Ahora bien, en lo que realmente interesa para el presente estudio, es importante poner de presente que, respecto de su obligatoriedad o carácter imperativo, tampoco existe una definición muy clara por parte de la doctrina, pues si bien se reconoce que, en principio, el plan tiene un carácter vinculante, aparece la inquietud de si es siempre vinculante –o si pueden existir planes que no lo son–, de si es vinculante solo para el sector público, para una parte del sector o también para el sector privado, abriendo la puerta a que existan diversos planes vinculantes y no vinculantes.
Por ello, la doctrina ha propuesto diversas clasificaciones de planes, según su carácter vinculante o no, lo cual implica que existen planes indicativos –que contienen datos y proyecciones–, planes imperativos –que son vinculantes, a veces solo para el sector público y a veces también para el sector privado– y planes orientativos –que tienen la idea de informar, pero que incluyen instrumentos que se convierten en mecanismos de coaccionar su cumplimiento– 53. Esa diferencia entre los planes vinculantes y los no vinculantes es lo que ha llevado a la doctrina a proponer la diferencia entre plan y programa administrativo, en donde el primero es vinculante mientras que el segundo tiene efectos puramente internos y es apenas indicativo para los terceros distintos a la Administración autora 54.
Como se ve, a pesar de que la actividad de planificación resulta particularmente relevante en la ordenación del territorio, la misma no se encuentra exenta de problemas jurídicos que, sin duda, se trasladarán al ámbito de la planificación de las infraestructuras públicas con incidencia local. Así, además de los problemas de distribución de competencias que clásicamente surgen en materia de ordenación del territorio, en materia de planeación se evidencia que los diferentes tipos de instrumentos de planeación, al igual que los distintos niveles en que se aplican esos planes, tendrán particular importancia en la determinación de la ubicación de las infraestructuras públicas, la posibilidad de su ampliación, las exigencias particulares para su desarrollo y, en fin, la imposición de limitaciones y prohibiciones que, al final, permitirán establecer si hay o no lugar o si hay o no posibilidad jurídica, técnica y económica de llevar a cabo un desarrollo de una infraestructura pública, con lo cual el Estado podrá implementar una verdadera planificación territorial de dichas infraestructuras. Naturalmente, esas decisiones de planificación, en ocasiones, serán imperativas (planes en sentido estricto) y, en otras, serán en principio indicativas (planes indicativos o programas administrativos), pero con unos efectos técnicos o económicos de estímulo o desincentivo de tal magnitud que darán lugar a que sea el Estado quien finalmente determine la ubicación de las infraestructuras públicas en el territorio.
Ahora bien, como consecuencia de ese reconocimiento de la existencia de la actividad de planificación y de su aplicación a la ordenación del territorio, y, con ello, al desarrollo de las infraestructuras públicas, el hecho de que cada día mayor protagonismo en materia de provisión y gestión de infraestructuras lo tiene el sector privado implica varias consecuencias: el rol del Estado cambia para “pasar a desempeñar el papel de planificador, regulador y controlador” 55de la infraestructura, por supuesto, únicamente respecto de las infraestructuras públicas que puedan ser objeto de rentabilidad o aprovechamiento económico para el particular 56; a los particulares se les reconoce una especie de libertad en la iniciativa para el desarrollo, gestión y explotación de las infraestructuras públicas, libertad que quedará limitada, entre otras, por las decisiones en materia de planificación de la economía y, particularmente y para efectos de lo que interesa en este estudio, por las decisiones adoptadas en ejercicio de las competencias estatales para la ordenación del territorio 57.
2.2. LAS COMPETENCIAS DE LOS DIVERSOS ÓRDENES TERRITORIALES EN LA PLANIFICACIÓN DE LAS INFRAESTRUCTURAS PÚBLICAS CON INCIDENCIA LOCAL
A pesar de que, como vimos atrás, cada vez es más fuerte la presencia privada en el mundo de las infraestructuras, en donde los particulares ya no solo colaboran con el Estado en su desarrollo a través de medios contractuales, sino que se han convertido en interesados directos y propietarios de buena parte de las infraestructuras que soportan la prestación de la mayoría de los servicios públicos, lo cierto es que el Estado continúa teniendo a su cargo la adecuada planificación y regulación de dichas infraestructuras públicas, lo cual lleva a cabo mediante la intervención de los diversos órdenes territoriales.
En ese sentido, la doctrina ha expresado que “desde la última década del pasado siglo, el papel desempeñado por el sector público ha ido cambiando: de tener la propiedad y la gestión de activos de infraestructura ha pasado a compartir tales responsabilidades con el sector privado”, pero lo cierto es que “el sector público se ha reservado la responsabilidad de planificar y regular las infraestructuras” 58; planificación que se produce desde diversos puntos de vista, incluyendo el que interesa en el presente trabajo: la ordenación del territorio. De ese modo, a pesar de que los particulares puedan intervenir en la gestión de las infraestructuras y aun en la planificación en cuanto a la priorización de su desarrollo, lo cierto es que la planificación de la relación entre el territorio y las infraestructuras es un asunto que el Estado continúa reservándose para sí, con la finalidad de lograr una conciliación entre los intereses nacionales y territoriales, una extensión suficiente de la red de infraestructuras requeridas y una garantía de la prestación eficiente de los servicios que se encuentran a su cargo 59.
Por lo dicho es necesario entender la interacción entre los diversos niveles territoriales en cuanto hace a la planificación de la infraestructura, tanto desde el punto de vista de la planeación general y/o sectorial de su desarrollo como desde la perspectiva de la planificación en el sentido de ordenación del territorio, asunto en el cual se presentan las mayores tensiones.
El punto de partida natural frente a esto es la Constitución Política. Sin embargo, como lo ha destacado la doctrina, en estricto sentido, “ningún precepto de la Constitución Política de 1991 establece de manera expresa un reparto de competencias entre el nivel central y las entidades territoriales” 60, lo cual no puede entenderse como un obstáculo para que del texto constitucional se puedan obtener los principales elementos de juicio necesarios para entender esa interacción competencial entre los diversos niveles territoriales.
En efecto, en primer lugar, constitucionalmente se consagra que Colombia es un Estado unitario (art. 1.º) y, a la vez, se reconoce la autonomía de las entidades territoriales (arts. 1.º y 287), lo cual impone la necesidad de que se desarrolle una adecuada armonía entre el nivel nacional y el territorial, evitando, especialmente, que las principales decisiones resulten adoptadas únicamente desde el nivel central 61. Ello implica, de cierta manera, una especie de indeterminación, la cual se torna aún más compleja por cuanto constitucionalmente se prevén competencias específicas para algunos de los niveles territoriales: el departamental (arts. 297 a 310) y el municipal (arts. 311 a 320), pero no se prevén competencias para el nivel nacional ni para otros niveles territoriales cuya existencia encuentra reconocimiento constitucional (regiones, provincias y territorios indígenas), todo lo cual resulta solucionado con la fórmula de deferir al legislador la distribución de las competencias mediante la expedición de una ley orgánica (arts. 151 y 288) 62.
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