Laura Riñón Sirera - El sonido de un tren en la noche
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huida. Una novela sobre el pasado y la posibilidad de volver atrás. Esta es la historia del viaje interminable de una mujer que pudo tenerlo todo y que se vio obligada a olvidar su pasado para convertirse en otra persona, con la que tuvo que aprender a convivir. Una mujer a la que la vida le enseñó que
en la huida el cobarde demuestra su valentía.
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—Es de pesca —aclaró Maggie asomando la cabeza por el agujero del plástico trasparente que le cubría el cuerpo entero—. Son feos, pero son los mejores para este tiempo. —La luz blanca entraba por las ventanas—. No te dejes engañar por el sol y escucha el mar. El mar nunca miente —sentenció.
No entendía nada, pero obedecí, me puse un chubasquero como el suyo, y apreté el gorro amarillo. Nada más cruzar el umbral de la puerta un velo húmedo se posó sobre mi cabeza, las gemelas me miraron de reojo y acto seguido me calé el gorro hasta los ojos.
Fue el primer día que pasé por el lugar en el que me había escondido. Ni siquiera me había molestado en averiguar cómo era aquel pueblo más allá del jardín en el que el triciclo seguía oxidándose. Dejamos detrás de nosotras La Casa de La Playa y llegamos hasta una calle solitaria. Las luces de varios semáforos suspendidos por unos cables cambiaban de color, para controlar un tráfico invisible, y el rugido de las olas sobrevolaba los techos de la fila de casas que bordeaba la línea de la playa. El escenario que descubrí aquel día, rodeada por las fachadas que se levantaban a nuestro paso, tan pulcras y perfectas, y la calma en la que caminábamos me pareció tan poco creíble que apenas presté atención a la conversación de las gemelas hasta que Maggie apretó mi brazo. Escucha, escucha, me ordenó con la mirada clavada en su hermana. Dolly estaba hablando de sus bisabuelos, los de la fotografía de casa, ¿recuerdas?, me preguntó. Y se colgó de mi otro brazo. Cada vez que Dolly quería asegurarse de que tenía mi atención se colgaba de mi brazo. Y así fue como, por la idílica quietud del entorno y el increíble relato que escuché por primera vez, descubrí el pueblo de Hats.
Escoltada por las gemelas, fui testigo de una de las historias reales más fascinantes que jamás he escuchado. Hubo un tiempo en el que Hats era solo un lugar sin bautizar, un rincón perdido en la costa más allá de las montañas, al oeste del oeste. Un destino desconocido hacia el que se dirigían los peregrinos en busca de oro. De tierras vírgenes. En busca de un nuevo comienzo. Peregrinos que huían para encontrar, no para escapar. Eso era lo que me diferenciaba de ellos. Maggie y Dolly se contagiaban de su mutuo entusiasmo, parloteaban sin parar, brujuleaban por los años pasados y su discurso, a ratos atolondrado y otras emotivo, era cada vez más apasionante. La una terminaba las frases de la otra y representaban sus diálogos con una coordinación ensayada.
Entre la incredulidad y el asombro descubrí que los bisabuelos de aquellas dos mujeres fueron las primeras personas que habían llegado hasta allí a finales del siglo XIX. El señor y la señora Hat, exclamó Maggie. Así es, sweetie , este lugar se llama así por ellos. Y por nosotras, agregó Dolly. Es cierto, hermana, es cierto. Y por nosotras. Enmudecí. Caminé a su lado y atendí al resto de su relato mientras mis ojos, aún doloridos por los días de aislamiento, tanteaban los rincones que se iluminaban a nuestro paso. Los Hat estuvieron viajando durante más de dos años con su vida empaquetada en un carro de madera tirado por dos caballos, saltando de un estado a otro, sin llegar a descubrir su particular tierra prometida. No vayas a creer que solo hay una tierra prometida en este mundo redondo, aclaró Maggie, esa es una de las muchas mentiras que nos cuentan los libros de historia… Depende de quién la busque, la tierra prometida está más hacia el este o hacia el oeste. Al norte o al sur. Cuando los bisabuelos Hat llegaron a la cima de una de las montañas que rodeaban el pueblo y vieron el mar, supieron que habían encontrado su oro. O eso fue lo que aseguraban las hermanas. La bisabuela jamás había visto el mar, y al verlo por primera vez creyó que el océano era algo místico, una representación de dios en la tierra… Y por eso nosotras solo creemos en el dios del océano. ¡El Santo Océano cuida de nosotras!, exclamaron al unísono. Es imposible que mi desconcierto no aparezca con este recuerdo, aunque tengo la duda de que el tiempo lo haya idealizado. No se debe creer lo que uno no ha visto con sus propios ojos, ni tampoco se debe confiar en las palabras que nosotros mismos no nos atreveríamos a decir. Esta es la razón por la que aquella historia se ha quedado en el imaginario de mi memoria, aunque con el tiempo decidiera convertirla en realidad.
Hasta Hats llegaron familias enteras, agotadas de su cruzada por todo el país, y que solo buscaban un lugar en el que descansar y comenzar una vida tranquila.
—Nosotras somos esos hijos de los hijos de los hijos…
—Maggie, creo que esa parte ha quedado clara —replicó Dolly.
—A ti te ha quedado claro, porque tú conoces la historia. Pero Sophie igual no nos ha seguido, mira qué cara de susto tiene…
—Sí, sí, me ha quedado claro.
Las gemelas habían nacido y vivido toda su vida en Hats. Habían salido de su burbuja costera en contadas ocasiones. Cinco veces, para ser más exactos. Era posible vivir al margen de la vida que latía más allá de las montañas, y aunque estuvieran al tanto de lo que sucedía al otro lado, no tenían interés en verlo con sus propios ojos. Se mostraban felices. Eran felices. No soñaban con tener otras vidas. Nacieron en La Casa de La Playa, crecieron con la ampliación de la misma, ayudaron a pintar la fachada y las ventanas, renovaron las habitaciones, pusieron en marcha el restaurante, enterraron a sus abuelos, y a sus padres. Y a muchos amigos. Se despidieron de los que no quisieron pasar sus vida aislados en aquel lugar remoto.
Eran dos personas únicas. Dicharacheras, enemigas del silencio, cariñosas en exceso y rápidas en sus gestos y palabras. De corta estatura, aunque preferían definirse como personas de esencia concentrada. Eran jóvenes, aunque ya hubieran cumplido los sesenta, y por su mirada azul cualquiera podría creer la historia que inventaron acerca de cómo su madre dio a luz en el agua y el mar las escupió en la playa. Maggie repartía su tiempo entre la cabaña que se había construido en el jardín y La Casa de La Playa. Ninguna de las dos tenía hijos, y tampoco hablaban acerca de ello. Hasta el momento en el que yo las conocí solo habían salido de Hats para ir al hospital en dos ocasiones y para viajar hasta Grants Pass, una pequeña ciudad al sur del estado en la que vivía su tía Rachel. Pero la tía Rachel murió y fue enterrada junto a su hermana, en el cementerio de Hats. Explicaron, señalando más allá de los tejados que salpicaban la ladera de la montaña. No me gustan los cementerios, respondí cuando propusieron pasear hasta allí. Intercambiaron una mirada de sospecha. Y callaron.
Sentí la necesidad de abrazarme a las inhóspitas vidas de las gemelas, y de dejarme envolver por la extraordinaria fantasía que acababa de descubrir y en la que, extrañamente, me sentía a salvo. Cuando regresamos a La Casa de La Playa quise sellar un pacto conmigo misma y comprometerme con la emoción que acababa de invadirme. Saqué unos billetes del bolsillo secreto de mi mochila, y conté el resto antes de volver a guardarlo. Cuatro meses, dije. Cuatro meses, repitió Dolly. Cogió el fajo y se lo guardó en el bolsillo de la falda, ¿sigues en la número 7?, preguntó. Sí, si puede ser. Muy bien. Escribió mi nombre con letras mayúsculas en varias páginas de su agenda hasta llegar al mes de septiembre. Maggie esbozó una generosa sonrisa, asintió con la cabeza y dio unas palmadas en el aire.
Desperté tras una noche sin sobresaltos y con la nostalgia dormitando sobre la almohada. Giré los números de madera del calendario que colgaba en la pared. 27 de mayo. Cinco meses. Felicidades, Sophie, le dije al reflejo de mi espejo. Como cada día 27 me escribí una carta. Era mi manera de mantener mis recuerdos a salvo de la realidad que debía de estar viviendo. Ese día 27 la carta iba dirigida a mi hermano, inspirada, quizás, por una de las cartas de Karen Blixen que había leído en uno de los libros de la biblioteca de Maggie. En una de las misivas la autora le decía a su hermano que el destino de los otros siempre sirve para explicar algo. No sé qué explicación podrían encontrar los demás en mi destino, escribí, ni siquiera yo la encuentro, creo que en el fondo solo se trata de aceptar el nuestro y de no buscar explicaciones.
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