Marcelo Barros - La condición femenina

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Cuando hablamos de la condición femenina, la expresión puede aludir al estado de la feminidad, a su posición subjetiva. Pero la voz «condición» permite en español la doble significación del estado de una cosa por un lado, y a la vez del requisito, de lo que tiene que darse para que algo tenga lugar. Freud nos enseña que el amor de la feminidad, de lo que él designó como el tipo femenino más puro y auténtico, tiene una condición. Es ésta la razón del título de este libro. La condición femenina no alude únicamente a la posición subjetiva de la mujer y al estatuto de su sexualidad. Se refiere más centralmente a la condición que esa sexualidad impone, por así decirlo. Es la condición de un deseo que pudiera sostenerse allí donde ella, una mujer, encarna al Otro absoluto. La de ser amada más allá de los espejismos en los que el partenaire –y ella misma- se consuelan.

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“Ella representa ya sea lo que se define en primer lugar como lo que falta, esto es, estableciendo el tipo de la castración como lo que instituye el lugar de la mujer, ya sea, por el contrario, lo que del lado del varón indica de manera muy problemática lo que se llamaría el enigma del goce absoluto. De todos modos, no se trata de marcas correlativas ni distintivas. Una única y misma marca domina todo el registro relativo a la relación de lo sexuado”. (Lacan, J., De un Otro al otro, Paidós, Bs. As., 2008, pág. 291).

Esta es una función media y no mediadora. Está entre los sexos y cada uno se vincula a ella. Por eso no se trata de marcas correlativas entre sí, ni distintivas en el sentido de que cada uno tendría la propia y específica. El falo determina a la mujer como castrada, porque no lo tiene, aunque ese carecer de él es el modo específico por el cual ella se vincula a él. Una mujer se vincula al falo conflictivamente, sintomáticamente, bajo la forma de lo que no tiene. Para el varón la relación con el falo no es menos conflictiva; solo que su problema reside en tenerlo y no saber cómo disponer de él. El hombre también se encuentra castrado en el recurso al falo porque si bien está presente en el cuerpo de él, lo está como algo separado de su sistema de saber. Es esto a lo que se refiere Lacan con el tramposo término de “goce absoluto”. Absoluto no significa un goce superlativo; absoluto quiere decir, como su etimología lo indica, que es algo separado del sistema del sujeto. Lo tiene, pero no dispone de un saber que le permita hacer con eso. Y esta es la verdad de la sexualidad. Hemos de reconocer en sus destinos, en los puertos a los que nos arrastra la nave del deseo, mucho más un tropiezo que un resultado. Esto es verdad incluso allí donde el desenlace ha sido feliz, donde el agente Smart llega a cumplir con éxito la misión a pesar de haber entendido mal la orden impartida. Lacan no deja de decir que un hombre se enamora de una mujer por azar, que es lo mismo que decir por error, y que es también por ese azar y por ese error que “la especie humana” se reproduce. La cosa “sale”. Muchas veces sale bien, y hasta parece que el teléfono no está roto y que nos entendemos. Pero la risa viene cuando después descubrimos que lo que salió bien fue un efecto que no guardaba ninguna relación con lo que creímos que era su causa. Es en virtud de todo esto que podemos adherir a la sentencia Tunc bene navigabi cum naufragium feci –“pese a todo, navegaba bien cuando naufragué”.

El falo es una función media y no mediadora, por ser lo que está en el medio del hombre y la mujer sin asegurar una relación entre ellos, y más bien siendo la garantía de su no-relación, el obstáculo con el que cada uno se enfrenta a su modo y que lo enajena del otro.

La relación entre varones y mujeres

La enseñanza de Lacan ha sustituido la referencia a la sexualidad con la noción de goce, un término que designa “la sustancia de todo lo que hablamos en el psicoanálisis”. Sustancia que, por supuesto, no atañe a ningún soporte hormonal. Si Freud postuló la etiología sexual de la neurosis, únicamente una decidida torpeza puede vincular esa hipótesis con una orientación biologista. Él consideraba tan ingenuo y pueril el intento de encontrar el fundamento químico de la excitación sexual como el de localizar la histeria o la neurosis obsesiva en un área del cerebro. Nuestros contemporáneos son así de pueriles para ambas cosas. Lacan fue explícito en la página 274 de su undécimo seminario al decir que el psicoanálisis no opera sobre ninguna sustancia química, ni siquiera la de la sexualidad, y que además “no ha producido siquiera un asomo de técnica erotológica”.

En ese lugar él apunta claramente a la sexualidad biológica y a la sexología. La teoría analítica y la fisiología del sexo no tienen nada que decirse entre sí. Es un punto muy señalado por Lacan, quien, por otra parte, en La ética del psicoanálisis dice que el psicoanálisis tampoco ha dado lugar a una erótica. No se ocupa de la prescripción de técnicas amatorias.

Es verdad. Y sin embargo, a nadie se le ocurriría sostener que la sexualidad no concierna al psicoanálisis. No lo concierne como biología ni sexología. Tampoco en lo que hace a los géneros. Lo concierne un muy otro sentido, que es el de la relación (o no-relación) entre el varón y la mujer:

“…lo que Freud muestra del funcionamiento del inconsciente no tiene nada de biológico. Nada de esto tiene derecho a llamarse sexualidad más que por lo que se llama relación sexual. Por otra parte, esto es completamente legítimo hasta el momento en que utilizamos el término sexo para designar otra cosa, a saber, lo que se estudia en biología, el cromosoma y su combinación XY o XX o XX, XY. Pero esto no tiene nada que ver con lo que está en juego, que posee un nombre perfectamente enunciable, las relaciones entre el hombre y la mujer”. (Lacan, J., De un discurso que no fuera del semblante, Paidós, Bs. As., pág. 30)

En psicoanálisis lo sexual es lo que está en juego en “las relaciones entre el hombre y la mujer”, incluso si se postula que no hay propiamente relación entre ellos. El campo analítico también se distingue de todo lo que atañe a “las pretendidas identificaciones sexuales”, que podríamos ubicar bajo la rúbrica de los “géneros”. Es algo ya adelantado por la enseñanza freudiana, porque para Freud ni la biología ni la psicosociología de los sexos era competencia de la teoría analítica, que no solo se desentiende de los aspectos sexuales somáticos, sino también de los psíquicos, si por ello entendemos perfiles psicológicos de la masculinidad y la feminidad. Estos perfiles, variables según las épocas y lugares, relativamente independientes del sexo biológico, tampoco interesan al campo de la experiencia analítica. Lo que le es propio, nos dice Freud, son los mecanismos inconscientes que determinan la elección de objeto y que la ligan a la pulsión. Dicho de otra manera, lo que atañe al psicoanálisis es la lógica que subyace al modo que asumen en un sujeto el goce, el deseo y el amor. Es a esto, entonces, a lo que Lacan se refiere cuando habla de un modo general de las relaciones entre los hombres y las mujeres.

Una diferencia que no es bipolar

La ley sexual se hace sentir también donde se pretende evitarla. Nada borra el hecho de que hay, sobre todo, quienes no tienen el falo. Las actuales aspiraciones narcisistas de igualdad genérica quieren olvidar por simple decreto esta diferencia y concebirla como el mal recuerdo de una tradición superada. Esas cigüeñas nos adormecen con cantos de nodriza y fábulas sobre libre elección de los cuerpos, plásticas ambigüedades, reciclamientos infinitos, pluralismos sexuales que se despliegan ante nosotros como las ofertas del mercado. Son efectos de la misma diferencia que pretenden renegar. Entre el Evangelio de los derechos civiles y el Evangelio de la química, el anhelo que subyace a sus afanes es el mismo. Se intenta denegar esa verdad a la que, según Lacan, todo ser hablante debe hacer frente: que hay quienes no tienen el falo. Al contrario de lo que se piensa, eso no tranquiliza a los caballeros y está lejos de apoyar la pretendida hegemonía masculina. El descubrimiento de la carencia simbólica de falo en las mujeres –porque en lo real no les falta nada– es algo que tiene consecuencias para los que creen tenerlo, porque es a partir del momento en que se descubre que existen los que no lo tienen que se establece, a la vez, que nadie lo sea. Por eso Lacan dice en la página 33 del Seminario 18, que el falo es lo que castra tanto al varón como a la mujer.

No se trata, entonces, de una lógica polar de dos sexos que se relacionan entre sí, armónica o conflictivamente. Se trata del modo en que cada uno se las arregla con la función fálica. El falo es, por así decirlo, una función que “hace diferencia”, y esto quiere decir que agujerea de un modo particular a cada uno, al varón y a la mujer. El choque no es el de uno con el otro, sino el de cada uno con esa espada de fuego que el Génesis nos dice que el Creador interpuso entre ellos y el retorno imposible al paraíso terrenal. Terrenal. Nadie parece notar nunca eso, que el paraíso era, pese a todo, terrenal, que ahí se trataba de algo corporal. No solamente estamos exiliados del cuerpo del Otro, sino que ambos sexos, la mujer y el varón, cada cual a su manera, se encuentra exiliado de su propio cuerpo. Las referencias de Lacan a la función fálica como obstáculo a la relación sexual son numerosas. Así, podríamos decir que cuando hablamos de la diferencia sexual en psicoanálisis estamos hablando de un límite irreductible para ambos sexos. Esta perspectiva no es polar:

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