Por otro lado, siguiendo con el gesto de desmitificación, hay una parte que se lleva mal, que no se desea, que es incómoda. Lo que queda por saber y mostrar es si esa parte es consustancial al cuidado en sí mismo o, más bien, a la cosmovisión social, su estratificación y desvalorización. Tronto (2009) nos dice que existe una reticencia a orientar la atención hacia los demás. Justamente es esto lo que señala la importancia de hacer de los cuidados el centro de la vida social. Su subalternización ocupa un lugar relevante en este conflicto dado que contribuye a hacer de ellos arma de dominación y carga mortífera. La reducción de los cuidados a su dualización encadena ambas partes a una relación de sumisión, dominación y, en consecuencia, control social. No es fácil cuidar y menos hacerlo razonablemente bien. Menos todavía en sociedades que lo presuponen para algunas cuando paralelamente se las abandona en lo doméstico. Finalmente, no es fácil porque parece arrancar de una intuición muy fundamental de lo que es razonablemente bueno para el otro que, a menudo, se presta a confusión.
En los relatos de esta obra se plantea el saqueo del tiempo prodigado y la ambivalencia que supone el mismo cuidado haciendo vidas pero también saqueándolas. Nuestras relatoras manifiestan la necesidad de hacer grupos, no estar solas, contar con otras, de lo colectivo como posibilidad, deseo y como lo que te salva. Esta es, justamente una cuestión importante. La colectivización también como gesto narrativo. Ese acto de construcción de significados compartidos sobre lo que les acontece. Con él toma forma una arqueología de la subjetividad. Esto es, pensar con las otras y del decir y decirse, pensarse una misma desde otros lugares, inicialmente insospechados. A su vez, transformar el malestar en ese gesto del compartir, poniéndolo en circulación y visibilizando su potencial político. Nos recuerda esto a Audre Lorde (1980) y su lucha encarnada en la que aparece un reconocimiento profundo de los propios sentimientos. Es decir, un tipo de travesía hacia la verdad interior. Lorde nos decía que lo que no se explora permanece oculto y, por lo tanto, no puede utilizarse, ni contrastarse ni comprenderse. Pero para ella era tan importante este ejercicio de introspección y reconocimiento como el acto de compartirlo. En su insistencia a hacer hablar el silencio vemos la convicción que lo que no se explora termina formando parte de la interiorización del discurso hegemónico. Explorar es, pues, resistir. Esta verdad oculta en nuestro interior ya fue señalada por Gilligan en su famoso trabajo In a Different Voice: Psychological theory and women’s development en el sentido que aquella voz diferente rescata el sí mismo, el yo real oculto, interrogándose sobre las dualidades y las jerarquías del patriarcado. Gilligan afirma que los relatos del desarrollo incorporados en las teorías psicológicas de Freud, Erickson, Piaget o Kolberg son relatos que hacen de la tragedia o el trauma (producto de la escisión entre el sí mismo real y el imperativo social) naturaleza. Para la autora no importa tanto si los motivos que llevan a las mujeres a cuidar son sociales o naturales sino como la psique sana resiste a la enfermedad y las mentiras debilitantes. Es decir, como se gestiona la tensión inherente entre la salud del yo y las estructuras del patriarcado que requieren una disociación o división de la psique. La psique sana, concluye, resiste a la iniciación del patriarcado de modos muy diferentes. Más adelante nos dirá que se construye el sentido del self como una capacidad de registrar nuestra experiencia progresivamente. Se distingue este núcleo del self, anclado en el cuerpo y la emoción, del self autobiográfico que se anuda a la narrativa de sí mismo. Esta distinción nos permite poner de relieve que cuando separamos la emoción de la razón o el espíritu del cuerpo (exigencia del patriarcado) perdemos contacto con nuestra experiencia y podemos entonces ligarnos a una historia de nosotras mismas que es errónea en relación a ese interior que sabemos verdadero Gilligan (2011). A algo parecido se refería Lorde cuando apelaba a la necesidad de escarbar en nuestro interior. Este es el ejercicio de arqueología de la subjetividad que resulta de un impacto político incontestable.
Los cuidados expuestos en los relatos incluyen, como mínimo, tres cuestiones importantes. En primer lugar, la distancia (o disonancia) entre como hablan las mujeres de sus situaciones, cuidados, discapacidad y los términos del debate público sobre los mismos temas. En segundo lugar, la posición construccionista de la discapacidad y el talante resistente, más o menos consciente, de nuestras relatoras. Esta es una cuestión que se debate también en la misma piel de las protagonistas que, sabiéndose insertas en un contexto que excluye, se resisten a reproducir este más de lo mismo. En tercer lugar, la accesibilidad como herramienta fundamental que abre un lugar a la subjetividad de los actores con discapacidad. Aquí el cuidado del cuerpo va más allá del propio cuerpo y se concibe en continuidad con otros cuerpos, con sus contextos y los significados que estos lanzan. Ser el puente que da acceso al mundo es una de las tareas que asumen algunas de nuestras mujeres, como acto esencial del cuidar. Pero si bien esto es fundamental y ya pone a los cuidados más allá de ideas simplemente asistenciales, también es cierto que roza la perversión hacer caer esta función en único sujeto, concibiendo así los cuidados únicamente como duales. Esto no deja de fundamentarse en una idea superlativa de sujeto moderno con esencia independiente y apartada del mundo y su historia. Pero si bien compartimos esta idea foucaultiana de sujeto, cabe también preguntarse cómo hablar de sujetos si no los hay. Esto es, como se construye alguien como sujeto si previamente no se establecen las condiciones de posibilidad para que pueda advenir. Pareciera aquí dibujarse una función política del cuidado fundamental. Si aceptamos el supuesto que los sujetos no deben ser hablados por nadie, pero paralelamente no hay un lugar más allá o más acá de los significados sociales que los subalternizan, ¿cómo construir otros parámetros de inteligibilidad de la discapacidad sin que sean hablados por otros? Aquí la relación de cuidados se instala en una delgada línea de tensión entre ambas cuestiones (política y cuidados).
Butler nos decía que “cuando nos preguntamos qué es lo que hace posible el reconocimiento, comprobamos que no puede ser meramente el otro quien resulte capaz de conocerme y reconocerme como poseedora de un talento o una capacidad especial, pues ese otro también tendrá que apoyarse, aunque solo sea de manera implícita, en ciertos criterios para establecer, en todos los casos, lo que ha de ser reconocible en el yo, un marco para ver y juzgar también quién soy yo” (Butler, 2009:46). Significa esto que existen unas condiciones sociales, históricas, políticas que condicionan la misma inteligibilidad del otro. Dicho de otro modo, “si podemos responder éticamente a un rostro humano, debe haber, ante todo, un marco para lo humano que pueda incluir cualquier número de variaciones como instancias disponibles. Pero, dado lo discutida que es la representación visual de lo humano, parecería que nuestra capacidad de responder a un rostro como un rostro humano está condicionada y mediada por marcos de referencia que, según los casos, humanizan y deshumanizan” (ibid.:46-47). Por lo tanto, la cuestión será ¿cómo trabajar sobre estas condiciones de reconocimiento y cómo hacerlo aun hablando por el otro o precisamente por ello? Nótese que no podemos pensar en los sujetos sin pensar en sus contextos y que será el segundo la razón de nuestra empresa y no el primero como tantas veces se pretende.
Los relatos alumbran esta persistente y sagaz función política del cuidado:
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