José Ángel Mañas - Conquistadores de lo imposible

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A partir del mítico año de 1492, y durante las siguientes seis décadas, un país que acaba de culminar una épica reconquista, descubrirá, conquistará y colonizará un continente inmenso que ha permanecido hasta entonces cerrado al resto del mundo.
¿Quiénes eran Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Bartolomé de las Casas o Lope de Aguirre? ¿Quiénes sus acompañantes en esos viajes y qué encontraron en aquellas tierras? ¿Qué los llevaba a regresar una y otra vez al fascinante Nuevo Mundo?
Con su característico estilo realista, José Ángel Mañas novela la mayor epopeya de la historia de España, recreando las dramáticas circunstancias de la más extraordinaria aventura protagonizada por nación alguna.

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—Va a ser verdad que es tan difícil de tomar como fácil de defender… —dijo Cortés a Marina, que, subida a la grupa de su caballo, mantenía su compostura.

Muchos tenían en mente las reiteradas advertencias de los caciques de la Sierra Nevada. Y sin embargo allí estaban, desfilando a pie por la calzada principal, mirando a los indios en las canoas a uno y otro lado. No se sabía quién maravillaba más a quién en aquel encuentro entre dos mundos.

7

La calzada se cruzaba con una más pequeña que iba a Coyoacán, otra población de la laguna. En el punto donde se juntaban había unas torres que guardaban los primeros guerreros.

Allí les salieron al paso más caciques. Bajaron de sus literas con gran dignidad. Tras preguntar en su lengua por el jefe de los teules, se presentaron ante Cortés y saludaron tocando el suelo.

Marina les dijo que eran bienvenidos. Cortés, destacándose de entre sus hombres, bajó del caballo para saludarlos con un abrazo castellano. Mientras tanto, su pequeño ejército permaneció expectante. Enseguida comprobaron que los caciques se apartaban para dejar paso a otro dignatario que apareció con un séquito aún más lujoso.

—Él es Moctezuma —dijo Marina.

La importancia del recién llegado se notó por el silencio reverencial que se había hecho. Su manta no era más rica que la de sus caciques, pero el fastuoso penacho que adornaba su frente, verde y en abanico como la cola de un pavo real, lo señalaba en medio de sus súbditos.

Moctezuma descendió de la litera. Caminó bajo un palio adornado con plumas, plata y oro y bordados de gran belleza. El palio lo portaban caciques descalzos que al frente del séquito del tlatoani se ocupaban de que no le diera el sol.

Moctezuma era el único calzado con cotaras, una suerte de sandalias, adornadas con pedrería.

Al ver que se apeaba, los caciques más cercanos se precipitaron a ayudarle.

Al mediodía subía la temperatura. Los barbudos ya no temblaban de frío, como en la sierra.

Por todas partes, los sirvientes echaban flores al suelo, para adornar el encuentro.

—Deteneos —dijo Moctezuma.

Los caciques lo seguían, con el palio, y un par de sirvientes barrían a su paso y echaban mantas al suelo justo por delante. Los españoles no perdían detalle. De los mexicas, ninguno osaba mirar al tlatoani. El portador del penacho imperial ya había reconocido a Malinche, por los retratos de sus embajadores, y Cortés se acercó hasta él.

—Os doy la bienvenida a mi ciudad, teules.

Cortés traía consigo un collar de cuentas de vidrio en forma de margaritas, con muchas labores, ensartadas en unos cordones de oro perfumados con almizcle. En medio del corro expectante, se lo puso al cuello. Ya le iba a abrazar a la usanza castellana, cuando dos caciques lo detuvieron sujetándole el brazo. Marina le explicó que aquel gesto, entre mexicas, era un menosprecio.

8

¡De modo que este era Moctezuma!

Cortés no apartaba la mirada. Procuraba grabar en su mente las facciones de aquel hombre bien proporcionado y algo seco de carnes, en la cuarentena, con cabellos ni largos ni cortos cubriéndole las orejas por debajo del penacho. El gesto serio, sin sonrisa ni agresividad, atento a cada palabra, mantenía la dignidad en todo momento.

En el peñote fortificado se había hecho un silencio absoluto. De lo que ocurría más allá, ningún español podía dar cuenta, de tan concentrados que estaban.

—Dile que un abrazo se lo dan en mi tierra dos iguales.

Cortés observó con satisfacción el collar de margaritas que le había puesto al cuello. Moctezuma parecía indiferente. Marina tradujo, pero el tlatoani, ignorando su presencia, solo tenía ojos para Cortés. Él y el barbudo extranjero se miraron con fijeza, como desentrañándose uno al otro.

Los ojos inteligentes de Cortés brillaban divertidos en medio de su cara poblada.

—Dice que, ante los ojos de sus dioses y su gente, no sois iguales…

—Dile que, según mi dios Jesucristo, el único verdadero, todos los hombres son iguales.

Esta vez, al barbilampiño Moctezuma se le escapó un ligero rictus de ironía.

—El tlatoani dice que no entiende qué poder tiene ese palo ante el cual os humilláis los teules.

Cortés comprendió que aquello no iba a ser fácil. Involuntariamente, buscó por el rabillo del ojo a Alvarado, Sandoval, Cristóbal de Olid, Juan Velázquez. Sus capitanes ya bajaban de sus caballos y esperaban con la mano cerca de la espada.

El de Medellín no perdía la sonrisa.

—Dile que no he recorrido ochocientas leguas para discutir sobre nuestros dioses.

—El tlatoani dice que ya os advirtió que no merecía la pena el viaje ni las penalidades que habéis pasado. No hay más que lo que veis: una ciudad en mitad del agua, donde vive el gran Moctezuma rodeado de sus servidores…

Moctezuma subrayó sus palabras paseando la mirada a su alrededor. A medida que se volvía a uno y otro lado, todos bajaban los ojos.

—Dile que he atravesado mares y remotas tierras y que sus súbditos me han hecho la guerra, han intentado burlarme, desanimarme, asesinarme… Aun así, aquí estoy gracias a ese palo, como él lo llama, que representa al verdadero y único hijo de Dios. Dile que lo sucedido justificaría mi enfado. Pero explícale que nuestro Dios enseña paciencia y misericordia, y que por eso renuncio a la venganza. Solo quiero la concordia entre nuestros pueblos.

—Dice que eso le complace. Si esto es lo que queréis, no tenéis más que aceptar sus ofrendas y partir.

9

Los españoles alzaron la vista hacia los grandes templos. Los cúes destacaban por encima de los demás edificios, dando su peculiar fisionomía a las poblaciones. En lo alto del Templo Mayor de Tenochtitlán, entre adoratorios y braseros humeantes, se veía a algunos sacerdotes pendientes desde lo lejos del encuentro. No había hombres de guerra a la vista y, sin embargo, los ejércitos de Moctezuma no podían estar lejos.

Cortés procuró agradar al tlatoani.

—Dile que eso no es posible. Soy emisario de un emperador al que los más grandes príncipes se someten. Él me envía para que el gran Moctezuma le reconozca como señor. Si acepta, podrá señorear sus posesiones. Si no, le haremos la guerra con nuestros truenos, y ya ha visto su poder.

—El tlatoani dice que no quiere hacer la guerra con los teules.

—Entonces, ¿se someterá?

Cortés se volvió extrañado a Marina.

Moctezuma hablaba sin mirarla nunca.

—Dice que primero quiere saber cómo es vuestro emperador.

—Dile que reina al otro lado del mar. Es el más grande de los señores cristianos y trata con justicia a sus vasallos… Y no pide sacrificios de sangre. Los sacrificios de sangre ofenden a nuestro Dios y a nuestro rey, y por lo tanto deben cesar.

Hubo un momento de silencio, antes de que Moctezuma hiciese una leve inclinación de cabeza. Sus caciques escuchaban con sus rostros impenetrables, sin expresar ninguna emoción.

—Dice que todo eso son cosas nuevas. Han de hablarse con tranquilidad.

—Dile que, como señal de vasallaje, sus pueblos pasarán en adelante a pagar tributos a don Carlos.

—Moctezuma dice que los pueblos por donde pasan los teules han dejado de enviar sus tributos, y que lo mismo hacen otros que van teniendo noticia de vuestra llegada.

—Aclárale que, si cumple con nuestras condiciones, seremos amigos. Y España respetará la vida y el señorío de Moctezuma. Dile que en mi tierra los tratados se pactan escribiendo los nombres juntos en un papel.

Moctezuma se inclinó. Por primera vez, tocó el suelo con su mano.

—Dice que en México basta con la palabra y la tenéis.

—Si no me falla la memoria, esa palabra me la dio antes y no la cumplió.

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