Es ésta la razón del título de este libro. La condición femenina no alude únicamente a la posición subjetiva de la mujer y al estatuto de su sexualidad. Se refiere más centralmente a la condición que esa sexualidad impone al otro para amarlo, para condescender al deseo, y esa condición es la de amarla, pero justamente en ese punto en que ella no encarna el falo ni a nivel del narcisismo ni a nivel del fantasma inconsciente, ese punto en que toca lo real, un punto en el que ella no encarnaría precisamente algo necesariamente placentero, y acaso tampoco displacentero, sino que estaría más allá del principio del placer-displacer. Cómo amarla, entonces, como no-toda, como Otra, allí donde ella no es el espejismo sino el desierto.
El rechazo de lo femenino (die Ablehnung des Weiblichkeit)
Las mujeres estaban excluidas de la escena teatral incluso en tiempos en los que no estaban del todo excluidas de la escena política. ¿Por qué alejarlas del escenario dramático? Más allá de las variables sociológicas, es llamativo que la representación escénica le haya sido negada a un ser al que culturalmente se le ha reconocido el genio del adorno, la simulación y el enmascaramiento. No es tan difícil responder a eso si pensamos que toda la enseñanza de Lacan nos lleva a pensar a la mujer como mucho más vinculada a lo real que el varón. Contrariamente a lo que el sentido común piensa, para Lacan la impostura es algo fundamentalmente masculino. El orden viril es un orden fálico, y esto quiere decir que es un mundo de simulacros, de semblantes, de roles, de identificaciones, de personajes, de investiduras, de jerarquías, de títulos, de atributos. El Gran Teatro del Mundo está hecho así. Pero en el medio de ese juego de roles, una mujer es una presencia demasiado real como para que el juego no se vea perturbado. Ella pone en jaque el orden de los semblantes, respecto del cual, se nos dice, tiene una gran libertad. Es por ser no-toda, por no tener límites, por estar fuera del saber y de la ley, por el extravío fundamental de su goce, que ella se encuentra en una relación de antagonismo respecto del orden de los semblantes. Así leemos en la página 34 del Seminario 18:
“En cambio, nadie conoce mejor que la mujer, porque en esto ella es el Otro, lo antagónico del goce y del semblante, porque ella presentifica eso que sabe, a saber, que goce y semblante, si se equiparan en una dimensión de discurso, no se distinguen menos en la prueba que la mujer representa para el hombre, prueba de la verdad, simplemente, la única que puede dar su lugar al semblante como tal”. (Lacan, J., De un discurso que no fuera del semblante, Paidós, Bs. As., 2009)
Señalaremos únicamente dos cosas. La primera es que la mujer, en tanto Otra, hace valer un goce que es antagónico con el orden de los semblantes. La segunda es que ella representa para el hombre la hora de la verdad, y que en esa instancia se pone de manifiesto lo que vale auténticamente el semblante del varón, sea el que fuere. Todo esto quiere decir que la mascarada tan cara a la feminidad y de la cual ella se sirve para capturar la atención de él, ya sea como objeto idealizado o degradado –eso también vale fálicamente– esa máscara que vela siempre su carácter de no-toda, resulta ser lo menos esencial de la feminidad, aunque se presente como imprescindible. Lo sostiene Lacan en más de un lugar. Y en realidad es algo que comprobamos en la observación más superficial del mundo femenino, porque si hay algo que el orden de la moda evidencia es que no hay ninguna máscara capaz de representar lo que es una mujer. Por eso constantemente se ve en la situación de tener que cambiar de máscara, nunca se encuentra del todo conforme con ellas y finalmente es verdad que nunca tiene qué ponerse. En todo esto podríamos ver la insatisfacción histérica, pero también una incompatibilidad de fondo entre lo femenino y, no ya la máscara o los semblantes, sino el orden de las identificaciones como tal. Esto no es más que asumir las consecuencias lógicas de sostener que lo femenino no puede ser atrapado por el significante, lo cual implica que no es identificable en un sentido amplio, por no ser localizable y por estar fuera de la lógica de las identificaciones.
Freud acierta cuando sostiene que todo esfuerzo identificatorio rechaza la feminidad, se aparta de ella, que es lo que afirma la expresión “rechazo de la feminidad” –Ablehnung des Weiblichkeit–. Es importante considerar el sentido de esta expresión, porque Ablehnung es ciertamente “repulsa”, pero también ofrece el matiz de lo que recae sobre aquello que nunca sería tomado como modelo sobre el cual apoyarse. Demuestra ser lo contrario de Anlehnung, que significa apoyo, apuntalamiento, y que se usa también cuando nos “apoyamos”, por ejemplo, en un objeto de la realidad para hacer un dibujo. En esto seguimos la consecuencia de las premisas de la teoría analítica: la feminidad corporal, el sexo específico de la mujer, en tanto no ofrece ningún apoyo a la función significante, resulta rechazado por esa función. Pero tras aceptar esta idea debemos también advertir –y en esto la intervención de Lacan es decisiva– que ese rechazo no se ejerce en una sola dirección, porque al mismo tiempo hay algo en lo femenino que rechaza el ser “identificado”, atrapado por el significante. En castellano, hablar de “rechazo de lo femenino”, permite abrir una ambigüedad acerca de si lo femenino es objeto del rechazo o si también es la feminidad la que ejerce el rechazo sobre alguna otra cosa. Resulta extraño decirlo en estos términos, pero habría que pensar si la feminidad más auténtica, en teoría, estaría dispuesta a ser modelo de nada. ¿Cómo podría estarlo alguien que fuese absolutamente singular y único al punto de no admitir ninguna imitación, reproducción o serialidad? Hasta podríamos jugar con la imaginación y pensar que la feminidad, como Otra absoluta, no admite siquiera la duplicación operada por el espejo. Míticamente, una mujer no tendría sombra ni reflejo, y ni siquiera el reflejo que encarna para nosotros el hijo, y en eso también se distingue de la madre, la cual, por otra parte, es el apoyo primordial. Decir esto es más que una metáfora porque una mujer, como mujer, nunca termina de “hallarse”en el espejo.
La histeria no ofrece la misma posición porque se postula más como excepcionalidad que como singularidad. Son cosas diferentes, porque la excepcionalidad supone la premisa lógica de la regla general, del todo. Mientras que aquí uso el término singularidad de un modo cercano al que puede tener a veces en la física, como lo que está por fuera del sistema del saber y lo pone en jaque. Es clásico en cambio poner juntas la histeria con la identificación, y hay un tipo de identificación que merece el nombre de histérica. Hablamos también de identificación viril. Pero no hay identificación femenina, más allá de lo que podemos considerar como identificación al falo. La histeria puede ser epidémica. La feminidad, en cambio, si bien teje redes libidinales –y en eso cumple una función esencial–, no “hace masa” nunca. Que la feminidad corporal no ofrezca ningún apoyo para la identificación plantea algunos problemas al considerar las características del narcisismo en la mujer. Además postula lo femenino como aquello con lo que nadie se identificaría. No podría ser de otra manera cuando encarna al Otro absoluto, un cuerpo en goce con el que no sería posible establecer ninguna especularidad. Hasta con un síntoma podemos identificarnos a pesar de todas sus incomodidades. Ser el pelo en la sopa, la mancha del cuadro o la oveja negra, son posiciones excepcionales, sintomáticas, pero están perfectamente identificadas y localizadas en el sistema. Debe reconocerse que la separación entre histeria y feminidad es un punto teórico dado que lo femenino se presenta como una posición insostenible sin que medie algún grado de histerización.
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