázquez, ni del almirante de Indias ni de su gente, si acaso burlas y escarnios. Y nos dimos a la mar en febrero del año diecisiete, es decir, bien antes de montar su expedición el capitán Cortés. Partimos de La Habana y en doce días doblamos la punta de San Antón y navegamos hacia donde se pone el sol sin saber qué corrientes ni vientos había, con gran riesgo por una tormenta que duró dos jornadas. Pero Dios quiso que pasadas tres semanas avistásemos tierra desconocida, y en ella un poblado grande que llamamos, por su tamaño, Gran Cairo. De allí vinieron diez canoas llenas de indios, unas a remo, otras con velas. Las barcazas eran gruesos maderos vaciados y tan grandes que en cada una cabían cuarenta hombres. Nosotros desde la borda les hicimos señas de paz, porque no teníamos lenguas. Ellos vinieron sin miedo y entraron en la nao capitana treinta indios, y a cada uno le dimos un sartalejo de cuentas verdes. Se estuvieron un buen rato mirando todo y fijándose en cómo era el navío. Llevaban chaquetas de algodón y cubrían sus vergüenzas con unas telas que llaman masteles. Nos parecieron más civilizados que los nativos de Cuba, que van casi desnudos. Por fin su cacique hizo señas de que quería volver a sus canoas y que traería más para que bajásemos a tierra con ellos. A la mañana siguiente regresó con doce canoas de las más grandes y nos animó por gestos a que fuésemos al pueblo, que nos darían comida. Y repitió dos o tres veces: “Cones, cotoche, cones, cotoche”, que quiere decir ‘andad acá’ en su lengua. Por eso llamamos desde entonces a la región Punta de Cotoche. Vista su insistencia, sacamos los bateles, y en uno de los más pequeños y en sus canoas fuimos a tierra. En la playa, el cacique nos instó a avanzar hasta sus casas con gestos tan amistosos y tanta sonrisa, que acordamos llevar un máximo de armas. Con quince ballestas y diez arcabuces anduvimos tras ellos y, al pasar cerca de una zona arbolada, comenzó a dar voces el cacique y salieron de detrás de los arbustos decenas de guerreros armados que cargaron con furia contra nosotros y nos hicieron mucho daño con una primera rociada de flechas. Con sus lanzas con estólidas, arcos y hondas, y sus penachos de guerra, lograron asustarnos y herirnos, y cuando retrocedimos se envalentonaron y cargaron con lanzas enristradas. Pero enseguida nuestros ballesteros y arcabuceros los pusieron en fuga. Matamos una veintena y a los demás los perseguimos hasta alcanzar tres casas de cal y canto que resultaron ser templos: dentro había ídolos de barro con cara de demonio y otros en posturas lascivas haciendo sodomías y en unas arquillas chicas diademas, pescadillos, patos de oro y más estatuillas que, mientras los que estábamos al mando de Pedro de Alvarado batallábamos con los indios, el clérigo de la expedición metió en su saco y llevó al navío, donde al poco regresamos los demás. Ese fue nuestro primer contacto con la península del Yucatán, que al principio consideramos isla y que pronto supimos era el extremo de ese vasto territorio que hoy llamamos Nueva España. Y fue la calidad y la finura de aquel oro encontrado en el templo lo que disparó la codicia del gobernador de Cuba, Diego Velázquez, que en cuanto supo, por una segunda expedición, por las altas sierras nevadas que aquello no era isla sino tierra firme grandísima, se decidió a participar en el descubrimiento, no fuera que alguien más se le adelantase. Él, que apenas se movía y que había hecho la conquista de Cuba sentado, enviando a todos por delante, pues por impedimento de peso prácticamente no podía valerse por sí mismo, se apresuró a enviar noticias a España con una muestra del oro encontrado. Y eso llegó al obispo Fonseca, valedor de Diego Velázquez por encima de los Colón, que consiguió que el Consejo de Indias aprobase con toda rapidez la expedición definitiva para explorar aquellas tierras. Y ya fue Cortés, como secretario de Diego Velázquez, quien se puso al frente de la nueva expedición, tras haber invertido, no está de más recordarlo, la totalidad de su hacienda. Y ya sabiendo que el Gordo Velázquez, en el último momento, quería detenernos y apresarle por motivos de repentina desconfianza, el capitán prefirió levar anclas y echarse a la mar por las bravas rumbo al poniente. Esa fue su primera desobediencia, señores. Pero yo pregunto aquí: ¿alguien habría hecho algo diferente en su lugar? Y más aún: ¿se habría conquistado la Nueva España si llegamos a quedar en Cuba? Todo esto lo recuerdo para que vean en qué trance tan delicado y con qué pocos apoyos y medios inició Cortés la conquista de estos enormes territorios que hoy señorea la Corona de Castilla (…)».
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