Una pasión de justicia más allá de la reivindicación fálica
Aquello de lo femenino que no es drenado por lo fálico presenta un modo de exclusión que es diferente al de los aspectos prohibidos de la sexualidad, que son justamente los que tienen que ver con lo fálico. No se nos escapa que quien es diferente puede ser incluido o tenido en cuenta con su diferencia y a pesar de ella, lo cual podría ser el objetivo de una política pluralista. Pero la cuestión de fondo para la clínica psicoanalítica, y en especial para la de la condición femenina, es la de cómo arreglárselas con lo que no puede ser incluido de ninguna manera. Esto no se refiere únicamente a los espacios de la sociedad y la cultura sino al dispositivo analítico mismo en tanto el análisis se entienda como clínica de la verdad, de la interpretación, del significante. Esto es lo que desde la feminidad nos interpela. Hemos hablado aquí del amor y de la justicia, a veces oponiéndolos. Mencionamos también la reivindicación fálica como un tópico infaltable de la histeria. Sin embargo, la feminidad puede ser el soporte de una pasión de justicia que no guarda relación con la histeria ni con la lógica del eje falo-castración. Hay un pasaje de La transferencia en el que Lacan se ocupa de un personaje de Claudel, una mujer llamada Pensée de Coûfontaine. Es una de las mujeres de la enseñanza de Lacan, junto con Medea, Antígona, Santa Teresa y otras más. Nos la describe en términos que merecen ser reproducidos.
“Pensée es libre pensadora, si así podemos expresarnos, con un término que no es el término claudeliano en este caso. Pero de eso se trata, sin duda. Pensée solo está animada por una pasión, la de una justicia, dice ella, que va más allá de todas la exigencias de la misma belleza. Lo que ella quiere es la justicia, y no cualquiera, no la justicia antigua, la de algún derecho natural a una distribución, ni a una retribución –la justica en cuestión es una justicia absoluta. Es la justica que anima el movimiento, el ruido, el tren, de aquella Revolución que es el ruido de fondo del tercer drama. Esta justicia es el reverso de todo aquello de lo real, de todo aquello de la vida que, debido al Verbo, es sentido como algo que ofende a la justicia, como horror de la justicia. Lo que está en juego en el discurso de Pensée de Coûfontaine es una justicia absoluta en todo su poder de hacer que el mundo se tambalee”. (Lacan, J., La transferencia, Paidós, Bs. As., 2003, pág. 342).
Sin importar cuántas mujeres como esta existan, hay algo en la posición que es visceralmente femenino. La histeria tiene aquí poco que ver. La feminidad cuestiona radicalmente todas las transacciones de la justicia humana y de la política como campo de lo posible. Es algo que pide llegar a ser, algo que no renuncia, que no se resigna a las mezquindades del poder, algo que es intransigente, inexorable, no susceptible de compromisos, como lo que hace valer Antígona frente a Creón. No es idealismo, ni reivindicación fálica. Puede prescindir de explosiones. Es esta dimensión de lo femenino como una exigencia que no pasa por alto lo que las “soluciones” de la realidad establecida dejan de lado, lo que otorga a la feminidad a veces un matiz persecutorio que permite figurarla como encarnación del superyó.
De la actualidad
“En mi experiencia, no es preciso que usted arañe con demasiada profundidad la piel de una de esas que denominamos mujeres masculinas para sacar su feminidad a la luz”.
S. Freud, carta a E. Jones 23-3-1922.
“No hay nada que agradecerle a la técnica. Habría que inventarlo”.
K. Kraus
“-¿El espíritu femenino ha cambiado?
-No me hable de lo que no existe”.
De una entrevista a Jorge Luis Borges en 1932.
Ogros, príncipes y brujas
“Las chicas ahora no tienen esos problemas”, sentenciaba una señora que pasaba los sesenta. Estimaba que la vida de las jóvenes se desarrollaba en un tiempo más favorable a las mujeres y que ellas ahora mostraban otro carácter. Matrimonio y maternidad no eran destinos forzosos; la sexualidad no estaba guardada por callados muros de prejuicio; el acceso a una profesión no estaba restringido. Las chicas de ahora, argumentaba, ejercían su sexualidad “a la manera de los hombres” – una frase que, sin advertirlo, opacaba el brillo evangélico de la proclama al seguir entronizando el falo en los altares–. Pero a su entender las mujeres no solo no eran tan dóciles como las de antes (?) sino que además trataban con otro modelo de masculinidad, compatible con la autonomía de la mujer. El hombre actual –su yerno– mostraba compañerismo en las tareas domésticas, cuidaba al bebé, aceptaba el trabajo independiente de su mujer, era comprensivo, fiel y liberal. Vaticinaba un futuro igualitario en el que los rasgos de uno y otro sexo se irían suavizando para entrar en una zona gris de indiferencia. No le faltaba razón, porque eso describe la aspiración de la sociedad liberal. En cuanto al futuro próximo, su hija no se mostró tan entusiasta con respecto a la ponderada androginia del marido. Se separó de él. Este caso da ocasión para advertir que es ingenuo creer que los príncipes ya no existen. Un príncipe fue y sigue siendo el pretendiente señalado por la demanda de la madre en función de su propia y tardía compensación, como dijo Freud. Al igual que la princesa Fiona de la película animada Schreck, hay mujeres que encuentran más amable al ogro que al príncipe encantador. Los cuentos de hadas no pierden vigencia aunque el perfil psicológico de las modernas princesas –y brujas– sea muy otro. Se dirá que las madres de hoy no cifran el éxito de la hija en el matrimonio que ellas puedan lograr, y eso podrá ser cierto. Pero también es cierto que las cosas no cambian tanto por el hecho de que ese matrimonio pueda celebrarse con un trabajo o una profesión. En cualquier caso es desafortunado que una mujer esté “casada” con aquello que responde a la demanda de la madre o del padre y a costa de su deseo. Las maldiciones de las brujas no existen únicamente en los cuentos de hadas, y eso es algo que las mujeres saben muy bien, porque además resulta ingenuo pensar que el personaje de la “madre insaciable” ha desaparecido junto con el acceso de las madres al mercado de trabajo.
Una cuestión preliminar a todo debate sobre la actualidad
No me respalda una extensa bibliografía sobre la historia de la subjetividad femenina, y ni siquiera una mínima bibliografía. Mi experiencia como psicoanalista no tiene valor estadístico ni aspira a ese honor, y lo que puedo decir es tan solo testimonial. Habiendo tratado a sujetos femeninos de entre quince y noventa años, escuché siempre la misma letanía de “ahora las chicas no tienen esos problemas”. Por otra parte, no encontré que los colegas que afirman que la feminidad ha cambiado sustancialmente hayan dado un argumento plausible de cuáles serían esos cambios y esos “otros” problemas que aquejan hoy a las mujeres. En mi opinión, para ser verdaderamente “otros”, tales problemas deberían poner en juego otra cosa que la relación de una mujer con el deseo del Otro y con el falo. Decir esto no significa negar que el aspecto manifiesto de los motivos de consulta sea ahora diferente, incluso radicalmente diferente, pero cabe preguntarse si la dinámica de lo latente ha cambiado de la misma manera. En todo caso, antes de cualquier debate sobre los cambios en la clínica de la feminidad, encuentro problemático postular la actualidad como si ella fuese “una”. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de “las mujeres actuales”? ¿Las de Uzbekistán son menos actuales que las de New York? Sostengo este reparo porque si hay algo que deberíamos haber aprendido de la feminidad es que lo real no es un todo, como nos lo recuerda Lacan en la clase del 15 de abril de 1975 en R.S.I. y que por eso hablar de “la época” introduce la misma ilusión de totalidad que nos captura como cuando damos por seguro “el universo”. Sería más prudente juzgar nuestro tiempo al modo en que Freud comparó el aparato psíquico con la ciudad de Roma: diversas épocas coexisten simultáneamente en la misma calle.
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