5
La expresión de Narváez cambió por completo. El prudente padre Olmedo, en su esquina, evitaba cruzar la mirada con el recién llegado, pese a que a todas luces Juan Velázquez quería transmitirle algo. Pero Narváez se encaró con Velázquez. La amplia sonrisa que le había dirigido a su llegada había desaparecido.
—¿Cómo es eso?
—Estoy aquí para preguntaros si estáis dispuesto a llegar a un acuerdo con el capitán Cortés y hacer la paz.
Narváez se puso en pie bruscamente.
—¡¿Hacer la paz con un traidor que se alzó contra vuestro primo don Diego Velázquez?! ¿Estáis bromeando?
—No bromeo. Son las órdenes que traigo y me debo a ellas. El capitán Cortés no es traidor a nadie, y suplico a vuestra merced que no pronuncie esa palabra delante de mí.
Narváez entendió que la violencia no le llevaría a buen puerto. Conteniéndose, cambió de táctica.
—Mirad, mi buen Juanillo, que es vuestra oportunidad. Quedaos conmigo, a las órdenes de vuestro primo Diego Velázquez, con la gente de vuestra familia, con el apoyo de los Colón y el obispo Fonseca, y no os arrepentiréis. Seréis mi capitán más apreciado y os daré lo que pidáis. Pensad que la lealtad debe ponerse donde está la ley. Y la ley está con nosotros. Ved que estáis en un error y todavía podéis rectificar…
—Es posible, capitán Narváez. Pero yo os digo que vale más ser leal errando que desleal estando en lo cierto. Mi mayor traición sería abandonar ahora al capitán Cortés, después de todo lo que ha hecho en la Nueva España en el servicio de su majestad. Y si tenéis cosas que decirle en persona, Cortés no tiene inconveniente en esperaros pasado mañana en los campos que hay al pie de Zempoala…
Poco a poco iban llegando a la posada más capitanes. Habían tardado lo que tardó en saberse en el campamento de la llegada de Juan Velázquez. Como muchos lo conocían de sus tiempos en Cuba, lo fueron abrazando uno tras otro. Narváez permanecía serio. Todos traían las alpargatas empapadas y dejaban por la sala restos de barro. La lluvia golpeaba contra el tejado y el suelo del patio. Los más traían una manta por encima de sus corazas. Tenían las greñas y los rostros húmedos.
—Señores, dejad ya vuestros abrazos, que Juan Velázquez no piensa unirse a nosotros, sino que se vuelve con Cortesillo después de haberme hecho una propuesta ofensiva.
Aquello cayó como un jarro de agua fría. Mudaron los rostros. Se hizo el silencio. Olmedo aprovechó para servirse y beber un trago de vino. Juan Velázquez era el centro de atención. Todos lo miraban esperando que confirmara o desmintiera lo que decía Narváez. Su actitud seria y precavida era elocuente.
—Si eso es así, ¿por qué no lo prende vuestra merced?
Algunos asintieron y Narváez dudó. Pero el padre Olmedo reaccionó rápido.
—Mirad, capitán Narváez, que aunque eso que decís parezca sensato no lo es tanto. Eso desmerecería vuestro comportamiento con Cortés. Recordad que él recibió a vuestros mensajeros como un gran señor y les permitió volver cargados de oro.
Las palabras del mercedario no gustaron a los narvaecinos. Aun así, don Pánfilo volvía a dudar. En eso llegó el totonaca con la jarra de vino. Tras darle un nuevo tiento al caldo, con voz algo empalagosa y vacilante por el alcohol, dijo:
—Tenéis razón, padre. Dejemos que Velázquez se explique. ¡Que traigan de comer para todos!
6
Velázquez y los capitanes se instalaron en la mesa de las borriquetas. Comieron una olla de frijoles con patatas y otras verduras locales bien aderezada de tocino y tortas de maíz.
Ya más distendido el ambiente, Juan Velázquez se entretuvo hablando de asuntos livianos que podían hacer gracia a los narvaecinos, principalmente de los problemas que se plantearon en Tenochtitlán cuando Moctezuma les entregó una veintena de mujeres, y entre ellas una hija suya, muy hermosa, al capitán Cortés.
—¿Qué creéis que le contestó el capitán? Que en España tenemos por costumbre casarnos con una única mujer, y que él ya tenía a Catalina Juárez en Cuba, con quien está felizmente casado, que por eso rechazaba el presente… Pero ya se imaginan vuestras mercedes, como las muchachas son lindas y siendo el capitán como es…
—Los hay que no cambian nunca. ¡Vaya con Cortés!
Lo que no les contó fue que la frialdad de Marina, a raíz de los notorios escarceos de Cortés, había conseguido desquiciar al extremeño, quien, muy contrariado, acabó por subir al templo principal, donde a lo largo del invierno habían logrado que se reservara un espacio a su cruz y a la imagen de la Virgen en el que el padre Olmedo había celebrado su primera misa en Tenochtitlán.
Allí se dedicó a derribar y destrozar los ídolos en los adoratorios. Algunos pensaron que aquella reacción inusual era debida a los nervios que le producía la presencia de Narváez en Veracruz, aunque Juan Velázquez no lo dijera.
—El caso es que, cuando supo que llegabais, se ha tranquilizado la Malinche, o sea que ya ven que la presencia de vuestras mercedes le ha servido para algo al capitán Cortés.
La anécdota bastó para que los narvaecinos riesen entretenidos. Las historias de mujeres y enredos eran el picante de la guerra.
Mientras la mayoría comía con aplicación, el padre Olmedo le dijo al oído a Narváez: «Mande vuestra merced hacer alarde de sus caballeros, escopeteros y ballesteros. Que los vea el Velázquez y a través de él, en su campamento, sepan de vuestro poderío… Eso los atraerá a vuestro bando». Aquello pareció bien a Narváez, que mandó venir a un paje para enviar recado.
Al rato, apenas terminada la comida y aprovechando que escampaba y que algunos ya paseaban el almuerzo por el patio, empezaron a desfilar por la calle principal de Zempoala las tropas de Narváez.
—Gran poderío trae vuestra merced —dijo Juan Velázquez, acercándose a la puerta.
—Es tu última oportunidad, Juanillo. ¿No te hace cambiar de parecer? Piensa que sois pocos y nosotros muchos…
—Tenga por seguro vuestra merced que los soldados que estamos con el capitán Cortés sabremos defender bien nuestras personas —dijo Velázquez, que se había enfrentado a Cortés en su día y no tenía ganas de volver a hacerlo.
En eso entró en la estancia un soldado, sobrino de Diego Velázquez, de igual nombre que su tío y familia también de Juan Velázquez.
—¿No saludáis a vuestro primo? —preguntó Narváez.
—Primo o no, es un traidor, como son todos los que andan con el Cortesillo.
Para entonces la mayoría de los capitanes habían decidido que resultaba preferible mantener cierta cordialidad con el emisario de Cortés. Aquella salida los desconcertó.
Juan Velázquez se volvió hacia Narváez.
—Don Pánfilo, ya advertí a vuestra merced que no toleraría tales expresiones delante de mí.
—Tales palabras se aplican perfectamente a vos y a vuestro capitán —repuso el tal Diego Velázquez.
—¡Sois un bellaco! Y os lo dice un Velázquez de los buenos, no cobarde como vos.
Echaron ambos mano a la espada y los presentes hubieron de intervenir parar que no se dieran de estocadas.
Una vez apaciguados los ánimos, indicaron a Juan Velázquez y al padre Olmedo, que mejor se fueran cuanto antes. Alguno le pedía a Narváez que los hiciera presos. Narváez dudaba. Pero una nueva mirada del padre Olmedo, que ya buscaba su mula, lo empujó a dejarlos ir.
—Marchad, antes de que cambie de opinión.
7
Juan Velázquez se dirigió a la caballeriza, seguido por el fraile. Mientras se subía a su montura, el otro Velázquez, su primo como le llamaba Narváez, yendo tras él, lo alcanzó y ya a su altura escupió al suelo. «Ya veremos si os mostráis tan valiente en el campo de batalla», dijo el cortesiano, ayudando a su mozo de espuelas a subir a la grupa. El padre Olmedo esperaba, con su mula, no muy lejos.
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