El Congreso colombiano tardó más de veinte años en expedir dicha norma y, por tanto, durante ese tiempo dejó en gran medida sin materializar la garantía que la noción de entidades territoriales indígenas suponía para esta parte de la población. Además, en el año 2011, cuando la norma finalmente fue expedida, el desarrollo de estas entidades territoriales fue omitido por el legislador, manteniendo en vilo los derechos y la protección jurídica que el constituyente había prometido en términos territoriales para los pueblos originarios del país.
Como desagravio, el Gobierno Nacional profirió en el año 2014 el Decreto 1953, a través del cual, de manera provisional, reguló el tema de las entidades territoriales indígenas. En términos generales este decreto estableció reglas concretas para el reconocimiento y funcionamiento de estos territorios como entidades territoriales, desarrollando específicamente sus competencias generales y las de sus autoridades propias, la asignación especial de recursos, el Sistema Educativo Indígena Propio y el Sistema Indígena de Salud Propio Intercultural, entre otros.
Pese a que este decreto supuso un importante desarrollo en materia territorial para los pueblos indígenas, en él se pueden apreciar también sesgos colonialistas que reproducen la rúbrica heredada del nuestro pasado colonial.
En concreto, y por razones de espacio, nos referimos acá tan solo a una característica general del decreto. Este reproduce el discurso hegemónico blanco que ha caracterizado históricamente al derecho colombiano, el cual fue legitimado temporalmente durante largo tiempo por la Constitución de 1886 y que establecía a Colombia como una sociedad “blanca, católica y cuya lengua natural es la hispana” 99. La norma proferida por el Gobierno parte de una visión universalista blanca en la que se requiere reconocer la existencia de los territorios indígenas, permitir su funcionamiento e intentar imponer esquemas universalistas de la organización político-administrativa y ancestral de los pueblos indígenas.
El decreto utiliza un lenguaje sesgado por nuestro legado colonial, en el que se refuerza la idea de que la sociedad occidental de origen hispánico prevalece y que tiene la capacidad de regular de manera indiferente los cientos de pueblos indígenas del país. Adicionalmente, legitima prácticas coloniales y occidentales de delimitación del territorio a través del requisito de identificación de linderos bajo los parámetros del INCODER –actualmente Agencia Nacional de Tierras– que desconocen las diferentes formas en que los pueblos originarios se relacionan con la tierra. Por último, es de señalar que el decreto reconoce y legitima de manera expresa las prácticas que fueron utilizadas en la Colonia para el reconocimiento de los resguardos indígenas, incluyéndolo como uno de los supuestos para el reconocimiento de los territorios indígenas. En suma, el decreto reproduce varias herencias de nuestra historia colonial, manteniendo de manera inconsciente prácticas y dinámicas discriminatorias, universalistas y simbólicamente violentas en contra de los pueblos originarios.
Sumado a lo anterior, el decreto, pese a intentar suplir el vacío legal que dejó la Ley Orgánica del Ordenamiento Territorial, establece unas fórmulas para el reconocimiento de las entidades territoriales indígenas basadas en las dinámicas propias de la cosmovisión histórica centralista que ha primado en el país desde la Colonia. Se trata de las cuatro fórmulas de reconocimiento previstas en el decreto para resguardos coloniales, resguardos republicanos, resguardos determinados por el INCORA y reservas indígenas. De esta manera, el decreto restringe en gran medida el reconocimiento de los territorios de una buena porción de los pueblos indígenas colombianos.
Hay que agregar que la delimitación de resguardos indígenas que el INCORA ha realizado desde 1961 ha supuesto grandes problemas para la materialización de las entidades territoriales indígenas, entre los cuales se debe destacar que los procesos de demarcación han sido imprecisos; así mismo, se ha contado con la ocupación ilegal por parte de campesinos colonos, de actores armados y de personas dedicadas a cultivos ilícitos y extracción de recursos naturales, a la vez que se han generado dificultades para el saneamiento territorial tras la delimitación propuesta por el INCORA 100.
El cúmulo de estos dos factores, es decir, la omisión legislativa por parte de la Ley Orgánica del Territorio y la regulación provisional del Decreto 1953, ha llevado a que en la práctica el ordenamiento territorial omita los derechos territoriales de las comunidades indígenas. En concreto porque, hasta la fecha, la puesta en funcionamiento de las entidades territoriales indígenas solo supone la atribución de funciones y competencias político-administrativas, pero sin reconocer necesariamente la propiedad colectiva indígena sobre la tierra 101.
Estas características han llevado también a que, pese a que los resguardos indígenas funcionen provisionalmente como entidades territoriales indígenas, vivan a la sombra de los municipios, lo cual se explica sobre la base de tres factores. En primer lugar, no todos los pueblos indígenas cuentan con el reconocimiento de su resguardo, ya sea por no cumplir con los presupuestos fácticos establecidos para ello por el INCORA o por su ubicación periférica que les protege de cualquier contacto con la sociedad mayoritaria y el sistema estatal. De acuerdo con el Censo de Población del año 2001, solo el 86% de la población indígena (censada) pertenecía a un resguardo indígena delimitado territorialmente, mientras que el 13% no contaba con un resguardo indígena, existiendo para ese entonces más de 102.852 indígenas sin pertenencia a un resguardo legalmente constituido 102.
Por otra parte, el diseño institucional del reparto de competencias y recursos para los territorios indígenas también supone una codependencia parcial de la población indígena de las finanzas municipales, esto en la medida que el Decreto 1953 establece una serie de reglas que limitan y dificultan el acceso de las comunidades indígenas a los recursos públicos que les corresponderían. Entre ellas se resaltan la necesidad de estar reconocidos y reportados por el Ministerio del Interior para ser beneficiarios de la asignación especial para los resguardos indígenas; la regla de proporcionalidad entre asignación de recursos y densidad poblacional, y la necesidad de adelantar un proceso de solicitud para la administración directa de recursos ante el Departamento Nacional de Planeación 103.
El último factor tiene que ver con la especial intensidad con que el conflicto armado colombiano ha afectado al territorio rural y, con ello, a los territorios indígenas. De acuerdo con el Registro Único de Víctimas, a 1.º de enero de 2020, 691.281 indígenas habían sido desplazados forzosamente de sus territorios, viéndose obligados a trasladarse a municipios y ciudades lejanos a su territorio 104. Como lo hemos anticipado, la sumatoria de estos tres factores conduce a que los municipios se vean obligados a suplir en gran medida a las entidades territoriales indígenas.
A la vez, el conflicto armado colombiano y las luchas de poder territorial han hecho emerger otro de los serios problemas de nuestra concepción legal del territorio en lo que respecta al reconocimiento de las dinámicas sociales que tienen lugar en el territorio. El despojo y el latifundismo, reglas propias de las dinámicas territoriales colombianas, son resultado de la estructura económica y territorial que se consolidó en la época de la Colonia. El Imperio español acuñó y legitimó el uso de la violencia a través de la esclavización y el genocidio de las comunidades indígenas como mecanismo para la apropiación del territorio, hasta el punto de sembrar una semilla de violencia que se convertiría en un arraigo estructural de la sociedad colombiana 105. Sumado a lo anterior, las dinámicas derivadas del conflicto armado también han contribuido a que la violencia se haya convertido en una estrategia para la lucha por el poder territorial. Uprimny y Sánchez han sintetizado las características de los conflictos en el país a partir de seis elementos: 1) La magnitud y la naturaleza sistemática del despojo y del abandono de la tierra; 2) La informalidad de la tenencia de la tierra; 3) La violencia continua en las zonas rurales; 4) La concentración de la tierra y el fracaso de las políticas redistributivas; 5) La especial situación que enfrentan las comunidades indígenas y afrocolombianas respecto de la protección de su territorio, y 6) El modelo de desarrollo rural implementado en el país 106.
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