José Ángel Mañas - Conquistadores de lo imposible

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A partir del mítico año de 1492, y durante las siguientes seis décadas, un país que acaba de culminar una épica reconquista, descubrirá, conquistará y colonizará un continente inmenso que ha permanecido hasta entonces cerrado al resto del mundo.
¿Quiénes eran Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre? ¿Quiénes sus acompañantes en esos viajes y qué encontraron en aquellas tierras? ¿Qué los llevaba a regresar una y otra vez al fascinante Nuevo Mundo?
Con su característico estilo realista, José Ángel Mañas novela la mayor epopeya de la historia de España, recreando las dramáticas circunstancias de la más extraordinaria aventura protagonizada por nación alguna.

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—Es su paje —murmuró Moctezuma, en la penumbra.

Huitzilopochtli tenía al cuello un collar de corazones renegridos y, delante, junto a un pequeño brasero con incienso, una copa con corazones recién quemados. Las paredes estaban cubiertas de costras negras de sangre. Olía como en un matadero. A mano izquierda había otra estatua de idénticas dimensiones: rostro de oso, ojos formados con espejos, el cuerpo revestido con la misma pedrería y otro collar de corazones resecos alrededor del cuello.

—Es su hermano Tezcatlipoca. El dios de los infiernos, que tiene a su cargo las almas de los hombres…

En una concavidad en la pared, también con madera ricamente labrada, había una tercera imagen, mitad hombre, mitad lagarto. Estaba rodeado de semillas. Era, como explicó Moctezuma, el dios de las sementeras y las cosechas.

—Señor Moctezuma —dijo Cortés medio riéndose. Se sentía seguro, con sus capitanes cerca, y evitaba los susurros—, no entiendo cómo, siendo tan sabio varón, no comprendéis que esos no son dioses sino cosas malas. Para que vuestros sacerdotes vean claro, permitidme que en lo alto de este adoratorio pongamos una cruz y que en uno de esos nichos coloquemos una imagen de Nuestra Señora la Virgen María, y veréis el temor que de ella cogen vuestros ídolos…

Por primera vez, Moctezuma no tuvo miedo de mostrar su enojo. Se volvió hacia Cortés, con gran seriedad y el mismo tono apagado.

—Señor Malinche, de haber sabido que no los respetaríais, no os habría mostrado a mis dioses. Ellos dan salud a mi pueblo, buenas cosechas, lluvia, victorias. Por eso los adoramos.

»Te ruego no digas palabras ofensivas. Me pediste permiso para levantar un altar a vuestro Dios en vuestros aposentos y os lo concedí. Bastante merced por el momento me parece.

Los tres papas se volvieron hacia los españoles con miradas abiertamente hostiles. Resultaba evidente que se sentían fuertes. Cortés, atendiendo las señas de sus capitanes, apaciguó a su anfitrión.

—Y yo os lo agradezco, señor Moctezuma. Hora es que mis hombres y yo nos retiremos. ¿Podemos acompañaros a palacio para platicar una cuestión que quiero consultaros?

—No tengo inconveniente en recibirlos después de comer. Pero ahora debo rezar para enmendar el gran pecado que he cometido al traeros aquí —murmuró Moctezuma.

Y no hubo manera de que saliera con ellos.

7

De vuelta en sus aposentos, los capitanes sintieron la misma hostilidad por parte de los servidores. Algunos tlaxcaltecas se acercaron a decir que temían se estuviera preparando algo.

—El ambiente, en palacio, es bien extraño, Malinche.

—Estad sobre aviso, por si debemos defendernos… No salgáis ninguno y manteneos juntos.

Comieron sin apetito y su humor solo cambió cuando al rondar por palacio discutiendo con el padre Olmedo sobre el mejor lugar para colocar la cruz, uno de los carpinteros reparó en una pared que parecía recién hecha, perfectamente enjabelgada, sin ninguna marca ni roce. Cortés ordenó que se hiciera salir a los sirvientes.

—Decidles que queremos debatir a solas los capitanes.

Una vez entre españoles, picaron la pared lo más secretamente que se pudo y hubo exclamaciones ahogadas cuando apareció una puerta y, al empujarla, se encontraron con una estancia repleta de objetos apilados hasta la cintura: joyas, estatuillas de oro y una enorme variedad de piedras preciosas, obsidiana, jade, jaspe.

Cortés cogió un par de esmeraldas de gran tamaño y pasó la mano por una figura dorada que representaba un ocelote.

—No hay polvo ninguno. Todo ha sido amontonado de manera precipitada poco antes de que llegásemos.

El fulgor, cuando, iluminaron el interior del escondrijo con una antorcha, fue deslumbrante. Aquel era el tesoro de Axayácatl, padre de Moctezuma.

—Enseñádselo a los hombres a lo largo de la tarde —dijo, según cerraban con el máximo cuidado la puerta—, pero con discreción. Que lo vean y luego selladlo bien antes de dejar entrar de nuevo a los servidores de Moctezuma.

El descubrimiento les insufló ánimos y durante el resto de la tarde fueron pasando uno a uno, secretamente. Ya se había corrido la voz de que los capitanes iban a prender a Moctezuma. Mientras tanto, nadie debía hablar del tesoro de Axayácatl, y menos delante de los servidores mexicas. La consigna era mantenerse alerta y ensillar los caballos.

—Esta noche puede haber jarana —dijo Alvarado, jocosamente.

La noticia de la derrota de Veracruz hacía que muchos fueran partidarios de abandonar Tenochtitlán por la noche con el mayor sigilo. Pero Cortés tenía su propia idea.

—No nos precipitemos, señores, que hay mucho que hacer. Por el momento, concentrémonos en lo que nos queda por delante, que no será fácil. Un tesoro solo se disfruta estando sanos y salvos. Es nuestro objetivo.

8

Tranquilos no estaban ninguno de los hombres a caballo que se presentaron en el palacio de Moctezuma aquella tarde.

El ceremonial era impresionante. Moctezuma tenía a su servicio no menos de doscientos servidores armados. En su presencia cualquier cacique debía descalzarse, quitarse la manta rica, ponerse otra de poca valía, y entrar y salir con los ojos bajos sin cruzar su mirada y repitiendo, con tres reverencias: «Señor, mi señor, mi gran señor». Y marcharse luego andando hacia atrás sin darle nunca la espalda.

Los españoles no gastaban tanto protocolo.

Tras dejar los caballos con dos soldados en el patio, entraron y un criado los llevó a una sala donde Moctezuma recién almorzaba. Durante las comidas, al tlatoani se le servían una treintena de guisos con pequeños braseros de barro debajo para que no se enfriasen. A esa hora podían repartirse en palacio hasta mil platos, si se contaban los destinados a criados y guardia. El día anterior, a Cortés y a Alvarado les habían hecho escoger entre las aves que se preparaban las que más les apetecían. Los tlaxcaltecas decían que en palacio también se guisaban muchachos de corta edad, pero que ahora no lo hacían, excepcionalmente, por no disgustar a los españoles.

—Os espera al fondo… —dijo uno de los indios que les salía al paso.

Moctezuma estaba sobre cojines ante una mesa baja cubierta con mantel de lino. Al entrar los teules, unas mujeres les ofrecieron agua para las manos en aguamaniles. Los ancianos con quienes platicaba eran consejeros o magistrados. Permanecían de pie a un lado sin mirarle nunca a la cara. A ratos, Moctezuma les ofrecía uno u otro plato mientras los ancianos disfrutaban en jarras grandes de una bebida a base de cacao que llamaban xocolatl.

El tlatoani había terminado de comer, pero seguía sentado a la mesa. Mientras se retiraban los platos, inhaló el humo de las hojas de una planta, el tabaco, que los mexicas quemaban enrolladas en canutos. Tres mujeres impúberes bailaban y cantaban suavemente. Llevaban vestidos no muy diferente del huipil maya y collares de obsidiana más ricos que los de Marina.

El tlatoani las miró moverse con agrado. Se había cambiado de nuevo la manta. Ahora llevaba una más oscura llena de motivos geométricos. Nada más ver a Cortés, hizo seña a las bailarinas de parar. Ellas se apartaron para dejar pasar a los teules.

Moctezuma daba la impresión de querer pasar página sobre la tensión de la mañana en el templo. Les ofreció por señas uno de aquellos canutos.

—Os lo agradezco, señor Moctezuma. Pero los españoles no gustamos de esos humos.

9

Venían, con el de Medellín, cinco capitanes y un puñado de soldados. Entre ellos Bernal Díaz del Castillo, su futuro cronista. Que fueran armados no era novedad: desde que estaban en Tenochtitlán se paseaban con las corazas puestas y espada en mano, y unos a otros se instaban a la vigilancia.

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