José HVV Sáez - Cinco puertas al infierno

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Desgarrada, Julita Rivas se aferra a su adorado grumete para impedir que éste se embarcara a la aventura; su tierno corazón se triza, y llorando tendida sobre el muelle, se quiere morir cuando desaparece el marinero. Ella, al descubrir que espera un hijo suyo, se transfigura en una hembra peligrosa, dispuesta a matar por la vida de su cachorrillo. Una hábil estratagema le permite a Julia desposar al viudo Pedro Gonzales, un rico potentado de la zona. Pero, perturbada por el regreso del marinero, Julia se precipita al océano, abrazada a su hijo.

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—Señorita, es un inmenso placer… —saludó el intendente bastante azorado por la presentación.

—Señora, señora Julia de Gonzales —repuso ella con una firmeza inusual.

—Nos hemos casado esta mañana en medio del terremoto, ¿qué le parece? —explicó Pedro—, pero pase, intendente, adelante, haga el favor. Estaráabrumado de tantas complicaciones…

—¡Es verdad entonces lo que me han contado! Su sangre fría es admirable, Pedro —exclamó fascinado el intendente mientras se acomodaba—. Usted siguió adelante con su propósito, con independencia de los obstáculos, incluidos los pertenecientes a una naturaleza furibunda.

—Bueno, fue relativamente sencillo, ya se lo contaré un día más tranquilo que el de hoy —musitó Pedro, abrumado—, lo importante ahora es que nuestra ciudad está bajo la mejor tutela posible.

—Afortunadamente no surgieron mayores inconvenientes, ni administrativos ni militares. Todo está bajo control, ya que para eso tengo una bandada de funcionarios bajo mi mando, muchos torpes e inútiles, pero hay algunos que trabajan el doble, para contrarrestar.

—He ordenado una mesita privada, especial para usted y sus ayudantes, en el comedor de la casa; acompáñeme si es tan amable. Caballeros, tengan la bondad ustedes también —pidió Pedro a los recién llegados.

—Gracias, don Pedro, para mí hubiera sido imperdonable no asistir a esta celebración… Mis felicitaciones por su enlace y también mis parabienes para usted, Julita, si me permite la familiaridad.

—Aquí donde la ve. —Pedro la señaló orgullosamente—. Esta hermosa chiquilla salvó mi vida y mi propiedad, pero no vaya a pensar que me he casado solo por agradecimiento, bueno, ya se lo contaré más despacio.

—Pedro, ya pues, córtela con lo de la salvación —suplicó Julia por lo bajo, azorada ante los importantes personajes políticos que la rodeaban—. Perdóneme, señor, pero creo que me necesitan en las cocinas, con su permiso.

—Lamentablemente no podré estar demasiado tiempo con ustedes —decía la autoridad sin poder quitar la vista de la cimbreante Julia mientras se alejaba—. Lo siento, ya sabe, Pedro, obras son amores, pero antes de irme debo hablarle personalmente de algo de su interés.

—Faltaría más, intendente, pero lo primero es lo primero. ¡Vino para la primera autoridad! —, gritó estentóreamente a un mucamo—. Discúlpeme, se lo ruego, tengo que dar algunas instrucciones al personal y enseguidita estoy con usted.

Cuando el intendente Riesco, provisto de un grueso puro en la boca y una gran copa de coñac en la mano, vio entrar a Pedro, mandó salir a los ayudantes y les pidió que no le interrumpieran. Una vez a solas en el comedor, directamente y sin preámbulos le ofreció el cargo de contralor de la Intendencia, «una verdadera atalaya desde donde disfrutar del avance imparable del progreso en esta región». Pedro se le quedó mirando durante unos segundos con profunda admiración, le tomó de la mano y, agradeciendo calurosamente la confianza, le manifestó su entusiasmada aceptación, preguntando para cuándo debería estar disponible.

—Desde ahora mismo —replicó el abogado Riesco sonriendo intrigantemente—, porque ayer se accidentó gravemente el titular del cargo y no podrá volver a la Administración. Antes que me pregunte por lo sucedido, se lo diré: metió la manita donde no debía y se la aplastó una pesada roca.

—Entiendo.

—No, no lo creo. Se ve a la legua que es usted nuevo en esto de la administración pública, mi estimado Gonzales —le dijo la autoridad mientras clavaba sus ojos pardos en los de Pedro—. Aquí tratamos diariamente con la abnegación, la renuncia y, sobre todo, con la competencia.

—Lo puedo imaginar, intendente Riesco, y además, si me permite, seguro que tiene su razón de ser en la llamada poderosa que muchos sentimos para servir a los conciudadanos y no a los amigos, ¿verdad? — declamó Pedro.

—Así es, mi estimado contralor —manifestó el intendente, remachando el título—, pero sin pasar por alto a esos conciudadanos escogidos que son los buenos amigos. En este caso, la fidelidad y el sacrificio son requisitos fundamentales para merecer un cargo de mi confianza, y en usted he visto claramente esas virtudes.

—Y para ese cargo que menciona, ¿yo tendré que ir en alguna terna? —inquirió Pedro con gran satisfacción.

—La respuesta es sí, aunque eso sea un procedimiento torpe y mal pensado, pero déjeme decirle un secretito, yo tengo una varita mágica que permite que sea elegido quien convenga a los altos intereses territoriales, porque por la acera caminan muchas honestas y excelentes personas, pero ¿qué sabemos de ellas? —explicó el funcionario mirando atentamente la licorera.

—En tal caso —respondió Pedro con reverencia, sirviéndole una generosa copa de su mejor coñac francés—, no se hable más, estoy a sus órdenes, intendente. Me llena usted de satisfacción y debo decir que también me gustaría participar más activamente en el gobierno para organizar mejor todo el asunto de la expansión de los viñedos. He pensado que ahora mismo el…

—Mire, Pedro —interrumpió el intendente pasando el brazo por el hombro y omitiendo ya el tratamiento—, es que una cosa conlleva la otra. Si todo va como espero, dentro de un año de duro trabajo sería usted el candidato ideal para secretario general de la asamblea de empresarios y vitivinicultores de mi región. Pero lo verdaderamente interesante y seductor es que también ese secretario sería automáticamente ungido presidente de un club agrícola que pretendo crear dentro de poco; para que se conozca en detalle mi gran labor a favor de esta región, que es tan mía como suya, Gonzales. Así sabré de primera mano cuáles son las necesidades más acuciantes de mis mandados.

—Estoy abrumado, intendente.

—Usted es el primero a quien le hablo de esto, mi caro amigo, hoy me ha dejado usted muy impresionado por su temple y su arrojo… Por no mencionar la extraordinaria valentía de su preciosa y juvenil esposa; es que puedo verla jugándose la vida encerrada dentro de esa sacristía, con los techos a punto de desplomarse sobre su cabecita… todo por su deseo de unir su destino al suyo, una gran historia, créame, ¡qué escena tan extraordinaria! Y eso que a mí no es nada fácil impresionarme, debo decirle. Me he dado cuenta del tirón que tiene usted en esta ciudad y, si acepta y su bonita esposa le apoya, le puedo asegurar que esta es la antesala de una fulgurante vida entregada a la función pública. Hay mucho para conquistar. Y ahora el deber me llama. Vengan ambos a visitarme dentro de una semana a mi casa. Hasta luego y gracias por todo.

Las puertas del cielo se acababan de abrir ante Pedro, al son de trompetas. El príncipe-intendente le hacía señas para que se acercara a compartir la conquista, la lucha por ganar a los demás. Y él no pensaba resistirse ni un ápice. No habría nada ni nadie que le impidiera ahora sojuzgar a sus contrarios. Y se precipitó a los brazos de su nuevo mentor, a quien despidió con efusivas muestras de adhesión, respeto y acatamiento. Sonrió empachado de satisfacción; ya era un hombre público, un protector, un padre de la patria. Por lo tanto, se dijo enardecido, mi comportamiento y mi vida familiar ya serán de dominio público, por consiguiente, han de ser intachables. Mi esposa y yo estamos llamados a ser ejemplos de personas que viven sin mácula.

Cuando volvió al lado de Julia en el banquete ya eran más de las seis de la tarde, y los menos allegados estaban inquietos porque de la torta nupcial no se decía nada. Julia se lo recordó suavemente a su marido.

—Tienes mucha razón, ¡es que tengo que estar en todo, por las rechuchas del mono! —le contestó Pedro con voz pastosa y se incorporó de su asiento con cierta dificultad—. ¿Qué pasa con el vino en esta viña? ¿Ya se ha terminao? — gritó a voz en cuello, a la par que aporreaba una jarra de cristal vacía con un cucharón de plata—. No se preocupen, si es necesario lo traeré de la viña del Aravena, aunque tu vino sea imbebible, como todos sabemos, ¿no es cierto, amigo?

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