José Ángel Mañas - Conquistadores de lo imposible

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A partir del mítico año de 1492, y durante las siguientes seis décadas, un país que acaba de culminar una épica reconquista, descubrirá, conquistará y colonizará un continente inmenso que ha permanecido hasta entonces cerrado al resto del mundo.
¿Quiénes eran Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre? ¿Quiénes sus acompañantes en esos viajes y qué encontraron en aquellas tierras? ¿Qué los llevaba a regresar una y otra vez al fascinante Nuevo Mundo?
Con su característico estilo realista, José Ángel Mañas novela la mayor epopeya de la historia de España, recreando las dramáticas circunstancias de la más extraordinaria aventura protagonizada por nación alguna.

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IV. EL ENCUENTRO CON PÁNFILO DE NARVÁEZ

Ciudad de Zempoala (cerca de Veracruz), finales de mayo de 1520

1

—Claro que ha recibido vuestras provisiones, capitán Narváez. Pero ha desdeñado leerlas. Dice no saber si son verdaderas o falsas, y que aunque fueran verdaderas solo prueban que o bien Diego Velázquez, quien os envía, ha conseguido engañar a su majestad sobre lo que ocurre en Nueva España, o bien el que las firma es el obispo Fonseca, su enemigo.

—Pues será peor para él, porque es la segunda oportunidad que le doy de someterse. Y no habrá tercera. Mejor hubiera sido para todos si se hubiese entregado a los primeros mensajeros que envié en su día.

Esos fueron el padre Guevara y varios acompañantes que llegaron a Veracruz con la orden de someter a obediencia a Gonzalo de Sandoval, a quien Cortés encomendaba la defensa de la plaza, y que fueron enviados presos a Tenochtitlán. Portándose como un gran señor, Cortés quiso mandar caballos, para que entrasen dignamente en la capital.

Una vez en su palacio de Axayácatl, donde seguía instalado en espera de construir los bergantines para regresar a España, procuró que los emisarios de Narváez vieran a sus hombres con ricas cadenas de oro y armas guarnecidas de pedrería, los cubrió de halagos y los devolvió a Narváez con el mensaje de que la Nueva España era lo suficientemente grande para los dos e invitándolo a decir qué parte quería.

—Bien os imagináis que prenderle era imposible, capitán Narváez. Vuestros embajadores penetraron en una ciudad poblada por más de cien mil almas. Intentar cualquier violencia era condenarlos a morir. Lo imposible no se puede mandar…

—Imposible es palabra que yo jamás digo. Pero decís que Moctezuma recibió mis noticias. Y ¿por qué no se ha revuelto contra Cortesillo?

Moctezuma, cuando desembarcaron los mil trescientos españoles de Narváez, supo, por los mensajeros que envió secretamente a la costa, que Cortés era un prófugo de la justicia del gobernador de Cuba y que los de Narváez eran los legítimos representantes de la Corona.

El propio Narváez se encargó de que llegara a su conocimiento que no sería una gran pérdida para don Carlos si algo le sucedía a Cortés.

—Bien os dije, don Pánfilo, que Moctezuma vive preso en los aposentos de Cortés. Allí recibe a sus consejeros y hace vida normal. Rige sus territorios, pero bajo supervisión. No está en condiciones de intentar nada contra don Hernán, siendo su cautivo. Y tampoco Cortés se ha atrevido en meses a hacer nada contra Moctezuma, rodeado de tantos millares de guerreros. Esa es la situación que se ha vivido hasta que vuestra llegada lo ha trastocado todo…

Pánfilo de Narváez suspiró. Era un hombre grande y colérico, especialmente cuando sus órdenes no se cumplían. Entendía el enviado de Diego Velázquez que cualquier cosa que dijera había de cumplirse sin discusión y perdía la paciencia cuando su voluntad no se traducía prontamente en realidades.

El problema era que desde su desembarco con una armada de dieciocho navíos en la costa, no lejos de la rebelde Veracruz, hacía casi dos meses que tropezaba con una realidad singularmente tozuda.

Quien razonaba con él era el padre Olmedo, fraile de la Merced y embajador de Cortesillo, como lo llamaba Narváez. Olmedo intentaba mediar y volvía en segunda embajada con noticias más favorables, sugiriéndole que había muchos seguidores de Cortés deseosos de desertar, algo que agradaba especialmente a Narváez.

Que la gente quisiera pasarse a sus filas le parecía natural: contaba con más del triple de hombres y falconetes. Por eso esperaba que Cortés se entregase. Pero el de Medellín se resistía a soltar el mando. Y no solo eso, sino que prácticamente desde que empezó el cruce de embajadores, avanzaba en su dirección con trescientos hombres, obligándolo a prepararse para un combate absurdo, dada la disparidad de fuerzas.

—No es posible, en una situación así, teniendo enfrente una fuerza como la nuestra, que siga resistiendo. Es ridículo —exclamó, sin esconder su malhumor. En un principio había creído que, con que llegaran a Tenochtitlán noticias de su desembarco con tamaña tropa, la cosa estaba hecha. Contaba con que Moctezuma matase a Cortesillo. O que se le entregara el rebelde sin más. Lo que no esperaba era que Cortés hubiera decidido avanzar a su encuentro por veredas para no encontrarse en campo abierto con él, y que estuviese tan cerca de Zempoala, como decía el padre Olmedo.

—Está claro, señor capitán, que Cortés os tiene mucho respeto.

—Entonces, ¿por qué diablos no se entrega?

—Mi opinión es que lo está sopesando, porque empieza a dudar de la fidelidad de sus hombres —dijo Olmedo, que practicaba, como mediador, un complicado juego—. Pero necesita veros para negociar una salida digna que le permita salvar la cara delante de los suyos. Y yo, si fuera vos, se la daría. Ya sabéis lo que se dice, a enemigo que huye, puente de plata.

—¡Ca! ¡Habrase visto desvergüenza semejante! ¡Osar rebelarse contra la autoridad del gobernador de Cuba, ser traidor al representante legítimo de su majestad, subordinar con dádivas a mis hombres y aun así pretender negociar conmigo!

Porque, mal que le pesara a Narváez, Cortés había conseguido que sus mensajeros volviesen admirados, tras ver lo grande que era la ciudad de Tenochtitlán, que dominaba, y la riqueza que repartía entre sus capitanes.

2

Estaban el barbudo Narváez y el padre Olmedo en una suerte de mesón que les habían dispuesto los de Zempoala. No había mesas altas y faltaban las jarras de vino, ringlas de ajo y el olor a guiso castellano, pero el Cacique Gordo, para halagarlos, había hecho acondicionar el lugar con sillas y mesas improvisadas sobre borriquetas. Y a una de estas mesas se sentaban.

Narváez, como el resto de los hombres, llevaba siempre su coraza y casco puestos. Al igual que los de Cortés, ninguno se desembarazaba de las armas a pesar de su incomodidad. Aunque ellos aún no habían tenido que luchar en ninguna batalla. Hacía dos meses que transitaban por las provincias ya conquistadas donde imponían su orden, eso sí, sobre las guarniciones dejadas por el de Medellín.

En Zempoala, Narváez se impuso por la fuerza y sin mayores explicaciones al Cacique Gordo. Pero Xicomecóatl demostraba una fidelidad sin fallas hacia Malinche, que había prometido que bajo su mando los totonecas serían un pueblo libre y de quien decía que volvería para matarlos a todos. «Tú no eres ni la mitad de hombre», había mascullado con desprecio. Resultaba extraño ver aquellas facciones orondas contraerse con furia. Disgustado por eso y por las costumbres sexuales que le habían desvelado de aquel obeso salvaje, Narváez lo apresó.

—El problema, capitán Narváez, ya os lo dije en su momento, es que cuando despojáis de los regalos de Cortés a vuestros emisarios, los hombres murmuran que vuestra señoría se queda con todo el oro que os entregan los indios sin hacerles partícipes en ninguna medida, y en cambio Cortés lo reparte liberalmente entre los suyos…

Viendo la mirada furibunda de Narváez, Olmedo dio un trago a su jarro. Por el momento duraban las vituallas de Castilla. Narváez se limpió el vino de la barba con el dorso de la mano.

—Ellos tienen su soldada. Es suficiente.

—Capitán Narváez, he paseado por vuestro campamento y es seguro que más de uno está considerando secretamente pasarse al campo de Cortés, porque han visto el oro que lucen sus emisarios…

—¡Que lo intenten y los colgaré por traidores!

El padre Olmedo se complacía en hacerle ver cuáles eran sus flaquezas, al compararlo con Cortés. Pero el inflexible Narváez estaba tan convencido de la superioridad de sus fuerzas, que no escuchaba.

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