María Inés Falconi - Caídos del Mapa

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Los protagonistas de este libro, el primero, de una saga de 11 titulos son cuatro adolescentes compañeros de séptimo grado. Un día, aburridos en la clase de Geografía, deciden escaparse y esconderse en el sótano de la escuela. Todo parece diversión hasta que los descubre la buchona del grado, que amenaza con contar su travesura si no la aceptan en el grupo. ¿Aceptarán los chicos o se arriesgarán a las consecuencias? Aventura, convivencia en el ambito escolar, amistad, amor, familia son el eje principal de estos relatos.

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Decididamente, las chicas no tenían idea, pensó Federico, casi arrepentido de haberles dicho, aunque a él tampoco se le ocurría demasiado qué llevar. Se decidió por algo para comer y una revista de historietas, por si resultaba aburrido.

El que cargó con un verdadero arsenal de artefactos fue Fabián. Una linterna por si no había luz, su mp3, una soga, un destornillador, algunos alambres y tornillos y su último invento, el control remoto, porque nunca se sabe con qué puede encontrarse uno ahí abajo.

La hora de Música fue insoportable. Las canciones eran chicle. La voz de pito de la profesora les agujereaba los oídos y Miriam se había instalado justo en la fila de atrás. No los dejaba ni respirar. Preguntaba para qué a todo lo que les escuchaba decir, hasta cuando estornudaban. Ni las amenazas de Federico lograron espantarla esta vez.

El problema iba a ser deshacerse de ella en el recreo. Los chicos podían esconderse en el baño, pero las chicas no iban a poder escapar tan fácilmente. Si no podían sacarse a Miriam de encima, chau sótano.

Federico tuvo una idea. La llamó y le dijo:

—Si vos prometés ayudarnos, te contamos lo que vamos a hacerle a la Foca.

Miriam entró sin sospechar nada. ¡Por fin iba a enterarse de lo que estaba pasando!

—Durante el recreo vamos a llenar bombitas de agua en el baño y cuando empiece la clase, las vamos a vaciar contra la pared y le decimos a la Foca que pierde un caño y que se está inundando el aula. Entonces no va a dar clase o, por lo menos, va a perder un montón de tiempo –le explicó Federico.

—¿Y yo qué tengo que hacer? –preguntó Miriam, que de tan entusiasmada que estaba porque le habían avisado, no se daba cuenta de que era un plan descabellado.

—Vos tenés que entretener a la maestra. Traela al aula en el recreo y le mostrás la carpeta, no sé, lo que quieras. Algo se te va a ocurrir a vos que sos tan inteligente.

Miriam no lo podía creer. ¡Federico confiaba en ella! Claro que era inteligente, iba a inventar algo bárbaro.

—¡Ojo! –recalcó Fede– que no vaya a salir del aula.

—No te preocupes, dejame a mí –lo tranquilizó.

Listo. Con eso, Miriam se iba a pasar el recreo ocupada y, por suerte, la Foca también. Había sido redondo.

En ese recreo, los chicos no pudieron ni jugar, ni hablar, ni nada de nada. A cada rato les parecía que alguien los miraba, que toda la escuela los vigilaba. Antes de que tocara el timbre, se fueron al baño y ahí esperaron. Miriam había cumplido con lo suyo: la Foca ni apareció.

Se escondieron en el baño. Paula aprovechó para hacer pis como cinco veces. Escucharon el timbre. Escucharon a las maestras llamando a formar. Las voces de los chicos que se callaban. El típico grito de la de cuarto grado pidiendo silencio. Las puertas que se iban cerrando.

Fabián fue el primero en salir. Nadie en el pasillo. El sótano estaba frente al baño, apenas unos metros más allá. No había aulas en esa zona. Fabián cruzó silbando y puso la llave en la cerradura. Si alguien lo veía, podía decir que Ramón lo había mandado a buscar algo. Pero nadie pasó. Entró y dejó la puerta entornada. Atrás de él se metió Federico, como una ráfaga.

—¿Y las chicas? –preguntó Fabián.

—Qué sé yo –dijo Fede–. Se estarán peinando.

—¿Cómo se van a estar peinando?... Por ahí se arrepintieron.

—Entonces, vamos –Federico empezó a caminar.

—No, pará –lo detuvo Fabián–. Esperemos un cachito. Por ahí no pudieron salir.

Y era cierto. Justo cuando estaban por salir del baño escucharon que la canilla de la pileta estaba abierta. Se subieron al inodoro para que no les vieran los pies. Paula ahogó un estornudo que le hizo perder el equilibrio y meter el pie en el inodoro. Graciela se retorcía de risa y nervios. ¿Quién podía lavarse las manos tanto tiempo? La canilla no se cerraba nunca. Si seguían tardando, los chicos se iban a ir sin ellas. Graciela se estiró para mirar por arriba de la puerta. ¡No había nadie en el baño! La canilla había quedado abierta. Nunca había habido nadie.

Salieron, se asomaron al pasillo y se volvieron a esconder. Ahí venía la profesora de Gimnasia con los de segundo. Esperaron a que pasaran. Volvieron a salir. A los empujones, se metieron en el sótano justo cuando Fabián ya estaba cerrando la puerta.

—Casi nos vamos sin ustedes –les dijo Fabián.

—¡Uy! No sabés –empezó Graciela–, estábamos en el baño, ¿no?, y cuando tocó el timbre escuchamos una canilla abierta y entonces nos subimos…

—¡Para de hablar, cotorra! –le dijo Federico tapándole la boca–. Vamos.

Cuando cerraron la puerta quedaron en total oscuridad. Solo distinguían el reflejo de sus delantales blancos. Se agarraron de la mano y empezaron a caminar.

En el aula, Miriam, sonriente, esperó la llegada de sus compañeros. Suponía que cada uno traía una bombita llena de agua, escondida en algún lado. A medida que entraban los miraba como diciendo: “Y… ¿todo listo?”. Pero nadie le contestaba.

Esperó a que llegara Federico. Por ahí, era el único que lo sabía. Pero Federico no llegó, ni llegó Fabián, ni Paula, ni Graciela. La Foca comenzó la clase. Los chicos no aparecían y Miriam empezó a sospechar que le habían tomado el pelo. Lo primero que pensó fue en vengarse de ellos diciéndole a la Foca que faltaban cuatro compañeros, pero no se animó. Además, mejor iba a ser descubrir ella misma dónde se habían metido. Fingiendo que copiaba el mapa hacía conjeturas para adivinar dónde podían estar. Trató de recordar todo lo que había escuchado los últimos días. La Foca seguía dibujando.

Capítulo 4

—Che, ¿cerraste la puerta con llave? –preguntó Federico que caminaba adelante.

—No –contestó Fabián.

—No cierres –dijo Graciela–, a ver si nos quedamos encerrados acá adentro.

—Yo mejor me voy –lloriqueó Paula.

—No te podés ir ahora, no va a pasar nada –la tranquilizó Fabián.

—¿Y si viene alguien? –siguió Paula.

—¿Quién va a venir, nena? ¡Cortala! –le dijo Federico de mal modo–. Cállense y síganme a mí.

Iban avanzando por un pasillo angosto y con techo muy bajo. No había nada de luz.

Por el ruido, en el suelo debían haber papeles y maderas. Caminaban muy despacio para no tropezarse. En algún lugar debía empezar la escalera. Se apretaban las manos muy fuerte. De repente, Graciela pegó un alarido.

—¿Qué pasó? –preguntaron los chicos que iban adelante.

—¡Una araña! –dijo Graciela sacudiéndose las telas de la mano.

—¡Uy, nena! ¿Qué querías encontrar en un sótano? ¿Cortinitas blancas con voladitos? Debe haber millones de arañas y ratas también, así que no chilles más.

Las chicas ahogaron un gritito de asco.

—¡Paren! –ordenó Federico–. Acá empieza la escalera. Pero cuidado que el piso está roto y se pueden ir para abajo.

—¡Pará, Fede! ¿Cómo sabemos lo que hay ahí abajo? –lo frenó Graciela.

—Un sótano, qué va a haber…

—Yo no puedo pasar por ahí, me voy a caer –dijo Paula.

—Hacé lo mismo que hago yo. Vení, dame la mano –le ofreció Fabián.

De a uno, fueron bordeando el pozo por una madera que tenía atravesada y empezaron a bajar los escalones. La escalera también estaba rota. Fede seguía adelante buscando la manera más segura de bajarla. De vez en cuando, algo crujía bajo sus pies. Paula tenía las uñas clavadas en la mano de Fabián. Estaban descendiendo al centro de la Tierra. Esa escalera era interminable.

—¡Che, acá no se ve nada! –dijo Fabián.

—¿Y para qué trajiste la linterna, salame? –le contestó Federico.

—Para mirarle las piernas a Graciela –Fabián se había puesto chistoso de repente. La verdad es que, con el susto, se había olvidado de que tenía una linterna. La sacó del bolsillo y la prendió. ¡Maldición! Se le estaban acabando las pilas. No iluminaba más allá de sus pies.

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