José Ángel Mañas - Conquistadores de lo imposible

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A partir del mítico año de 1492, y durante las siguientes seis décadas, un país que acaba de culminar una épica reconquista, descubrirá, conquistará y colonizará un continente inmenso que ha permanecido hasta entonces cerrado al resto del mundo.
¿Quiénes eran Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre? ¿Quiénes sus acompañantes en esos viajes y qué encontraron en aquellas tierras? ¿Qué los llevaba a regresar una y otra vez al fascinante Nuevo Mundo?
Con su característico estilo realista, José Ángel Mañas novela la mayor epopeya de la historia de España, recreando las dramáticas circunstancias de la más extraordinaria aventura protagonizada por nación alguna.

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A Marina, a su vez, había quien la sospechaba preñada. Era cierto que Cortés se había casado en Cuba con Catalina Juárez, pero todos sabían que había sido un matrimonio forzado.

Además, Marina había mostrado su valía como mediadora con los caciques. Era la compañera de Cortés y se la respetaba. Hasta los propios indios, que a él lo llamaban Malinche, ‘señor’, habían dado en llamarla la Malinche, sobrenombre con el que ella parecía conforme…

2

—Una vez resuelto eso, tenemos un dilema, señores, y es la razón por la que os convoco. A partir de aquí se abren dos sendas ante nosotros. Los guías le dicen a doña Marina —dijo, volviéndose hacia ella— que una cruza la sierra y está llena de troncos que dificultarán el avance de nuestros caballos.

»La otra, limpia y barrida, es la que nos aconsejan los embajadores de Moctezuma. Pero nuestros aliados nos previenen que Moctezuma espera que vayamos por ahí y nos tiene preparada una celada con muchos hombres.

—¿Son fidedignas esas noticias? —preguntó el de Alvarado, alzando su gran cabeza. La melena rubia le caía en cascada por debajo del casco. Eso, las rosadas mejillas y los ojos claros le daban un aspecto que impresionaba a los indios. Algunos le llamaban Tonatiuh, nombre que daban al dios Sol—. ¿No nos envió la última vez embajadores de paz ese gran Moctezuma?

—Igual que antes intentó que nos mataran en Cholula… Es hombre mudable.

En Cholula, gran centro de peregrinación donde se rendía culto a Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, se habían encontrado una ciudad vacía de mujeres y niños, con barricadas en la calle y estacas escondidas bajo la tierra para frenar a los caballos.

La actitud de sus habitantes los puso sobre aviso.

Cortés confirmó sus sospechas a través de una vieja india que habló con Marina, y se anticipó, convocando a sus anfitriones en la plaza central de la ciudad para masacrar a miles de hombres que no estaban preparados aún para la guerra. Desde entonces, un aura de crueldad que atemorizaba a los indios los seguía allá por donde avanzaban.

—No es mudable —intervino doña Marina. Su castellano era ya sorprendentemente fluido. Con el paso de los meses había dejado de ser una mera comparsa y hablaba incluso cuando no se lo pedía Malinche, algo que a Cortés no le molestaba, sino al contrario: le descargaba trabajo. Poco a poco afloraba su señorío natural, pues había crecido en casa de caciques antes de ser vendida como esclava al morir su padre—. Hace caso a lo que le dicen los dioses. Y cada vez que los consulta, las respuestas cambian.

—Lo mismo da. Os pregunto de nuevo, señores: ¿merece la pena asumir el riesgo?

—¿Y cuál es la alternativa? —preguntó Alvarado, como portavoz de los capitanes. Su brusquedad era el contrapunto cotidiano a las a veces alambicadas razones de Cortés—, ¿podemos progresar por el camino difícil?

—La alternativa es poner a todos los indios que llevamos con nosotros a limpiar el terreno —dijo Cortés. Y se volvió hacia la ringla de tlaxcaltecas y totonacas que esperaban la traducción de Marina y Jerónimo de Aguilar.

Los últimos embajadores de Moctezuma, cubiertos por sus mantas de invierno y en literas portadas cada una por ocho hombres, miraban hacia la reunión de capitanes a caballo. Ambos intentaban descifrar el sentido de la discusión y ojeaban interrogadoramente a la impasible Marina.

Los embajadores les habían explicado que, en aquella tierra, cuando dos comunidades se enemistaban el camino entre ellas se bloqueaba con árboles y cactus. Era una señal de malas relaciones entre pueblos vecinos. No tenía nada que ver con los teules.

3

—¿Qué decidimos, señores?

Los caballos empezaban a removerse. Aquello se alargaba y algún animal hacía sus deposiciones. Los capitanes, tras mirarse unos a otros, optaron por «la difícil», sin mucho entusiasmo. Les costaba negar su asentimiento a Cortés, que por el momento contaba solo con éxitos a sus espaldas.

—Pues entonces, queda decidido. Nada se consigue sin dificultades y no hay camino tan llano que no tenga algún barranco. Comunicádselo, señores, a los hombres. Y tú, Marina, acompáñame a explicárselo a los embajadores de Moctezuma.

Mientras los capitanes volvían con sus soldados y transmitían a voces la decisión, Marina y Cortés se acercaron a los expectantes enviados. Ella les habló en náhuatl y los dos, contrariados, negaron con la cabeza.

—Dicen que Moctezuma ha limpiado el camino para que Malinche no encuentre barreras a su paso y haga un viaje cómodo. Moctezuma no estará contento viendo que los teules cruzan por medio de la Sierra Nevada.

Cortés fijó la mirada en las literas de los caciques, ricamente labradas, adornadas con plumas verdes y pedrería engastada. Las portaban esclavos bien alimentados y tan silenciosos que a veces se preguntaba si les habrían cortado la lengua. Todavía no se acostumbraba a la riqueza de aquellos pueblos del Nuevo Mundo, tan diferentes de los indios salvajes y sin cultura de las islas.

—Diles que me complace ir por el camino más hermoso, para disfrutar de las vistas de esta sierra suya que tanto me recuerda a las montañas de Granada…

Unos momentos después, la tropa se ponía en marcha. En vanguardia los españoles, pertrechados con morrión, pechera metálica, espada, rodela de cuero al hombro, unos con ballesta, otros con arcabuz, los capitanes a caballo y el resto a pie.

Les seguían, en apretadas filas, tlaxcaltecas con sus atuendos de guerra, y cerraba la comitiva una multitud de totonacas desarmados que cargaban con las pelotas de los falconetes, los fardos con los pertrechos y suministros.

Entremezclados con ellos iban las cocineras, mujeres indígenas que los acompañaban desde el principio y que aceptaban a la Malinche como su señora.

En cuanto a los barbudos, no llegaban a los cuatro centenares. Sus efectivos menguaban por bajas en las luchas, al tiempo que aumentaban los guerreros aliados que se les iban sumando. Al expandirse las noticias de sus victorias, muchos caciques acataban la obediencia al misterioso emperador Carlos.

A cada nuevo cacique sometido se le reclamaba un tributo en oro no excesivamente enojoso. De esta forma, lo aceptaban contentos de librarse del yugo de Moctezuma.

También se les exigía el cese de los sacrificios, y colocar en los templos una cruz como signo de la religión verdadera. Marina se lo explicaba y a veces los lugareños lo aceptaban sin dificultad. En otras ocasiones, cuando Cortés percibía una excesiva resistencia, consentía que siguiesen venerando a sus antiguos dioses junto a la cruz, siempre y cuando se detuvieran los sacrificios.

Hacía casi un año que habían desembarcado en las costas de Yucatán y durante ese tiempo, cada vez que se encontraban con emisarios de Moctezuma, el de Medellín les había manifestado su intención de ir a verle en persona, algo que por fin estaba cumpliendo.

4

Tenían por delante cuatro días de viaje a través del camino escogido, entre dos volcanes humeantes que despertaban cada poco con tímidas erupciones que emborronaban parte del cielo. Cada cierto tiempo, en la escarpada Sierra Nevada, había que detenerse a apartar un árbol recién talado, en general uno de esos gruesos pinos del Nuevo Mundo, cruzado en el sendero.

A veces encontraban un cúmulo de rocas caídas o empujadas desde un peñascal cercano. Pero el camino lo despejaban los tlaxcaltecas o los totonacas con paciencia. Los españoles ayudaban. Y en todo momento avanzaban por delante sus corredores de campo a caballo, para ir descubriendo el terreno, seguidos siempre por peones muy sueltos, por si acaso.

Aunque los embajadores de Moctezuma se habían enfadado y hablaron bastante entre sí, pronto se resignaron a acompañarlos, con expresión fastidiada.

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