José HVV Sáez - Cinco puertas al infierno

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Desgarrada, Julita Rivas se aferra a su adorado grumete para impedir que éste se embarcara a la aventura; su tierno corazón se triza, y llorando tendida sobre el muelle, se quiere morir cuando desaparece el marinero. Ella, al descubrir que espera un hijo suyo, se transfigura en una hembra peligrosa, dispuesta a matar por la vida de su cachorrillo. Una hábil estratagema le permite a Julia desposar al viudo Pedro Gonzales, un rico potentado de la zona. Pero, perturbada por el regreso del marinero, Julia se precipita al océano, abrazada a su hijo.

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Fastidiado, se incorporó y se trasladó a la mesa de sus amigotes colocada en un sitio apartado quienes, estaban planeando alegremente la forma de largarse a pescar y a bañarse en el río, lejos de los pesados de los mayores.

—Mira qué cara de pescao trae este huevón —dijo uno de ellos a guisa de bienvenida—. Sácate la chaqueta, Segundo, que nos vamos todos al río.

—Sí, vamos, vamos, ¡qué buena idea! Eso me tendrá el melón ocupado hasta que se acabe esta chacota, pensó.

—¡El último en entrar al agua se la chupa a todos!

—¡Oye, Manuel, no seai salvaje! ¿Que no vis que está mi prima conmigo?

—Entonces, yo quiero ser el último, ¡ja, ja, ja!

Pedro Segundo también se rio a carcajadas y, silbando a Cano, su fiel perro de aguas, corrieron con el alborozado grupo hasta el minúsculo embarcadero que el abuelo José había mandado construir hacía años, quien más tarde, había ordenado levantar un sencillo cobertizo de alerce para cambiarse de ropa, guardar el bote, los aparejos de pesca y las sillas de madera. Después de bañarse ruidosamente, los chicos se subieron al bote de remos para alejarse a pescar. Pero Pedrito prefirió quedarse, estaba agotado, sintiendo un nudo en la garganta por la depresión que le invadía.

Se dejó caer de rodillas en el mullido césped, apoyándose contra la barca podrida; tras un espasmódico sacudón, Cano se echó a su lado, también con media lengua afuera, mirando fijamente a su amo que, envuelto en pesadumbre, rumiaba sus recuerdos y sus rencores contra la chica que había trastornado su juvenil felicidad para siempre, arrebatándole a su adorado padre.

El mozo sacó de su bolsillo un gran trozo de habano usado. Lo encendió y le propinó una profunda chupada cuya garganta no pudo tolerar, estallando en arcadas y toses.

—¡Te lo dije, tonto pelotudo! Los cabros chicos no tienen que fumar esas porquerías de los mayores —se burló Luis Ignacio, el jefe de la hermandad, que también llegaba del banquete.

No obstante, sin mirarle, prosiguió porfiadamente fumando, ahogándose y tosiendo, hasta que aburrido, lo lanzó lejos con rabia.

—Pero, ¡qué te pasa chico!

—Nada, ya casi tenía la historia del verano para ganar en la hermandad y me salió todo como el forro.

—¡Venga hombre, no será para tanto! —le consoló Luis.

—No voy a ganar con esta historia tan ñoña —se quejó Pedrito.

—Tú ya sabes las dos condiciones esenciales, veracidad y mucho erotismo. Pero cuéntamela y te daré alguna pista sobre tus posibilidades de ganar. Total, yo no soy del jurado.

Pedrito, ni corto ni perezoso, comenzó su relato sobre Julia desde que se habían encontrado por primera vez la pasada primavera, precisamente en Viña Sol.

—¡Qué bonita estaba el día que la conocí, cuando apareció aquí en mi jardín como si escapara de un cuento! Todo lo bueno que me pasó en verano fue por haberla conocido entonces.

El chico hizo una pausa para recuperar el cigarro tirado en el pasto y le pegó otra profunda chupada; se tuvo que echar al suelo a toser.

—Mira que te lo llevo diciendo, pelotudo, deja esa mierda…

Cuando el joven fumador consiguió controlar la respiración, los agradables recuerdos continuaron asaltándole.

—Y ese día, cuando fue a mi casa a despedirse de papá, ¡fue maravilloso!

La llevé de la manita para mostrarle todas las piezas; cuando entramos en la mía, se sentó en la camita, ¡puff!, casi se me van las cabras de la emoción solo al pensar en verla allí acostadita al lado mío. Casi me muero de gustito por los roces que me daba, ¿te imaginai? ¡Qué piel, qué olorcito a playa cuando se deslizaba por mi lado! ¡Y qué bella sonrisita!

—¿Y qué pasó? Le pegaste un buen atraque por lo menos…

—Nada, desgraciadamente después desapareció, regresó a la caleta con su padre, creo, cuando de repente, en enero, viene papá y me ofrece pasar las vacaciones de verano en la caleta, ¡en la casa de Julia! ¿Te podís creer? Yo solito con ella. Inimaginable, gallo.

—¡Qué suerte tenís, gallo!

—¿Suerte? Justo cuando yo llegué a su casa, su padre ya había enfermado gravemente y tuvieron que trasladarlo a un sanatorio o algo así, total, que apenas estuve tres días de vacaciones en la caleta y ni siquiera me pude bañar ni tampoco estar con ella.

—¡Al carajo las vacaciones, entonces, chiquillo!

—Efectivamente, aunque la cosa se arregló muy bien después de todo, porque ella se quedó un par de semanas en la viña mientras trataban a su papá en el sanatorio. ¡Qué maravilla de veraneo! Aunque no conseguí nada, me gustaba estar con ella, me tranquilizaba mucho y a mí me daba por hablar y hablar. De repente…

—Pero, ¿qué te pasa, gallo? ¿A dónde vai? —le amonestó Luis Ignacio.

—La orquesta está tocando buena música, ¿oi? Ella estará feliz bailando como un trompo. Es que ya no quiero seguir hablando de Julia… Cambió del cielo a la tierra, ya todo le daba igual, galla egoísta, ni siquiera se dio cuenta de que yo la quería como amiga para siempre. Aunque estaba rarilla entonces, yo soñaba con que fuese ella la que me descartuchara, aquí mismo estuvimos los dos tendidos en el pasto, pero al final parece que va a tener que ser con la chica de la kermesse, si es que la vuelvo a encontrar. ¡Uff! Qué frío, gallo, se está nublando mucho… Mira qué goterones están cayendo.

—Hora de irse pa’ la casa, Segundo; no, más mejor, metámonos en el cobertizo hasta que escampe un poco. Supongo que los navegantes habrán hundido el bote para poder tocarle el poto a la prima debajo del agua.

—Si a lo mejor le gusta y todo. Tenemos que esperar, ya se largó a llover de firme. ¡Oye, Luisigna!, ¿no te conté lo de la niña esa?

Y sin esperar respuesta, Pedrito se sentó en una silla de pino para relatar con gran orgullo lo que le había sucedido durante la gran kermesse del final del colegio en la ciudad, cuando alguien a quien él no conocía de nada le presentó a una hermosa y desconocida morena, cuyo negro color de pelo coincidía plenamente con el de sus grandes ojos, de penetrante e inquisitiva mirada. Aunque al comienzo a ella no la considerara más allá de un oportuno pasatiempo de fiesta juvenil, o sea un pinchazo, su buena conversación, amén de su gracia bailando, provocó en el chico la poderosa llamada de la selva. Desde ese momento la intentó monopolizar, cosa que no fue nada difícil, porque ella no parecía depender de ninguno de los invitados ni tampoco la habían traído sus amigos de la hermandad.

—Regalito del cielo pa uno que es tan choro —le había dicho a su amigo Mauri, pavoneándose con ella delante suyo.

A partir de ahí, el adolescente ya no tuvo ojos sino para ella durante toda la noche. Cada vez que el muchacho posaba sus ojos degollados en ella, la joven, abusando de sus numerosos encantos, se mostraba deseable y esquiva. Tenía un porte fenomenal, caminaba muy erguida y con mucho estilo, vestía ropa que parecía de estreno y se pintaba poco, lo suficiente para disminuir sus tupidas cejas y con un maquillaje suave y juvenil que resaltaba su juventud. Sus modales, aunque algo poseros y alambicados, parecían el resultado de una educación concienzuda por parte de sus padres.

Daba la impresión de que ella hubiera estado buscando a Pedrito, porque en cuanto lo vio, se abalanzó literalmente sobre él, como si ya lo conociera. Tenía la intención clara de adoptarlo para siempre. Parecía como si la mano del destino la hubiera empujado para cruzarse en el camino del chiquillo, tan abandonado, perplejo y púber.

—¿Te gusta bailar?, me dijo sin conocerme, imagínate, gallo, qué increíble invitación. Empezamos a bailar de inmediato en la parte de atrás de la sala y, después de unos cuantos bailes, ella se dejó apretar sin protestar y cuando se me puso como un palitroque, tuve que apartarme por la vergüenza que me dio, pero ella ni fu ni fa.

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