Después de Aristóteles, la gran revolución llega en el siglo I d. C. con el surgimiento del cristianismo. Basado en la idea de que Dios es el camino que proporciona la verdadera felicidad y en las enseñanzas de Jesús de Nazaret, Occidente encontrará una nueva forma de dar sentido a la persona en el mundo.
Uno de los mayores exponentes de la tradición cristiana es San Agustín (354-430). Sus aportaciones éticas se basan en la explicación del camino que seguir para lograr la felicidad, objetivo y fin último del ser humano, que no puede alcanzarse en esta vida terrenal, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana. La orientación correcta en la conducta debe provenir siempre de la Iglesia, que suple la ausencia de Cristo resucitado. La sociedad es necesaria al individuo, y los valores sociales y políticos son buenos siempre y cuando sean un reflejo de las enseñanzas del cristianismo, pues todo lo creado por Dios es bueno. Defiende la doctrina de la gracia y del pecado original y cree en la predestinación del ser humano, aunque es partidario del libre albedrío. Dios concede al individuo la libertad de decidir cómo actuar, le da la oportunidad de obrar rectamente, aunque conoce su tendencia a no hacerlo. Precisamente porque la persona es libre puede elegir entre el bien y el mal:
Si el defecto que llamamos pecado asaltase, como una fiebre, contra la voluntad de uno, con razón parecería injusta la pena que acompaña al pecador, y recibe el nombre de condenación. Sin embargo, hasta tal punto el pecado es un mal voluntario que de ningún modo sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad; esta afirmación goza de tal evidencia que sobre ella están acordes los pocos sabios y los muchos ignorantes que hay en el mundo. Por lo cual, o ha de negarse la existencia del pecado, o confesar que se comete voluntariamente. Y tampoco, si se mira bien, niega la existencia del pecado quien admite su corrección por la penitencia y el perdón que se concede arrepentido, y que la perseverancia en el pecar justamente se condena por la ley de Dios. En fin, si el mal no es obra de la voluntad, absolutamente nadie debe ser reprendido o amonestado, y con la supresión de todo esto recibe un golpe mortal la ley cristiana y toda disciplina religiosa. Luego a la voluntad debe atribuirse la comisión del pecado. Y como no hay duda sobre la existencia del pecado, tampoco la habrá de esto, conviene a saber: que el alma está dotada del libre albedrío de la voluntad. 31
Las enseñanzas de Platón y San Agustín, en primera instancia, y, sobre todo, la de Aristóteles marcan profundamente la obra de uno de los pensadores más influyentes de la historia occidental, Santo Tomás de Aquino (1225-1274). Defiende que toda acción tiende a un fin, si bien este fin expresado en la felicidad no puede lograrse si no es de un modo trascendente, es decir, contemplando a Dios, tal como apuntaba San Agustín. Los actos humanos son buenos si respetan el orden natural de las cosas dictado por Dios. La razón humana puede conocer la ley natural como norma de conducta. El primer precepto de esta ley es la conservación de sí, pero el sí mismo que tiene que ser preservado es el alma inmortal. En el alma humana reside la voluntad, el deseo de satisfacer necesidades, de conservar la vida y de orientarse al bien como tal. Todo ello configura el camino hacia la felicidad. Las virtudes son a la vez una expresión de los mandamientos de la ley natural y un medio para obedecerla. La ética está gobernada por la ley eterna, inmutable, que expresa la esencia divina con una perspectiva intelectual. La virtud es un hábito selectivo de la razón que se forma mediante la repetición de actos buenos.
La actividad moral se basa en la deliberación, es decir, en la elección de la conducta adecuada, y esta siempre será aquella que siga el precepto apuntado por Santo Tomás en Summa teológica : «Se ha de hacer el bien y evitar el mal» (Bonum est faciendum et malum vitandum) . 32
Como San Agustín, Santo Tomás de Aquino defiende que la sociedad es el estado natural de la vida del ser humano. El Estado debe procurar el bien de todos, para lo cual legislará de acuerdo con la ley natural. El individuo debe estar supeditado a lo comunitario, el bien particular al bien común.
Otro gran exponente del medievo, por su clara influencia en nuestro mundo actual, es Guillermo de Ockham (1285-1349); sus aportaciones han dado lugar al movimiento conocido como nominalismo. Afirma que los conceptos son palabras arbitrarias y convencionales que sustituyen a los objetos en la mente y nos permiten conocer la realidad externa aunque no tengan ninguna relación directa con ella. Lo que podemos conocer con claridad son entidades particulares, individuales; Pedro, por ejemplo. Si nos alejamos de este matiz, obtenemos un conocimiento confuso en el que no podemos diferenciar a unos objetos de otros; Pedro es similar a otros seres, como José o Antonio, y a todos ellos los llamamos hombres , término que puede aplicarse a otros objetos parecidos, pero que en todo caso supone un conocimiento confuso. Por tanto, lo que podemos conocer, en realidad, es lo individual y lo concreto.
Se trata de un pensamiento precursor del escepticismo, caracterizado por el intento de destrucción de previas teorías metafísicas que tratan de dar una explicación racional al universo. Contempla las pruebas tomistas de la existencia de Dios como no concluyentes, pues la búsqueda de la causa última de todas las cosas es infinita y nada puede garantizar que pueda llamarse Dios, solo es una posibilidad entre otras muchas. Estas ideas favorecen la libertad en el orden del pensamiento, que ya no ha de depender de ninguna idea sobrenatural.
Los mandamientos divinos son puramente arbitrarios y misteriosos, el hecho de que Dios tenga que ser obedecido culmina en el subjetivismo moral. Los actos que el ser humano realiza no son en sí mismos buenos o malos, sino que se catalogan como tales en virtud de que Dios los ordena o los prohíbe.
Las ideas de Ockham son consideradas por algunos autores como las raíces del derecho subjetivo occidental, en el que el individuo tiene poder de decisión y el Gobierno tan solo una responsabilidad limitada.
Supone, además, el punto de partida en el pensamiento individualista de Thomas Hobbes y John Locke y en la idea de contrato social de Jean Jacques Rousseau y en las corrientes filosófico lingüísticas modernas. Pero, además, nos ayuda a entender algunas posiciones del pensamiento posmoderno actual, caracterizado por ideas empiristas y agnósticas.
El espíritu crítico del nominalismo de Ockham no da respuestas claras a la comprensión de la realidad, ni una explicación convincente al modo en que la conocemos, y mucho menos al sentido de lo que debe ser obrar bien, aspectos que sí eran contemplados en la escolástica cristiana. Se abren así las puertas a una nueva etapa en el pensamiento filosófico: la modernidad.
1.2. ANTECEDENTES ÉTICO ANTROPOLÓGICOS DE LA RESPONSABILIDAD EN LA ÉTICA MODERNA
El periodo histórico conocido como Renacimiento, que transcurre entre los siglos XIV y XVI, va a suponer para la ética un claro cambio de dirección con el surgimiento del humanismo. Tanto la vida cotidiana, influida por las grandes transformaciones culturales, como las ideas acerca de las normas morales que deben prevalecer marcan un antes y un después respecto a la etapa medieval. Por primera vez el ser humano cree en el valor que tiene por sí mismo, considera que puede progresar y perfeccionarse, y ayudar a los demás a hacerlo, tomando como sustento el estudio de los clásicos, la elocuencia y el esfuerzo por integrarse de una manera positiva y activa en la totalidad ordenada y armónica.
El cristianismo de la Edad Moderna se representa en dos posiciones fundamentales. Por un lado, Erasmo de Róterdam (1466/69-1536), que defiende la libre voluntad de la persona que existe, aunque mermada, por el pecado original. Por otro, Martín Lutero (1483-1546), que parte de una posición pesimista en la que caracteriza la razón como parte intrínseca de la perdición humana y al humano como un ser que no está en condiciones para obrar libremente.
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