Derzu Kazak - El hijo del viento blanco

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La urdimbre y la trama de esta nueva novela de Derzu Kazak se afirma en una conjetura difícil de consentir: ¿Qué sucedería si un país sudamericano tuviese un Presidente absolutamente honesto?
Tal como se presenta actualmente el mundo de la política, donde la corrupción impera en casi todos los estamentos del Estado, la honestidad es un traspié genético que debe eliminarse. Nada es lo que parece en el ámbito estatal, y menos en el macroeconómico, engendrando confabulaciones y planes perfectos que el destino se encarga de mandar a baraja, urgiendo otros planes tan efímeros y cambiantes como la condición humana.
Un devenir de acción y de intriga a nivel planetario, con la presencia de mafias, corporaciones supranacionales ávidas de oro negro y «negocios redondos», sicarios y comandos de élite, mantiene al lector sin resquicios para intuir el desenlace.

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El ejecutor entregaba el sobre directamente a manos de las más altas Autoridades de Inteligencia del país involucrado, que invariablemente lo esperaban en el aeropuerto recibiéndolo como una indeseable suegra, ayudándolo a finiquitar lo más prontamente su mortífera fajina y el retorno feliz a sus secretos reductos. Estaban seguros que los originales de esa información serían incinerados. Solo servían una vez. Así se trabajaba profesionalmente: con absoluta honestidad.

Su vida también estaba protegida por un dossier escalofriante que llamaba “La caja de Pandora”. Las autoridades de las Agencias tenían pleno conocimiento de su contenido por algunas copias enviadas a propósito, con aquellos elementos que no vencían con el tiempo… En esos ambientes se maneja mercancía muy perecedera. Si le pasaba algo o simplemente se moría, automáticamente se abriría la Caja de Pandora.

Muchas veces, los directores de los servicios secretos se alegraban de poseer en sus manos informaciones tan urticantes que, su sola mención, provocaría el caos del gobierno de su propio país. Con su eliminación secreta y definitiva, ascendían en el aprecio y la renta de los poderosos.

Únicamente costaba una que otra vida… que no era de ellos.

Estas relaciones lo llevaron a ser reconocido y contratado por las diferentes Agencias de Inteligencia, que siempre aprecian la cirugía aséptica. De allí, traspasar a algunas grandes Multinacionales y a Gobiernos putrefactos de diferentes naciones era cuestión de escala para un graduado con el Master del Crimen. El trabajo era el mismo, tan solo cambiaban las víctimas y los montos cobrados. Las manos llenas de oro siempre chorrean sangre.

Hacía menos de tres semanas que un desconocido cliente le había encargado una tarea en Andinia, abonándole la no despreciable suma de quinientos mil dólares en anticipo, y tres veces más al rematar la faena. En este caso no necesitó información extorsiva para ingresar. Era terreno controlado… ¿O habría otra razón?

El novio de la muerte, enmascarado en el cuerpo de un Adonis, ingresó a Intihuasi con paso firme cuatro días antes de Navidad.

Capítulo 15

Intihuasi - Andinia

– Espero acertar en la elección de mis Ministros, dijo abstraído el Presidente de Andinia a su flamante consejero. Ya estamos a mediados de enero.

El Dr. Ezequiel Arenales lo miró con profundo aprecio, asintiendo con la cabeza mientras sonriente, contestaba:

– Siempre tendrás la prerrogativa de cambiarlos cuando te plazca.

– Pero el tiempo perdido no retorna.

– No lo pierdas, pero tampoco te aceleres; mantén un ritmo humano, buscando el máximo rendimiento con el mínimo esfuerzo. Creo que el Director General de Minería que has elegido es un hombre valioso. Al menos me parece una buena persona.

– Lo es. Sé que Evaristo Carpanchai me será fiel. Más bien, que será fiel a Andinia. Pero nadie puede saber si estará capacitado para conducir su Ministerio en la dirección correcta, cuando los vientos dominantes sean siempre contrarios.

El Presidente, tratando de aclarar la idea a su asesor, agregó en tono preocupado: – Cuando hablo de capacidad, no me refiero a su preparación profesional, sino a su habilidad para no sucumbir a los señuelos que brillarán frente a sus ojos. Tratarán de pescarlo…

¿Te refieres a las presiones de las Corporaciones?

El Presidente asintió con la cabeza y apretó su cuadrada mandíbula de mastín, en un gesto que pronosticaba tiempos de tormenta.

– Quizás pueda ayudarte… Soy un viejo que aprendió en su larga vida cómo manejar un velero en la mar gruesa. Tenme informado de las pretensiones de esa gente. Jamás temas a las Corporaciones… También ellos tienen al frente del timón hombres de carne y hueso, que comen y cagan todos los días. No son nada más que seres humanos a veces algo creídos.

– Luego hablaremos de ese tema y otros que tengo en mi agenda con círculos rojos. Vamos…

Se encaminaron hacía el salón decorado con estucos al incierto estilo a los luises parisinos, con la modestia propia de un país sudamericano que se esfuerza por asomar el pico del cascarón y, en cuanto lo saca, el explotador de turno se lo vuelve a meter con una alevosa patada. Andinia jamás pudo superar el estado de crisálida.

El Dr. Arenales observaba los frisos y capiteles sobrecargados y profusamente dorados, aunque opacados por la falta de limpieza adecuada. Un dudoso arte que no pasaba de ser, a sus ojos de experto, un infausto plagio desculturizado.

Por su mente cruzó una visión que lo consternó: ¡Que hermoso y simbólico hubiese sido este salón adornado con pinturas incaicas, aimaras y quechuas! Se pierde lo ancestral de cada pueblo por imitar otras culturas dominantes diametralmente diferentes. En aquel rincón no había nada que recordara a los ancestros, salvo las caras de algunos asistentes. También ellos perdieron su cultura. Se vestían como occidentales, mientras que si un occidental se vestía como ellos, era segura señal de que había llegado el tiempo del carnaval.

El salón estaba atosigado de gente, como si nadie tuviese otra cosa que hacer en ese instante. Un batallón de zánganos zumbando como un avispero sin reina. Se formaban corrillos donde cada cual se pavoneaba en el interminable concurso de quién tenía más conocidos y a cuales saludaba más efusivamente el próximo Ministro de Minería. Muchos aseveraban ser sus íntimos amigos, tan íntimos, que daba la impresión de haber compartido los mismos pañales en la infancia… aunque intentaban disimuladamente enterarse de su nombre de pila.

El ingreso del Presidente produjo un leve descenso de volumen, pero no menguó la verborrea.

El Dr. Arenales se entremezcló con el público observando atentamente las caras y sus expresiones, que el locutor de turno aseveraba enfáticamente estaban compuestas por funcionarios civiles, militares, eclesiásticos y las fuerzas vivas del país.

Un estático rostro de perfil, perfectamente clásico, concentrado como águila en el Presidente, atrajo su mirada con tal intensidad, que provocó algún efecto de presentimiento en la persona observada, quien lentamente giró su cabeza hasta que chocaron las miradas. Un nudo de horca se apretó en la garganta del Dr. Arenales al reconocer al personaje, mientras este, moviendo lentamente la cabeza en inequívoca señal de fatalismo, se sonreía divertido curioseando el cielorraso.

Ni el uno ni el otro volvió a enfrentarse directamente, aunque no perdieron contacto visual periférico. Ambos sabían que deberían hablar a solas.

Terminado el protocolo, el Dr. Arenales se acercó distraídamente al reservado personaje y, con una levísima señal le indicó que lo siguiera. Cruzaron los dilatados corredores del Palacio y desembocaron en la explanada que daba a la empedrada plaza frontal. Mantenían más de cincuenta metros de intervalo. El uno y el otro caminaban como si estuviesen solos.

El asesor compró el periódico a un viejo desdentado envuelto en un raído poncho de llama, dejándole el mezquino cambio de propina. El anciano lo agradeció como si hubiese recibido una verdadera ayuda.

– La gente… dijo para sí mismo el Asesor; cuando uno da una monedita a un pobre, lo agradece de corazón y, cuando le da una fortuna a un rico, mira resentido con recelo pensando que la tajada oculta debe ser espectacular. Ojeó los titulares, lo enrolló sin miramientos colocándolo debajo del brazo y subió a su jeep, estacionado en la playa reservada para funcionarios. El apuesto individuo indudablemente hacía lo propio. No necesitaba observar para saberlo.

Conduciendo lentamente, atravesó en diez minutos Intihuasi escogiendo un camino enripiado y poco transitado, que conducía a la villa veraniega de San Carlos. Al cruzar el puente del cristalino arroyo de Las Nieves, estacionó el todo terreno debajo de un frondoso nogal.

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