Antonio Herrero Serrano - Por la vida con Séneca

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La vida humana es una travesía. Séneca se la imagina como un viaje de Italia a la ciudad de Siracusa, en Sicilia. En el recorrido habrá peligros, contratiempos, tormentas y también quietud e incomparables maravillas. Con esa metáfora de la navegación, el filósofo nos hace adentrarnos en los anhelos de la existencia humana: el dar sentido a la vida y al tiempo, la búsqueda de la felicidad y la gloria; pero también, en sus pruebas y enigmas: el combate de los vicios y de las virtudes, la brevedad de la existencia, la vejez, la muerte, la inmortalidad.En
Por la vida con Séneca, el filósofo cordobés parece tendernos la mano para invitarnos a recorrer, sencillamente, a su lado, la aventura de la vida. Cogidos de su mano y llevados de sus obras, de estilo vivo e inquieto, captaremos no solo el pulso y la intensidad con que él recorrió esa travesía, sino que tendremos una carta de marear útil también para la nuestra.

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Más difícil es encontrar en el filósofo el origen del alma: ¿es emanación de la Naturaleza —con mayúscula—, que equivale a decir: emanación de Dios?; ¿tiene principio y fin?; ¿es una parte o partícula más del universo fundida con él? Inquietudes que permean el pensamiento de los filósofos más adelantados de la Antigüedad, sobre todo Platón. También invade la filosofía existencial de Séneca que, como se ha dicho, sigue en esto las huellas de la Academia.

Toda la grandeza del hombre se encuentra en la verdad sobre él: su alma está encarnada en un cuerpo. O encarcelada, si se prefiere la terminología platónica. Pero también la verdad del hombre incluye su miseria. Su documento humano de identidad le define como alma o espíritu encarnado. 8El hombre es un regalo divino y un mensajero de la divinidad para los demás: « Homo, sacra res homini » ( Epístolas , lib. XV, 95, 33). La cuasi religiosa definición, cargada por otra parte de humanismo, evoca de cerca la que circulaba entre los mejores pensadores griegos: ἄvθρωπoς ἀvθρώπῳ δαίμωv, caracterización o definición de las más elevadas que nos legó la Antigüedad. 9Con esas palabras, el filósofo de Córdoba completa el lado positivo del hombre, que había quedado oscuro o encubierto en la descripción anterior de la Consolación a Marcia . Si el hombre es un ser sagrado o divino para el hombre, lo debe principalmente a su alma. Si el hombre da vueltas a las cosas espirituales e inmortales —« immortalia, aeterna volutat » ( Consolación a Marcia , XI, 5)—, es por su alma; si el hombre es racional, se debe a su alma. El hombre, un pequeño dios o δαίμωv por su alma. Un prodigio siempre admirable por la grandeza de su espíritu. Viene aquí a la mente como eco el himno a la grandeza del hombre y a sus hallazgos que Sófocles hace entonar al coro en Antígona. Los dos primeros versos abren así ese canto: «Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre» (vv. 334-335). San Agustín de Hipona, siglos más tarde, va casi a reproducir ese noble pensamiento del dramaturgo griego, cuando escribe en La Ciudad de Dios : «El hombre es un milagro mayor que todos los que el hombre realiza». 10En cambio el cuerpo, cualquiera que sea el estatuto metafísico de unión que se le dé con el alma, evidencia su fragilidad, su desnudez y mendicidad existenciales. El cuerpo será el causante de que este animal —el hombre—, tan admirado, sea a la par tan despreciado —« hoc tam contemptum animal » ( Consolación a Marcia , XI, 4)— y haga que su miseria termine en la muerte. El dualismo platónico cobra en Séneca fuerte sabor romano y lleva al filósofo a moverse entre los dos polos naturales de esos elementos: encontraremos textos que son cabales himnos a la grandeza humana, parecidos al de Sófocles arriba mencionado, y luego tropezaremos — como nos ha pasado ya (cf. Consolación a Marcia , XI, 3) 11— con algunos escorados intensamente hacia la fragilidad que nos constituye.

Y continúa el texto con una descripción y desentrañamiento concretos y vivos para explicar la debilidad y fragilidad del cuerpo. Pero líneas más adelante del mismo capítulo, el pensamiento de Séneca despega de ese territorio del cuerpo, aun sin olvidarse de la vejez y de la muerte, para volar a lomos de la grandeza espiritual del alma: «En su mente da vueltas a proyectos inmortales y toma disposiciones para nietos y bisnietos, mientras la muerte le sorprende haciendo planes a largo plazo, y lo que se llama vejez se le reduce a un periodo de muy pocos años» ( Consolación a Marcia , XI, 5). Esa lucha entre la grandeza y la pequeñez están en la definición filosófica técnica del hombre. Séneca se atiene a ella: « rationale enim animal est homo » ( Epístolas , lib. IV, 41, 8). Pero sobre todo es el camino vital del hombre el que evidencia el forcejeo entre su elevación y su levedad.

De ahí que, con esas señas de identidad grabadas en su ser, el hombre recibe de la naturaleza un documento abierto a los avatares que pueblan su viaje existencial. Son las cartas de marear por la vida. Y Séneca usa con viveza esa metáfora del marinero que se embarca y de la nave que surca el mar. Incluso el filósofo, con un lenguaje más desgarrador, llega a escribir que estamos «arrojados a este mar profundo y turbulento que va y viene con sus flujos y reflujos, y tan pronto nos eleva con repentinas crecidas como nos precipita con mayores perjuicios y nos zarandea sin cesar y nunca hacemos pie en tierra firme» ( Consolación a Polibio , IX, 6). El de Córdoba sigue describiendo vigorosamente esas incertidumbres y naufragios de la vida. El símil entre la vida y la navegación es tópico en la literatura occidental. Por ejemplo, san Agustín, en el tratado sobre la felicidad, ya citado, compara la vida humana con navegantes arrojados también a un mar proceloso que, por fin, llegan a la paz del puerto de la filosofía.

La vida humana es, en efecto, una travesía con una serie de etapas que se van alejando y quedando atrás a medida que avanza la nave de cada uno. Etapas que corresponden a las diferentes estaciones de la existencia: niñez, juventud, adultez, vejez. Y el autor cordobés reviste la travesía de calor peninsular: como viajar de Italia a Sicilia, concretamente a Siracusa. La naturaleza nos orienta. El marinero que conoce esa zona del Mediterráneo —el Mare Nostrum— pone al tanto de sus peligros al que va a zarpar, para que no emprenda la navegación imprudentemente: «Si alguien le dijera a uno que quiere viajar a Siracusa: “Primero entérate de todos los inconvenientes y de todas las satisfacciones de tu inminente viaje, y luego hazte a la mar…”». Y sigue la descripción de tales peligros y de las incomparables maravillas de ese recorrido (cf. Consolación a Marcia , XVII).

Diríase que Séneca regala al lector —el supuesto viajero que se va a adentrar en la mar de la vida rumbo a la metafórica Siracusa—una guía vital, más que simplemente turística. Describe en efecto, con garbo y abundancia de detalles, todo ese recorrido, prueba de que el filósofo había hecho esa travesía. Además, esos entornos le eran familiares, sobre todo por las páginas literarias de la Eneida de Virgilio y de las Metamorfosis de Ovidio. La naturaleza hace otro tanto: avisa y advierte a sus navegantes. Algunos de los que se hacen a la mar van a ser buenos pasajeros. Otros, negligentes. Seguirán, respectivamente, los caminos del alma, que aspira a lo inmortal, o los del cuerpo, frágil, débil y proclive a lo que perece. Esa división de modos de afrontar la existencia se dará siempre. Ni hay que hacerse ilusiones desmedidas, ni hay que abandonarse a tragicismos. La naturaleza nos da su enseñanza, con la verdad en la mano, para muchas situaciones de la vida: «A todos nos dice la naturaleza: “A nadie engaño. Si tú engendras hijos, podrás tenerlos hermosos o deformes”…» ( Consolación a Marcia , XVII, 6). Es la advertencia para los casos que se pueden presentar en la familia. Y lo dicho sobre la familia se extenderá a otros avatares de la existencia. Así, la naturaleza nos da personalmente sus avisos y nos deja un catálogo o manual de instrucciones para vivir.

Es una prosopopeya de la naturaleza, madre y maestra de vida, que llama al realismo equilibrado en el modo de afrontar la existencia. El que se va a embarcar, concretamente en la vida matrimonial, ya sabe a qué atenerse y deberá asumir las consecuencias, y no tiene por qué acusar a los dioses ni a la naturaleza, pues esta es el vehículo por el que comunican su voluntad: «Si después de proponerte estas condiciones, engendras hijos, eximes de toda aversión a los dioses, que no te prometieron nada seguro» ( Consolación a Marcia , XVII, 7). El hombre no puede protestar contra ellos en las desgracias, porque la naturaleza ha avisado. De ese modo, Séneca advierte a Marcia, desconsolada por la pérdida de su hijo Metilio, que no tiene que acusar a los dioses de insensibles, menos aún lanzarles imprecaciones tildándolos de crueles. Marcia debe saber que ella misma ha nacido para las penas y las alegrías, y en ese momento está en la primera región: la de las tristezas. El supuesto interlocutor o lector de Séneca parece objetar, ante el dolor de Marcia: «Sin embargo, es duro perder al muchacho que has criado». A lo que el filósofo estoico sale al paso con esta respuesta: «¿Quién niega que es duro? Pero es humano. Para esto fuiste engendrado: para perder, para perecer, para tener esperanza y temores, inquietar a otros y a ti mismo, para tener miedo a la muerte y, a la vez, desearla y, lo peor de todo, para no saber nunca en qué situación te hallas» ( Consolación a Marcia , XVII, 1). Otra vez un bosquejo de la vida con tonos plomizos.

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