Lo que el poder rechaza de la sexualidad
¿Debemos entender nuestra época como libre de ideales y de prejuicio en materia sexual por el solo hecho de que los medios masivos de difusión nos aturdan con anestésicos sexuales? Es cierto que ya no se demanda a las mujeres que se comporten como vestales, y que hoy no se promueve el ideal de la mujer anestésica –die anästetischen Frau–. Pero eso no significa que el Poder haya renunciado a anestesiar a las mujeres y a los hombres. Si hay táctica, estrategia y política del psicoanálisis, no podemos pasar por alto que también las hay de la neurosis. Es posible que los poderes del narcisismo hayan modificado sus tácticas y sus estrategias, pero su política sigue siendo la misma de siempre. Al poder, y a todos aquellos que no pueden ver en las relaciones humanas otra cosa que el poder, les molesta en el fondo lo que hay de acto en la sexualidad. Y podríamos afirmar que nada hay más sexual que el acto, el cual es, por esencia, sexual. Es el punto en el que un decir verdadero toca lo real. La dimensión de acontecimiento que pueden cobrar en algún momento tanto el amor, como el deseo y el goce, resulta siempre contraria a los designios de esos ideales que adormecen al sujeto. Por eso, cuando hablamos de un poder que rechaza lo real de la sexualidad, nos referimos a la dimensión de imposibilidad que es inherente a la relación sexual, y al acto que, como invención, surge a partir de esa imposibilidad misma. Tal vez el cambio que se registra con respecto a épocas pretéritas no reside tanto en la aceptación de la sexualidad –femenina o masculina– como en la sustitución de la prohibición por la degradación. Tomo aquí el término degradación, no en un sentido imaginario sino en el sentido simbólico de destitución. Es la forma que asume la represión en la declinación del paternalismo. Degradar es hacer perder a una instancia su poder enunciativo. La destitución de la excepción, no solamente afecta a la excepción paterna sino a la dimensión de acontecimiento que pueda tener cualquier decir, a todo aquello que “haga excepción”. Es una destitución que pretende afectar a los poderes de la palabra, porque allí donde toda diferencia parece ser aceptada, ya nada hace diferencia. Si todo, en apariencia, puede decirse, entonces nada constituye un decir. El culto de la novedad se ejerce en contra de lo original. Lo importante es que lo que afecte a la dimensión de la palabra que se da, al valor de la palabra como acontecimiento, tiene una incidencia directa en el erotismo femenino.
De una clínica que no es del género
“Invirtiendo escrupulosamente la perspectiva, es decir, viendo exclusivamente toda desigualdad como una oportunidad de explotación y humillación, una consecuencia de la búsqueda sibilina o abierta de derechos abusivos y arbitrarios, el progresista moderno pone de manifiesto su propio encanallamiento congénito, las tendencias irrefrenables de su alma y su deseo conciente o subconciente de poder y de dominio”.
Agustín López Tobajas, Manifiesto contra el progreso.
“…según la fórmula de uno de los raros hombres políticos que haya funcionado a la cabeza de Francia, nombré a Mazarino, la política es la política, pero el amor sigue siendo el amor”.
J. Lacan, La ética del psicoanálisis.
“Has sobreestimado tus fuerzas, creyendo que podías hacer lo que quisieras con tus pulsiones sexuales, sin tener para nada en cuenta sus propias tendencias”.
S. Freud, Una dificultad del psicoanálisis.
Mater et mulier
Sobre un largo muro se leían diversas consignas políticas de tono vindicativo o lapidario. En ese compacto despliegue de apologías y rechazos una declaración breve apenas dejaba leerse: Romi te amo, Pablo.
Pensé en lo irascible y lo concupiscible, esos dos principios de las pasiones del alma que los escolásticos distinguían, y en el acierto de Santo Tomás que había reconocido la primacía del segundo sobre el primero. A diferencia del psicoanálisis y de la sabiduría de la Escuela, los estudios de género acentúan las relaciones de poder en su análisis de la relación entre varones y mujeres. En ellos lo irascible prima sobre lo concupiscible; lo político desplaza al deseo. Si los psicoterapeutas que adhieren a esta concepción que desde hace ya varias décadas anuncia un “nuevo” psicoanálisis fueran honestos, deberían admitir que este punto de vista ya fue sostenido tempranamente por Adler, Gross, y por muchos otros que veían el núcleo del conflicto neurótico en las relaciones de poder más que en la sexualidad. Hay que decir que ellos saben faltar con éxito a esa franqueza. Como ahora lo hacen los gender studies, la perspectiva de Adler se adaptaba mejor a una lectura política de la neurosis porque enfatizaba los conflictos de la jerarquía. La diferencia con Freud se hace notoria, por ejemplo, en el modo en que uno y otro interpretaron el perfil del carácter del Kaiser Guillermo II de Alemania. Sobresalía en el soberano su modo autoritario, sus actitudes megalómanas y su intolerancia a toda crítica o consejo. Adler atribuyó esta disposición subjetiva a una compensación del complejo de inferioridad que la atrofia congénita de uno de sus brazos había instalado desde niño en el pequeño príncipe, y que se preocupaba por disimular en todos sus retratos. Según Adler, la pretensión de omnipotencia y el rechazo de cualquier influencia lo consolaban del sentimiento original de incapacidad orgánica. La dinámica del sujeto está determinada en el enfoque adleriano por la satisfacción o frustración de la voluntad de poder.
La lectura freudiana del mismo caso era muy otra. Freud reparó en dos hechos fundamentales: el primero es que el Kaiser tenía madre; el segundo, que esa madre era una mujer. Y esta mujer no disimuló la decepción ante el cuerpo del niño, defectuoso a los ojos de la expectativa materna. Freud puso el acento en el deseo del Otro, en la frustración del anhelo fálico de la madre. Ese elemental privilegio concedido a las bendiciones o los estragos del amor muestra el abismo que existe entre el realismo del psicoanálisis y el candor de las otras posturas. El psicoanálisis da la cara a lo real del deseo materno en tanto ese deseo, por maternal que sea, es el de una mujer. Lacan lo sostiene con mucha crudeza.
“El papel de la madre es el deseo de la madre. Esto es capital. El deseo de la madre no es algo que pueda soportarse tal cual, que pueda resultarles indiferente. Siempre produce estragos. Es estar dentro de la boca de un cocodrilo, eso es la madre. No se sabe qué mosca puede llegar a picarle de repente y va y cierra la boca. Eso es el deseo de la madre”. (Lacan, J., El reverso del psicoanálisis, Paidós, Bs. As., 2006, pág. 118).
En Elucidación de Lacan, Miller ha dicho con acierto que la sexualidad femenina nos concierne particularmente a todos como hijos de una mujer, y si nos trasladáramos a la experiencia clínica más elemental comprobaríamos que la crudeza de la sentencia maledictio matris eradicat fundamenta –encierra una verdad insoslayable, aunque no inexorable. Pero el desamor y hasta el odio de una madre no deberían precipitar invariablemente un juicio severo cuando no nos va nada personal en ello, sino antes bien pensar en la condición femenina de la persona materna. La madre es una mujer, y muchas cosas pueden atribular el alma de la mujer en trance de ser madre. No siempre el embarazo es un don de amor. A veces es una injuria, una enfermedad, una invasión, una mutilación. Hay mujeres que se sienten aprisionadas desde el primer momento en que saben que están embarazadas. Es como si fuesen ellas las que hubieran sido reenviadas súbitamente al seno materno en un confinamiento opresivo. Las vicisitudes del lugar de una mujer en el deseo del padre solo relativamente pueden separarse de su relación como madre con el hijo. Si la mujer y la madre son diferentes, no por ello la primera es borrada por la segunda. La precedencia de lo femenino sobre lo materno determina que existan maternidades muy distintas incluso en una misma vida personal.
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