La rebelión femenina no es cosa que date de ayer, y no se trata solamente de la rebelión contra los abusos de los machos. Es bastante más que eso. Se trata de algo vinculado a la estructura misma de las relaciones del sujeto con el orden del lenguaje. Es la rebelión que se alza ante la constricción de la singularidad de lo real por la pretensión de universalidad del discurso. La lucha de los sexos debería ser reinterpretada en un sentido más profundo que el de una pelea por un bien fálico cualquiera. Se argumentará que la forma de la rivalidad es hoy sustancialmente diferente. Ahora ellas tienen el acceso a las herramientas del poder, y eso habrá borrado de la persona femenina su inquietante dimensión de Otra. Es razonable, pero un poco ingenuo. No siempre la habilitación de la opción fálica será la vía preferencial para una mujer. Llamo “opción fálica” al recurso al poder propio y a la acción directa. Debe estarse preparado a enfrentar la posibilidad que una mujer desprecie en algún momento esta opción preferencial y opte por lo que yo llamaría la opción femenina, que es la de servirse del falo del otro. Cuando una mujer se sirve del falo del otro está demostrando que se las puede arreglar sin títulos de propiedad. Esto, por ser más femenino, no necesariamente es mejor. En una entrevista a Gabriel García Márquez se le preguntaba por qué razón una de las mujeres de sus relatos, sometida y explotada por su abuela desalmada, la hace matar por el amante cuando podía haberlo hecho ella misma. ¿Por qué no tomó el puñal y acabó con la vieja malvada? La respuesta del autor fue interesante. Ella cree en el poder del amor. Lejos de la sensiblería moderna, eso muestra la posición de quien hace actuar al otro sin detentar el lugar de la autoridad.
Me inclino a pensar que cierta ficción de la mujer “moderna” es –por moderna, y no por mujer– como esos leones de cerámica que se pueden comprar en los negocios del barrio chino. Su ferocidad es inocua. Es un perfil de mujer muy ligado al orden del contrato y el intercambio justo, construido para evitar la figura del Otro absoluto, para no asustar al hombre apareciendo como una “de las que te hierven el conejo”, como decía una analizante refiriéndose al personaje de Atracción fatal. Sin llegar a esos fantasmas masculinos tan extremos (presentes en las mujeres también), hay algo verdadero en que una parte de la feminidad se niega a toda negociación. Lacan dice que la mujer antigua exigía, sin concesiones, lo que le correspondía. Era inexorable, y eso es lo que decimos de alguien que no se aviene al circuito de la demanda. Al revés, si hay algo que la clínica actual nos muestra es que mujeres de cierto perfil les ahorran a los hombres el trance de tener que ser hombres. Es la que comprende y razona, no exige ni hace “planteos de novia”. El compromiso no es lo que está en juego, sino su condición de mujer que no es tenida en cuenta por el otro ni por ella misma. Más que “una mina piola” parece empeñada en ser casi un “tipo macanudo”. Los pantalones pueden ser llevados ahora por las mujeres y son tan seductores como las faldas, según cómo se los lleve. Con independencia de eso, estimo que el gesto de “levantarse la falda” tiene un desenfado y una libertad que no encontramos en el de “bajarse los pantalones”. Es solamente una imagen. Pero es una en la que intuyo algo que vale más no explicar. Lejos de toda obscenidad, encuentro ahí la metáfora de algo cuya condición es necesaria para preservar la humanidad del mundo. Un gesto que, desde luego, habrá de seguir aconteciendo donde haya mujeres, aunque las faldas ya no existan.
¿Las mujeres ya no se nos resisten?
“Usted es de esas pacientes que hacen quedar mal al médico”, le dijo el especialista a la mujer que mostraba todos los signos de una enfermedad, pero tenía otra. La relación del facultativo con su paciente es una metáfora de la pareja hombre-mujer. Una masa de dos, en la que se espera un mutuo entendimiento. Pero no siempre son una pareja bien avenida, como lo muestra el sueño con el que Freud descubrió el método de la interpretación onírica, conocido como el de “la inyección de Irma”. Es un sueño sobre la desunión –Uneinigkeit– entre el médico y su partenaire femenino. El soñante, que es Freud, se las ve con una paciente para quien la solución que él le ha dado ha resultado insuficiente. Eso despierta algún enfado en el médico, confrontado con su propia impotencia. La persistencia de los síntomas de ella denuncia que el analista no ha conseguido “sacarle la ficha”. Ante la frustración de su ansiado éxito, las ideas latentes del soñante dejan ver el deseo de haber tenido en su consulta a otra mujer, a una amiga de Irma, muy inteligente al parecer. En ese anhelo se asienta la fantasía acerca de que esta otra mujer habría aceptado mejor la solución ofrecida por él. Es una opción muy masculina: huir hacia otra. Podríamos decir que esos pensamientos latentes sostienen la creencia en que a la amiga de Irma la solución le hubiese “entrado” mejor. No creo que el lector requiera muchas aclaraciones en cuanto al sentido fálico de esa solución, que remite al mismo tiempo al miembro viril, a la palabra terapéutica, o a la sustancia inyectable como remedio de un malestar femenino. Si en Argentina la abertura frontal del pantalón suele designarse vulgarmente como “farmacia” es porque la droga reparadora es metáfora del falo como el pretendido remedio de las quejas femeninas: penis normalis dosis respectatur.
Al comienzo del sueño ella se lamenta de sufrir dolores. Él se excusa a sí mismo y le carga la culpa a ella: si se siente mal es por no haber aceptado la solución que él le ofreció. Ya aquí se ve toda la neurosis en su esencia, que es la de pensar que hay un culpable del desencuentro, lo que ya tiene un sentido renegatorio de la imposibilidad que está en juego. Alarmado frente a los dolores que la paciente refiere, Freud procede a examinarla y la lleva junto a una ventana. Ella se resiste –sie sträubt sich– un poco a esa revisación. Aquí conviene reparar en un comentario que Lacan hace al pasar en su examen sobre el análisis de este sueño. Llegando a la parte en que Freud menciona la resistencia de su paciente, Lacan dice que esa es una resistencia típicamente femenina y enseguida agrega: “sabemos que las mujeres ya no se nos resisten”. Es una ironía que tiene mayor alcance del que el contexto permite apreciar. ¿Qué significa ese comentario? Alude a la creencia moderna de que las mujeres habrían cambiado, a la suposición de que en otras épocas eran más reacias al requerimiento masculino. En el tiempo presente ellas no solamente tratarían las cuestiones sexuales con la misma iniciativa y disposición que el hombre, sino que ya no encarnarían ningún misterio. No se nos resisten. Seguro. Por supuesto, estas tonterías no son lo esencial. No se trata de que las damas se resistan o no a las expectativas viriles, sino de si lo femenino sigue siendo algo que resiste o no al saber. La revisación médica tiene una connotación sexual muy conocida, pero también es un procedimiento de investigación (aunque hay que recordar que toda investigación es, en el fondo, sexual). Y en ese proceder hay que distinguir el saber que acaso podemos encontrar –o inventar– como resultado de la pesquisa, del saber que ya se tiene y se aplica a quien es objeto de esa investigación para ubicarlo dentro de una clasificación. Diremos que es sobre todo a esto último a lo que la histeria se resiste. A la mujer histérica no le gusta ser clasificada, puesta en una serie. En cuanto a la feminidad, en mi opinión ella no se resiste, sino que se encuentra desde el inicio fuera de alcance si el investigador no la aborda con otro deseo que el de tener razón. Pero si aún él renunciara a esa torpeza no por eso ella dejaría de escurrirse de las redes del saber. ¿Ha cambiado esto? Es pertinente preguntarse si la idea de que la mujer sería un enigma puede seguir sosteniéndose bajo la perspectiva de una equidad en los derechos civiles. Acaso el orden simbólico vigente ya no rechaza a la feminidad como lo hiciera otrora y ésta ya no constituye una fuente de angustia en la misma medida que antes. La objeción debe ser considerada. ¿No son los psicoanalistas, con su historia del “continente negro”, los prolongadores de un punto de vista androcéntrico, patriarcal, conservador y “esencialista”? El supuesto misterio de la feminidad puede no ser otra cosa que un fantasma de varón y el efecto de una censura que restringió los derechos del sujeto femenino. Se puede argumentar que no resulta raro para alguien encarnar un enigma si se le prohíbe tomar la palabra, si está obligado a ocultar sus cartas, si tiene impedida toda vía de demostración de una iniciativa sexual e incluso profesional o política. Si la mujer es un continente negro, lo sería en tanto se la aisló del campo de lo público y se la confinó al terreno de lo privado y lo doméstico. Por qué no pensar simplemente que el “enigma” femenino se reduce a que la tradición les prohibió a las mujeres decir lo que piensan, expresar sus deseos y sus fantasías, a la vez que las anestesió con los consuelos de ese vano privilegio de encarnar algo especial y misterioso. Ese pretendido enigma de la feminidad sería una faz embellecida de la neurosis a la vez que una justificación de las restricciones que pesan sobre la mujer por el paternalismo. Hay que advertir que el mismo Freud no fue completamente ajeno a esta idea. Pero esta cuestión ha de ser tratada más adelante.
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