—Moctezuma dice que entonces no conocía vuestras intenciones. No sabía si queríais guerra o paz.
—Entonces, queda convenido. Pero adviértele que si me llega noticia de alguna traición le haremos todo el daño que podamos y lo lamentará profundamente. En cambio, si todo está en paz, la concordia reinará en Tenochtitlán como reina en los pueblos que ya han jurado lealtad a nuestro emperador.
—Moctezuma repite que solo tiene una palabra. Ahora quiere llevaros a vuestros aposentos.
Cortés clavó la vista en los ojos oscuros de Moctezuma. Consciente de lo que tenía de desafío su actitud, mantuvo su mirada durante varios segundos. Moctezuma, acostumbrado a que sus súbditos bajasen la vista, frunció el ceño, pero no apartó los ojos.
Cortés esbozó una sonrisa y se volvió hacia sus hombres.
—¡Todo está bien! ¡Moctezuma se declara vasallo del rey! ¡Nos va a llevar a nuestros aposentos!
Los españoles respondieron con vítores contenidos:
—¡Viva el rey don Carlos! ¡Viva Cortés!
Pero ninguno soltó sus armas mientras sus capitanes montaban a caballo y, a una seña del extremeño, se ponían en marcha, siguiendo al nutrido séquito de Moctezuma.
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¡Quién hubiera dicho hacía pocos días que la gente llenaría las calles de pétalos, para recibir a los hombres del pendón carmesí en la gran Tenochtitlán!
Algunos les colgaban collares de flores al cuello a unos barbudos que, precedidos por los caciques tenochcas y el propio Moctezuma, marcharon a través de las granjas lacustres, los jardines flotantes, hasta llegar a dos grandes plazas ocupadas por mercados donde se comerciaba con todo y, finalmente, al palacio de Axayácatl, al oeste del centro ceremonial, junto a los grandes templos, los cúes. Había allí, contaron, al menos una decena de construcciones piramidales, cada cual con su propia capilla o adoratorio y grandes braseros encendidos en lo alto desprendiendo humo.
—Moctezuma os dice que el palacio que ha acondicionado para recibiros perteneció a su padre, Axayácatl. Ese nombre quiere decir ‘máscara de agua en la que se refleja el sol’. Todos los nombres de tlatoanis tienen que ver de una u otra manera con el sol.
Cortés asintió y los españoles, sin bajar la guardia, entraron en el patio del palacio. Este ocupaba prácticamente una cuadra por sí solo. Lo rodeaban calzadas y no canales, en pleno islote de Tenochtitlán.
Moctezuma bajó de su litera. Tomando por el brazo a Cortés, lo llevó a una sala ricamente aderezada donde había preparado sobre una mesa baja dos collares de huesos de caracol colorado.
Uno de los sirvientes le entregó los colgantes. Moctezuma los colocó alrededor del cuello del extremeño. De cada uno pendían ocho camarones de oro, largos casi de un jeme. Cortés los recibió con sonrisa imperturbable. Ahora cada cual lucía el regalo del otro.
El cortejo de Moctezuma había quedado fuera. Solo una pequeña comitiva lo acompañaba.
—Malinche, esta es vuestra casa. Entrad todos y descansad.
Unos momentos después, Moctezuma regresaba con los suyos, camino de su propio palacio.
11
Cortés dejó de sonreír y ordenó a sus soldados que recorriesen las salas, para comprobar que no hubiera trampas.
Había estancias individuales para los capitanes y otras, para los soldados, con decenas de lechos, que consistían en simples esteras cubiertas por un toldillo: eran las que utilizaban todos los mexicas, ricos y pobres. El palacio tenía suelos de adobe lustrado, limpios, barridos, y paredes encaladas.
Como de costumbre, se repartieron los aposentos por capitanías, quedaron los caballos en el patio central, se instalaron los falconetes y la artillería en la azotea y frente a algunas ventanas exteriores.
Solo entonces permitió Cortés comer los centenares de platos preparados en una de las salas.
12
A la tarde misma volvió Moctezuma con su cortejo para comprobar, dijo, que sus huéspedes estaban atendidos convenientemente. Encontraron a Cortés reunido con sus capitanes y, avisados Marina y Jerónimo, comenzó a hablar en circunloquios.
Quería saber por dónde habían llegado sus barcos, las casas flotantes de los teules, pues veía en ellos a unos enviados de aquel dios expulsado por sus hermanos que algún día, explicó, había de llegar por oriente para sojuzgar su reino.
—Habéis de saber que ni yo ni los que en esta tierra gobernamos somos originarios de ella. Nuestra estirpe vino hace mucho de lugares lejanos, guiada por un señor que volvió a su hogar dejándonos aquí en espera de su regreso, y tornó a venir tanto tiempo después que estaban casados quienes quedaban con mujeres de la tierra.
»Tenían ya hijos y habían construido pueblos, y no quisieron seguirle ni tampoco recibirle por señor. Y este señor anunció que un día sus descendientes volverían a sojuzgar esta tierra, a reclamar sus derechos. Por vuestro lugar de procedencia y por las cosas que decís de ese gran emperador Carlos, creemos que él podría ser…
Cortés asentía. Él y sus hombres conocían perfectamente esa antigua profecía según la cual un día vendrían teules del lugar de donde se ponía el sol, para señorear aquellos reinos.
—Si es así, os obedeceremos. Y ahora, puesto que estáis en vuestra casa, disfrutad, descansad del trabajoso camino. Bien sé que los de Zempoala y Tlaxcala os habrán dicho mucho mal de mí. Pero no os creáis sino lo que por vuestros propios ojos veis.
»Desconfiad de mis enemigos. Sobre todo, de los que eran mis vasallos y se han rebelado con vuestra venida y, por ponerse a bien con vosotros, maldicen de mí. Ellos os habrán dicho que poseo casas con paredes de oro y que me tengo por un dios. Las casas ya veis que son de cal y canto, y yo…
Moctezuma se abrió las vestiduras. Mostró su pecho desnudo.
—Bien comprendéis que soy de carne y hueso, mortal como vosotros. Es cierto que recibí oro en herencia de mis abuelos, y de ello podéis disponer cuando lo deseéis. Aquí os proveeremos de lo necesario para vuestra gente.
Cortés escuchó con atención las palabras que le susurraba Marina al oído. Por fin, Moctezuma preguntó si eran todos hermanos y vasallos del gran emperador Carlos.
El asentimiento de Cortés pareció tranquilizar al soberano.
Antes de retirarse, Moctezuma hizo que sus servidores trajeran maíz, frutas y guajolotes para ellos, y hierba para los caballos. Les dijo que eran libres de andar por donde quisieran en la ciudad y que volvería a verlos al día siguiente. Tenían, insistió, él y Malinche, mucho sobre lo que hablar, pues podían aprender mucho el uno del otro.
II. LAS TRETAS DE MOCTEZUMA
Tenochtitlán, noviembre de 1519
1
Tras fortificar sus aposentos, los primeros días de los barbudos pasaron entre visitas matutinas de Moctezuma, paseos por los jardines y huertos que rodeaban el palacio de Axayácatl y alguna discreta excursión en grupo por la calzada de Tacuba y los alrededores del vecino centro ceremonial, donde comprobaron que los mexicas los miraban con indiferencia.
La vida cotidiana continuaba.
No hubo señas de que se preparase nada contra ellos hasta el cuarto día, cuando notaron que sus servidores tenochcas no se mostraban tan solícitos. El cambio coincidió con una carta que recibió Cortés, quien nada más leerla fue en busca de sus capitanes, con expresión preocupada.
—Me traen dos indios de Tlaxcala noticias aciagas de Veracruz y la costa…
En Veracruz había dejado como alguacil a su amigo Juan de Escalante, al mando de medio centenar de españoles, para imponer orden en la región. La carta explicaba que algunas guarniciones mexicas reclamaban de nuevo tributos a los pueblos de la costa. Al saberlo, el capitán español juntó a los totonocas amigos que le enviaba el Cacique Gordo, para atacar a los rebeldes. En la batalla, los mexicas habían capturado un soldado, muerto a un caballo y dañado gravemente al propio alguacil y a otros seis castellanos que fallecieron a causa de las heridas.
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