¿Qué representa ver que el otro es portador de una alianza matrimonial? He notado que para los hombres en general eso no denota más que un estado civil de la mujer. Y muchos ni siquiera lo notan. Las mujeres pueden ver otras cosas. Una luz roja, una luz verde, o acaso una “falta de luces”. Pero a veces lo más significativo es que vean en eso que él, el portador, le ha dado una palabra en algún momento a una mujer. Es una dimensión del matrimonio que hay que tomar en cuenta sobre todo si se trata de la sexualidad femenina, porque en el ideal matrimonial no se trata únicamente del falo sino también de la palabra. ¿Hay algo más incierto y dudoso que la palabra dada por el hombre a una mujer? Si hay un lugar en el que hacer promesas resulta un salto al vacío, es ése, y no creo que haya otro que lo supere en insensatez. En la conferencia “Del símbolo y de su función religiosa” Lacan dice algo que tendremos que revisar a la luz de elaboraciones posteriores relativas al Otro barrado y su relación con el goce femenino:
“La palabra que se da es, por ejemplo, esta cosa absolutamente insensata que está constituida por ese acto delirante que consiste en decir a una mujer, ese ser curiosamente flotante en la superficie de la creación, “Tú eres mi mujer”. (Lacan, J. El mito individual del neurótico, Paidós, Bs. As., 2009, pág. 68).
Lo que se destaca es el estatuto de una palabra que se presenta como insensata, como falta de toda garantía más allá de su pura enunciación, y también como una palabra que se da. Es aquí que hay que tener mucho cuidado con el uso del verbo “dar”. Si en ese dar se trata de una oblatividad anal, de un acto sacrificial o de concesión por parte del varón, podemos estar ciertos de que entonces el erotismo de la mujer ya no está interesado. Si acaso está interesado, será de un modo que no es precisamente interesante. La palabra como acto únicamente se da por mediación de la castración: se da como algo que no se tiene.
El culto a lo nuevo y la palabra que hace el amor
Nuevas configuraciones familiares, nuevas feminidades, nuevas masculinidades, nuevas subjetividades, nuevos modos de la transferencia, nuevos fenómenos clínicos, nuevos caminos en psicoanálisis, el psicoanálisis de nuevo, nuevas formas de estornudar. La lista es larga. Se anuncian estas innovaciones con entusiasmo o con alarma. A veces son los mismos, y el tema entre los psicoanalistas parece ya un limón exprimido al que ya no se sabe cómo sacarle más jugo. No discuto el valor de estas cuestiones, pero sería más pertinente salir a la caza de los viejos dioses, descubrir sus actuales escondrijos y artimañas. Hay épocas en que lo revolucionario consiste en ser conservador, y son también épocas en las que lo nuevo aburre. Y creo que la nuestra se lleva el premio en eso. He tratado con patologías inclasificables, enfermedades psicosomáticas, cambios de sexo, transplantes de órganos, fertilizaciones asistidas, paternidades y filiaciones homosexuales, y la novedad me elude. Cada día mi práctica me depara, en cambio, el encuentro con lo que es original. La configuración del yo y la estructura narrativa de la vida es ciertamente otra después del advenimiento de nuestros sofisticados espejos. Tales artificios no traen, por sí mismos, nada original que decir. Aquí no hay lugar para la nostalgia, porque tampoco una pluma de ganso trae nada original que decir. Ni siquiera un cuidado vocabulario trae nada original que decir, y es por eso que no debería preocuparnos tanto que las chicas y muchachos de ahora utilicen un lenguaje en el que a los mayores les cuesta reconocerse. Un mensaje de texto puede dar en el centro del corazón de una mujer tanto como una carta manuscrita. Un celular sirve tanto como una carta para develar una infidelidad… que quiere ser develada.
Borges cuenta que una vez asistió a la representación de una obra de Shakespeare en la que los actores eran mediocres y la puesta dudosa. Sin embargo, la obra lo impactó. A pesar de la tosquedad de los instrumentos, Shakespeare se había abierto paso. Es la enunciación la que puede resultar afortunada o nefasta. Cuando se trata de la condición femenina hay que admitir que únicamente la poesía –entendida como función poética– tiene algo nuevo que decir. Siempre fue así, antes y después de Auschwitz. Es una función que no tiene nada que ver con la declamación, y que podemos encontrar en lugares insospechados. La poesía es la palabra que hace el amor. Lacan nos enseña a tomar esto al pie de la letra, porque se trata de la palabra que produce la significación amorosa en su dimensión de acontecimiento. No se trata del enunciado amoroso, ni de la retórica cuidada. Es la enunciación poética, original, la que “hace” el amor, la que lo hace suceder otra vez, de nuevo. Por eso resulta redundante afirmar que únicamente la poesía tiene algo nuevo que decir; porque el decir poético, el decir verdadero, siempre es nuevo. Todo auténtico decir conlleva lo eficazmente nuevo, por lo que la función poética de la palabra tiene importancia esencial en el erotismo de una mujer. Debe remarcarse que la castración es una condición necesaria para que esta dimensión de la palabra tenga lugar, lo que nos lleva al punto siguiente.
Ellas vienen degollando
Una encantadora dama dirigía la visita al Colegio Nacional de Buenos Aires recordando los tiempos en que ella y sus compañeras eran las primeras mujeres –once, si no recuerdo mal– que ingresaban a esa institución. Hacía notar que en el presente la proporción de mujeres y varones era equilibrada, pero agregó que en cuanto a los promedios de calificaciones las chicas de ahora “venían degollando”. La figura no dejaba de tener su interés, no solamente por ser algo que se dice en todas partes, sino porque es la expresión de un fantasma muy frecuentado. Me gustaría saber cuándo, en qué época, las mujeres no vinieron “degollando”. La expresión, por excesiva y fantasmática, no deja de ser verdadera en la idea de que una mujer puede castrar al hombre en más de un sentido. Eso no deja de tocar cierto real de un deseo femenino al que la castración del varón le es esencial. Pero el hecho de que ellas rivalicen con los hombres y que se enfrenten con ellos en una lucha cómica o trágica, es algo que nunca antes se había visto, según dicen. Y es verdad que, en apariencia, la irrupción masiva de las mujeres en esos escenarios donde se disputa por el poder y por el dinero es algo nuevo. Las chicas de ahora van al frente y además son rivales de los hombres. Ellas se permiten “sacar la perra”, y no solamente ladran sino que también muerden. Lo único que tengo para objetar es que tal vez las chicas de antes no eran, como el candor de muchos parece imaginar, más buenas que Lassie. Y tal vez ni siquiera ella era tan buena. Según me han contado, como la mujer, había más de una, y hasta existe la posibilidad de que fuera un travesti. Pero consideremos apenas este comentario:
“Tras algunos progresos llegamos al estadio del rival, relación del modo imaginario. No hay que creer que nuestra sociedad, a través de la emancipación de las mujeres, lo tenga como privilegio. La rivalidad más directa entre hombres y mujeres es eterna, y se estableció en su estilo con las relaciones conyugales. En verdad, solo unos pocos psicoanalistas alemanes imaginaron que la lucha sexual es una característica de nuestra época. Cuando hayan leído a Tito-Livio sabrán del ruido que hizo en Roma un formidable proceso por envenenamiento, del que salió a luz que en todas las familias patricias era corriente que las mujeres envenenaran a sus maridos, que caían a montones. La rebelión femenina no es cosa que date de ayer”. (Lacan, J., El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Barcelona-Bs. As., 1984, págs. 392-393).
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