1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 Las risotadas de muchos achispados comensales resonaron por toda la propiedad, mientras los dos viñateros se abrazaban, palmoteándose fuertemente en la espalda. Pedro levantó una botella y se dirigió a todos:
—Bueno, ahora que estamos bien surtidos que entre el champagne, pues vamos a llenar las copas para brindar por esta linda chiquilla que me ha tocado en suerte como esposa y con la que espero desbordar esta familia de hijos y nietos. —Y levantando de golpe a su esposa de la silla, intentó, torpemente, besarla en el cuello en busca de la boca y, al fracasar, se animó todavía más—. Ahora vamos a bailar y enseguida cortaremos la torta más grande del país. —E hizo un ademán de director a los músicos que se arrancaron de inmediato a todo meter con los primeros compases de Der shoenen blauen Donau.
Dos reposteros vestidos de albo delantal con un vistoso bordado de la Gran Pastelería Ribalta entraron en escena portando un palanquín sobre el que descansaba la espléndida torta nupcial de catorce pisos. En el momento que el flamante marido cogió la mano de la esposa, que sostenía la gran paleta de plaqué, se hizo patente la primera lluvia de finales de febrero, la que llevaba horas anunciando sordamente que también se dejaría caer por el banquete. Descargó como una catarata de gruesos goterones que en un minuto empaparon la plataforma de madera para el baile, provocando que muchos inestables invitados comenzaran a correr en busca de refugio dentro de la casa; entre tanta batahola, la tía Angustias tastabilló y, no hallando nada mejor donde agarrarse para no caer que el mantel de la mesa, arrastró la grandiosa torta de novios en su despatarrado tropezón. Ambos, la señora y los catorce pisos, rodaron por el entablado estrechamente abrazados. En cuestión de minutos el violento chaparrón disolvió el chocolate y la nata por el piso. Desde el porche Julia miraba con desolación el cómico cuadro, pero estaba lejos de reírse.
«¿Hasta esto te parece mal?, preguntó, mirando a la tormenta a la cara.
La banda tuvo que correr a guarecer los instrumentos dentro de la casa. Todos los invitados permanecieron en el corredor a esperar que escampara.
—En este matrimonio lo tenía previsto todo, todo, menos esta inoportuna lluvia de mierda.
—Tienes razón, Pedro, sí que tiene gusto a mierda —dijo uno, completamente empapado.
—Esta sí que es lluvia, joder —aplaudió el viejo José buscando la jarra de ponche romano—, como las de Langreo, de las que levantan a sus muertos.
—Esto es el colmo. Mañana mismo voy a hacerme aquí una galería acristalada —prometió Pedro.
No quedó nadie en el jardín, solamente la gruesa lluvia que repiqueteaba sobre la tarima para bailar, las grandes mesas desnudas del casorio más grande que se había visto en la ciudad en mucho tiempo y un par de chopos viejos en la tapia del fondo, chorreando de agua.
—A mí no me gusta este patio, tan grande y pelao como una alfombra vieja —interrumpió Julia, dirigiéndose a José y a su mujer—. A mí me encantan los árboles, el agua, el sol, el mar, por supuesto.
—Pues entonces, haberte quedado por allá —masculló doña Ester.
—¡Cuánta razón tienes, Julita! Esto es mesetario, pero para eso yo soy el patrón, especialmente si es para dar gusto a mi querida niña. —Y se dirigió voceando hacia la cocina—: A ver, que llamen a Emeterio de inmediato, aunque esté durmiendo la mona, que seguro lo estará, me lo reportan aquí al tiro. Vámonos dentro, cariño, que la tarde se está quedando que dan tiritones. ¡Flori, prende la chimenea del comedor! Adentro todo el mundo…
La fuerte lluvia y el viento dieron cuenta de la mayor parte de los invitados quienes, educadamente, optaron por despedirse haciendo cola para saludar a los recién desposados y, al fin, poder besar a la novia, mirarla a los ojos y, con suerte, hablarle algunas palabras.
Sin embargo, unos pocos allegados que aún se resistían a dar por terminada la fiestoca del casorio intentaban prolongarla a toda costa, disculpándose con un cuando escampe un poquito, aprovechamos. Mientras tanto, se entretenían dando el bajo a cuanto líquido se pusiera a tiro, excepción hecha del agua de los floreros.
—Te voy a mostrar los regalos de casamiento que nos han llegado —dijo Pedro, asiendo a la chica por el talle y besándole la mano—. Pedrito, ¿dónde estás? Ven aquí enseguida.
—Mmhh, mmhh —negó mudamente la vieja Dorotea apuntando con el mentón hacia el río.
Realmente aquello fue como abrir la cueva de los tesoros, porque allí todo lo que había relumbraba con fuerza, testimoniando la preeminencia, proximidad y el cariño por el novio. Lámparas de colgar y de pie, peroles de cobre bruñido, cuchillería de plata, loza inglesa, espejos venecianos, cuadros con marcos repujados en plata, un bargueño traído de Lima, esculturas de bronce, candelabros, relojes, mantelería bordada en Brujas, cojines de petitpoint, etc.; una infinidad de objetos acumulados sobre las mesas y regados por el suelo alfombrado, como si fuera una grandiosa tienda de antigüedades y regalos. Julia miraba con la boca, no abierta, sino desencajada, los ojos casi saltándosele y la mano en la garganta. Le asaltó la triste sensación en el estómago que esa sería la única vez que vería junta toda esa enormidad de riqueza, y que al fin y al cabo, tampoco le importaba demasiado porque ni siquiera era suya.
Pedro, alborozado, empezó a mostrar a Julia cada obsequio en particular, leyendo las tarjetas, explicando detalladamente quién lo enviaba y por qué lo hacía, hasta que ella, al límite del aburrimiento ante tantísimo nombre y razones desconocidas, le susurró a Pedro su deseo de retirarse un momento a la habitación.
—Te refieres a nuestra habitación —le espetó Pedro sonriendo—, conque ve acostumbrándote a tu nuevo estatus. ¿Qué te pasa, cariño? Pareces cansada.
—Debió ser el vino —exclamó Julia sobándose la barriga—. Me siento bastante mareada y muy molida.
—¡No estarás insinuando que MI vino pone mala a la gente! Seguro que ha tomado el de Aravena —dijo riendo Pedro y mirando a sus amigotes mientras abrazaba a su mujer con fuerza.
—Yo solo digo que tengo que retirarme, ¿o tengo que contarle todo lo que voy a hacer? Ahora mismo vendré. —Y sin esperar más comentarios, ella se desprendió del abrazo y salió presurosa hacia la alcoba matrimonial.
—¡Qué le vamos a hacer! —, le explicó Pedro a Jacinto, que aún bebía a su lado—. Es demasiado joven, pero ya aprenderá a apreciar nuestros grandes vinos, como casi todo el mundo, ¿no te parece? ¡Qué viva Viña Oro! Y a beber como es debido. Vamos a cantar todos, vamos, ¡alegría, amigos!
Julia penetró en la alcoba y se fue rectamente a la cama, atenazada por el recuerdo de su querido padre, enfermo y solo, ignorante de todo, y quiso soltar una lágrima pero no le quedaba ya ninguna. El cansancio y el agobio del larguísimo día pudieron con ella y, adolorida, apenas pudo subir las piernas a la cama, quedándose tal cual, casi atravesada, vestida hasta con los zapatos puestos. A sus oídos apenas llegaba la ahogada música de los agotados cantantes tratando de animar una fiesta ya moribunda por falta de combustible de calidad humano.
Al cabo de unas dos horas o así, se despertó sobresaltada; estaba segura de haber oído el ruido de un vehículo saliendo de la casa. Aguzó el oído, pero nada.
Imaginaciones mías, tengo que arreglarme, seguro que me están buscando. Ahora debería peinarme y pintarme, para volver con una cara más presentable. ¡Qué asco de vino y de comida! No sé cómo toda esa gente puede estar tanto tiempo con lo mismo, una y otra vez. ¡Dios santo, se me parte la cabeza, pero si son más de las doce! Y ahora, ¿qué ropa me pongo? ¡Qué día, con todo lo que tengo que hacer mañana temprano encima! ¿Pero dónde estarán todos? Están muy silenciosos… ¿Se les habrá acabado la cuerda ya? Ojalá que esta comilona espantosa se haya acabado… Por Dios, como me huele el pelo a cebolla y a humo… y esta ropa está ya toda transpirada… Esta blusa irá estupenda…
Читать дальше