Javier Gallego-Saade - El Derecho y sus construcciones
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Javier Gallego-Saade. Abogado, profesor de Derecho Universidad Adolfo Ibáñez, Investigador asistente del Centro de Estudios Públicos (CEP).
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Por ejemplo, considérese el caso de una norma jurídica que en Argentina estableciera como condición para ejercer la docencia universitaria el tener más de 40 años. Supóngase que un positivista incluyente sostiene que dicha norma es inválida de conformidad con lo prescripto por el artículo 16 de la Constitución Nacional, que establece que “todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”. Esta norma, en la interpretación del positivista incluyente, consagraría el principio de igualdad como condición de validez de las normas dictadas por órganos inferiores, principio cuyo contenido dependería de una evaluación moral. Ahora, o bien existe un acuerdo social respecto del contenido del principio de igualdad tutelado por la Constitución argentina, en cuyo caso la determinación de si la norma bajo análisis es o no compatible con la Constitución argentina dependería exclusivamente de ese acuerdo social, con lo que la postura del positivista incluyente no diferiría en nada de la del positivista excluyente —quien sostiene que los criterios para la determinación de la validez de una norma dependen siempre de hechos sociales—, o bien no existe tal acuerdo. Pero en este último caso, decir que la validez de las normas jurídicas en Argentina depende en parte de que no vulneren el principio de igualdad, cuando no existe acuerdo respecto de lo que tal cosa significa, resultaría una fórmula vacía. En otras palabras, no podría decirse que la regla de reconocimiento del sistema jurídico argentino determina que la conformidad con un principio moral (el principio de igualdad) es una condición de validez de las normas del sistema. El positivismo incluyente o bien es una forma de convencionalismo pero entonces colapsa con el positivismo excluyente, o bien se distingue del positivismo excluyente pero entonces no es una forma de convencionalismo.
Como cuestión preliminar es importante señalar que para el positivismo incluyente la remisión a la moral que podrían implicar ciertos criterios de validez contingentes es una remisión a la moral ideal o crítica, a cuyo respecto se asume cierto grado de objetividad22. Pero entonces, que exista o no acuerdo respecto de su contenido debería resultar completamente irrelevante: si estamos de acuerdo con que la moral objetiva exige x, pero en realidad la moral objetiva no lo hace, el contenido del derecho dependerá de lo que diga la moral, no de lo que nosotros creamos al respecto, sea que exista o no acuerdo. La idea de objetividad en moral puede ser entendida de diferentes modos, pero en cualquiera de ellos aceptar objetividad sobre x implica aceptar que nuestras creencias acerca de la verdad de x no pueden confundirse con la verdad de x.
Hecha esta salvedad, examinemos cada uno de los dos cuernos que plantea el dilema. De conformidad con el primero, para que exista una regla convencional se requiere cierto grado de acuerdo, pero si existe ese acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, y la extensión del acuerdo define la extensión de la convención, tales criterios serían convencionales. Aquí existe a mi juicio una notoria confusión entre dos sentidos en los que puede decirse que una regla es convencional. En crítica a la concepción práctica de las reglas defendida por Hart, Dworkin sostuvo que ella desconocería una distinción importante: aquella que mediaría entre consensos por convención y consensos por convicción23. Los primeros se manifestarían en las reglas convencionales que un grupo social acepta, en aquellos casos en los que el que todos acepten la regla es lo que constituye la razón para hacer lo que ella dispone. Los segundos, en cambio, se darían cuando existe en un grupo social una práctica concurrente, pero los individuos adhieren a la regla por sus convicciones personales (cuando comparten los mismos principios morales, por ejemplo), no porque los demás la sigan. Lo que me interesa destacar al respecto es que una cosa es decir que una regla es convencional en el sentido de que su aceptación depende de la existencia de una práctica social compleja, de acuerdo con la cual que cierta persona acepte la regla depende en parte de que otros la acepten y la empleen como pauta de evaluación de la conducta, y otra cosa es decir que una regla es convencional simplemente porque estamos de acuerdo con lo que ella exige. Este segundo sentido, más débil, comprende muchos casos de reglas que no son convencionales en el primer sentido, en el que la regla se acepta por convicción, tal como lo diría Dworkin.
El primer cuerno del dilema sostiene que para que exista una regla convencional se requiere cierto grado de acuerdo, pero si existe ese acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, tales criterios serían entonces convencionales. Como se dijo, los criterios en cuestión, en el caso del positivismo incluyente, serían los criterios de una moral objetiva. Ahora bien, tomando en cuenta la distinción postulada entre los dos sentidos de “convencional”, el primer cuerno del dilema admite dos lecturas. De conformidad con la primera, si existe acuerdo respecto de los criterios de validez a los que la convención remite, tales criterios serían convencionales en sentido débil, lo que equivaldría a decir que existe acuerdo a su respecto. En esta intelección, el argumento sería completamente trivial por tautológico, y no tendría consecuencia crítica alguna respecto del positivismo incluyente. Como alternativa, podría entenderse que lo que se sostiene es que, si existe acuerdo respecto de los criterios de validez a los que la convención remite, tales criterios serían convencionales en sentido fuerte, esto es, su existencia dependería de una práctica social compleja como la indicada. Pero en esta lectura la afirmación resultaría sencillamente falsa: el acuerdo respecto de los criterios a los que la convención remite, por sí solo, no garantiza en absoluto que tales criterios sean convencionales en el sentido más fuerte de esta expresión. De hecho, si se trata de pautas de una moral objetiva, parece evidente que la existencia de acuerdo no revelará otra cosa que un consenso por convicción.
Pasemos ahora al segundo cuerno del dilema, según el cual, si no hay acuerdo respecto del contenido de los criterios a los que la convención remite, no existiría práctica social convergente y, por ende, no habría sino una convención meramente aparente pero vacía. Para examinar esta idea resulta crucial otra distinción: la que media entre la falta de acuerdo respecto de lo que exige una regla y su indeterminación. El primero es un problema epistémico; el segundo, según cómo se lo presente, es un problema ontológico o semántico. Si la remisión que postula el positivismo incluyente para determinar qué es derecho en cierta comunidad es a una pauta completamente indeterminada, entonces será correcto que tal convención resultará meramente aparente, esto es, vacía de contenido. Por ejemplo, supóngase que debe resolverse el problema del horario de inicio de cierto seminario, y todos los potenciales asistentes acuerdan en que comenzará un cierto día “por la tarde”. Semejante acuerdo sería un acuerdo meramente aparente, dado que la vaguedad de la indicación temporal tornaría inviable dicha pauta como solución al problema. Pero si la remisión que postula el positivismo incluyente para determinar qué es derecho en cierta comunidad es a una pauta a cuyo respecto no hay acuerdo, de esto no se sigue en absoluto que no pueda haber una convención genuina y no meramente aparente, siempre que el dominio de la remisión sea objetivo. Supóngase que, frente al problema anterior de la determinación del horario de inicio de un seminario, se acuerda que este comenzará cierto día “cuando caiga el sol”. La caída del sol en un lugar determinado es un hecho objetivo sobre el cual podemos o no estar de acuerdo acerca de cuándo acontece, pero en este caso la convención no es vacía o aparente por el mero hecho de que tengamos discrepancias sobre lo que ella exige. Y ello porque en este caso existe una pauta objetiva de corrección que es independiente de nuestros acuerdos o desacuerdos: incluso podría acontecer que todos estuviésemos de acuerdo en que el sol cae a cierta hora y, no obstante, todos estar equivocados en ello.
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