Va a ser ahora, se dijo con decisión. Se giró y se encaró con la puerta, dispuesto a enrostrarle su culpa por hacer que su adorado y perfecto padre hubiese perdido la chaveta por completo. Y la acusaría de haberlo hechizado para separarlo de él, destruyendo su única felicidad. Aunque, pensó, también le voy a confesar lo feliz que fui en su compañía, cuando se creyó enamorado y correspondido por ella.
Pedrito seguía con el brazo levantado y los nudillos preparados para golpear con fuerza la puerta de la habitación de la chica. Y exclamó,
«¡Tiene que ser ahora, Segundo, está sola, en cuanto te abra, entrai y le dai un beso en too el hocico, con lengua si puede ser… Si total, no la vai a ver nunca más… Pero tenis que salir aprecue a donde sea… Entra ya, güevón miedoso…
Envalentonado, golpeó dos veces con fuerza, hasta que se entreabrió la puerta muy despacio y apareció Julia de pie en el dintel, mirándolo con gran inquietud. A él le pareció que ella le sonreía y que, al hacer ademán de retroceder, le estaba invitando a entrar en su habitación.
El muchacho entonces dio un gran paso dentro, le lanzó una mirada cretina, estiró el brazo y abrió la boca para descargar todas sus iras y sus amores contenidos durante tantas semanas recientes, pero la nuez se le subió hasta las amígdalas y, haciendo un gran esfuerzo por articular palabra, solo atinó a exclamar guturalmente dos palabras:
—¡Nunca, nunca!
Y escapó en torbellino.
Encerrado en su cuarto, sentado en el suelo a los pies de la cama, el joven Pedrito levantaba el puño una y otra vez hacia la puerta cerrada. Su cabeza estaba llena de instantes estupendos que pasó junto a ella en las recientes semanas del verano en la viña, pero se estremeció al recordarla caminando de blanco en la iglesia, para entregarse en los brazos de su mismísimo padre.
Soy un idiota perdido, ¿por qué demonios tuve que salir gritando al camino a parar la ambulancia? Maldigo ese minuto, pues uno antes o uno después y mi vida hubiera sido otra muy diferente… Y ahora, ¿qué chuchas voy a hacer? Mañana mismo me largo, ya no hay nada para mí en esta casa… Bueno, no. Primero voy a esperar a que estos dos se vayan de viaje de luna de miel y entonces me lanzo a la vida… Sí, señor, para cuando hayan regresado yo estaré ya muy lejos, sobando a mi rica morenita en una cama grande y calentita… si es que la encuentro.
Con ese tibio pensamiento, cayó rendido.
Entretanto, en la habitación de enfrente, la joven y dulce Julia dormía profundamente, sonriendo al recordar que aquel día en la ambulancia, gracias a Pedrito, ella había podido conocer a quien hoy la ha acabado de desposar, salvándola así de un negro destino.
«Ha sido fácil, gracias, virgencita pero ahora me queda lo más duro…
Episodio 4. De cómo Julita salvó Viña Sol
La ambulancia militar que transportaba al teniente coronel Nicolás Rivas y a su hija de dieciocho años, la señorita Julia Rivas, circulaba despacio por el camino que discurría a lo largo del caudaloso río Amarillo, por ser octubre un mes de grandes deshielos. Desde que habían salido de su casa en la caleta de Las Cañas, el militar y su hija conversaban animados sobre la belleza del paisaje: a la derecha, el río brincando ruidosamente, regándolo todo con una tenue nube de humedad que aleteaba sobre los floridos jarales; y al otro lado, las puntas bronceadas de los viñedos que llenaban el soleado valle.
Faltando poco para enfilar la curva del puente de piedra, apareció en medio del camino un muchacho que gritaba pidiendo ayuda, agitando los brazos con desesperación. El conductor, imprecando, tiró con fuerza de la palanca del freno haciendo que el pesado vehículo derrapara por el barrillo, hasta que se detuvo con brusquedad contra el muro del puente, haciendo que los viajeros resbalaran de los asientos. Un militar, muy alarmado, descendió prestamente del coche y, subiéndose los anteojos por encima del quepís, le increpó con severidad:
—¿Pero tú estás tonto, chiquillo? ¡Casi te estampamos contra el muro!
—¡Hay un hombre muerto! ¡Por favor, vengan a ayudar, lo aplastó un tonel y no respira! ¡Está allá dentro, en la bodega! —dijo el chico, sollozando histéricamente, mientras señalaba hacia los techos que asomaban al otro lado del puente.
—Bueno, bueno, ahora mismo iremos, tranquilízate, chico, súbete a la pisadera y llévanos allá. Somos del sanatorio militar… ¿Hay muertos?
El coche se puso nuevamente en movimiento, enfiló el puente y, guiado por el joven, entró a la izquierda por un sendero lateral de tierra, bordeando una larga tapia de adobe hasta detenerse delante de una explanada con un portón de gruesa madera coronado por un arco donde podía leerse Viña Sol en delicadas letras de hierro. El chico abrió una hoja del portón y el vehículo entró al antejardín de una bonita casa de piedra caliza, tejada con alerce, la cual rodearon con cuidado para luego cruzar un gran patio trasero y detenerse delante de un gran galpón de ladrillo sin ventanas. Allí se encontraba una decena de trabajadores hablando y gesticulando, que se callaron enormemente sorprendidos al ver entrar un vehículo gris verdoso con una gran cruz roja pintada en la puerta.
—Allá dentro está el muerto —chilló el mozalbete.
—Cabo, traiga mi maletín —ordenó el militar, abrochándose una bata blanca sobre la casaca.
Ambos uniformados entraron corriendo dentro de la bodega, guiados por los trabajadores, mientras Nicolás y su hija Julia permanecieron sentados en el interior del vehículo, mirando atentamente.
Al cabo de un instante, se oyó el estruendo de una puerta al abrirse con gran violencia. Un trabajador moreno y de pelo largo, con un pañuelo negro al cuello, salió corriendo del galpón para adentrarse velozmente entre las hileras de vides recién podadas, hasta una tapia que escaló y saltó con gran facilidad. Sorprendida, ella observó que nadie le perseguía, ocupados como estaban todos con el accidentado de la bodega. Julia se agarró con ansiedad del brazo de su padre y continuó observando con expectación.
En ese momento, el conductor militar regresó apresuradamente para recoger unas parihuelas y unas frazadas. Mientras le ayudaba a llevarlas, Julia relató al enfermero la huida que acababa de presenciar, pero notó que él no hizo demasiado caso de la historia, asintiendo vagamente. Al entrar en la bodega, vio que allí dentro se alineaban filas y filas de toneles recostados uno encima del otro hasta casi alcanzar el techo. Un alarido doloroso brotó de detrás de una de las filas, retumbando dentro del recinto.
Al acercarse, la chica se encontró con un círculo de compungidos peones que miraban al suelo; ella siguió al sanitario hasta que este se inclinó al lado del capitán médico; entonces vio que estaba sujetando a un hombre de edad madura con la pierna rota y el zapato apuntando hacia atrás, que yacía en el suelo gritando destempladamente y agarrándose la cabeza. Mientras el enfermero armaba las parihuelas para meterlas bajo el cuerpo del herido, el médico aplicaba un grueso trapo con cloroformo sobre la nariz del accidentado.
Trinques, flejes de acero y duelas rotas yacían por doquier. Varios toneles estaban repartidos con desorden por el suelo, ya que al parecer toda una fila se había desmoronado. Julia, queriendo observar mejor, se acercó un poco más; allí olía fuertemente a alcohol y a madera, hasta que despavorida se halló pisando un lago de sangre. Entonces se alejó gritando, seguida muy de cerca por el chiquillo del camino.
—Es vino, no te preocupí —exclamó este, sujetándola por el brazo—, no es sangre. ¿No vis que tiene espumilla? Es un carísimo Gran Reserva —repetía en tanto el líquido se escurría lentamente por un sumidero—.
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