Dédalo
Camilo Bogoya
XXXVII Premio Nacional de Literatura, modalidad Novela
Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia
XXXVII Premio Nacional de Literatura, modalidad Novela, Universidad de Antioquia, 2019
Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia
© Camilo Bogoya
© Vicerrectoría de Extensión, Departamento de Extensión Cultural, Universidad de Antioquia
© Editorial Universidad de Antioquia
ISBN: 978-958-714-972-2
ISBNe: 978-958-714-973-9
Primera edición: septiembre de 2020
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1. Dédalo. La partida
A los viejos les gusta contar la historia, ven en su recuerdo una lección, ven las ruinas del genio de Dédalo, llegado a estos lugares como un proscrito. ¿Pero qué pasó? En realidad no importa. Si los demás olvidan el asesinato, él también tendrá que olvidar.
Mientras lucha por vaciar la mente, sigue el flotar de la quilla rompiendo las olas. Deja atrás la escollera y las fortificaciones del puerto. Deja atrás cuarenta años. La casa atiborrada de inventos, animales de madera, dibujos de ciudades por venir. Durante horas ve pasar las islas desperdigadas en el mar; islas que parecen las vértebras de un fósil o el espinazo de un animal sin fin que flota en la superficie. Ni siquiera una galera o un trirreme escolta al asesino. Le asignaron escasamente un humilde pesquero. Mil novecientos estadios separan Atenas, su querida Atenas, de la única isla que aceptó recibirlo. Sentado en la cubierta sucia, la fetidez aplaca los recuerdos, ciega los sentidos, entorpece la memoria. El arquitecto se deja mecer. Duerme o cree dormir.
Sin embargo, en la noche mediterránea, sin el freno de la conciencia, un solo instante retorna. Vuelve el rostro del sobrino lleno de terror, de acné y de cabellos plagados de piojos. Vuelve el rumor del cuerpo de un imberbe que agita los brazos y las piernas a medida que cae desde la cima de la Acrópolis. Ha sido empujado, sin lástima, por el hombre notable que va camino al exilio.
Cuando Dédalo despierta, una franja de luz golpea el horizonte. Se ven los pájaros volar sin esfuerzo.
En la memoria se amontonan las imágenes. Dédalo recuerda a su sobrino de doce años, el pelo sucio, las rodillas cubiertas de cicatrices, una quemadura en el dorso de la mano que exhibe con orgullo. Quiere volverse un hombre con la ayuda de su tío y por eso la madre lo acompaña a cruzar los basureros de Atenas, a brincar entre los puestos de mercado en busca de la casa de su futuro tutor. A pesar de que los hermanos viven en la misma ciudad, no se frecuentan: los separan la fama y las comodidades. Dédalo recibe al joven; siempre ha querido enseñar los recursos de su arte, gozar del prestigio de tener un discípulo. Una sola condición le impone a su hermana:
—Por aquí no vuelvas.
Luego de sellar el acuerdo, la madre y el hijo se despiden. Ignoran que el roce de sus mejillas será la forma del adiós.
La convivencia en la casa de Dédalo es la de dos hombres adultos. Gran parte del día trabajan en la penumbra del taller. Si la noche es fresca deambulan por las casas de los amigos, beben y cuentan historias, beben y regresan a dormir, uno junto al otro, bajo la sombra de una estatua incompleta o los ojos titilantes de un pájaro.
Muy pronto, el discípulo ve las cosas como sustancias maleables: un diente de animal es un cuchillo, una cuerda se transforma en una pelota de mimbre. Con una mirada de asombro, el alumno pasa los días observando al maestro. Aunque, a pesar de sus breves años, también lo mira con el escepticismo y el recelo que invaden a un adolescente al seguir un juego demasiadas veces jugado en la infancia. Dédalo dice que todo lo que hace la naturaleza lo puede imitar el hombre.
—¿También volar?
Con un gesto de cabeza responde el tío, sintiendo en el pecho una punzada.
El discípulo no tiene que esmerarse en mostrar su talento. Una tarde se pone a jugar con dos palitos de madera. Los amarra en una de las puntas usando un tallo de orégano. Mantiene un palito quieto y dibuja con el otro un círculo. Para mejorar el equilibrio coloca un travesaño. Agrega una punta de caliza a uno de los extremos. Inventa el compás. Una mañana en la que afila un cuchillo, juega a convertir la lama de hierro en la cresta de una montaña. Inventa la sierra. Una era vendrá en la que todos los hombres dependan de estos artefactos. Dédalo pasa una noche en el taller, a solas, rodeado de tablillas en las que escribe los hallazgos del sobrino: “Sierras y compases, casa Dédalo”. Al alba distribuye la tablilla entre los mercaderes: “Mi última invención”, dice, con una sonrisa de hombre que ha perdido el aplomo.
En las tabernas se murmura que el genio de Dédalo ya tiene sucesor; en las tabernas, el mercado, los lupanares, en la boca de los mensajeros que van y vienen gritando las últimas noticias. Y es así como el arquitecto, el hombre hábil y sagaz, previendo la fama de su aprendiz, se dirige con él hasta las fortificaciones de Atenas, elevadas sobre el abismo. Suben al punto más alto de la ciudad, y mientras el sobrino observa de manera desprevenida la magnificencia de Atenas, el tamaño de los lejanos transeúntes, mientras intenta oír al flautista de turbante azul que divierte al pueblo, Dédalo, con su garra de ave rapaz, lo empuja al precipicio.
Al bajar de la Acrópolis, el arquitecto decide esconder el cadáver. Un grupo de atenienses lo sorprende, sus manos removiendo la tierra áspera, endurecida por la sequía, los brazos arañados y el pelo lleno de polvo.
—¿Qué estás enterrando? —le preguntan.
Dédalo responde sin vacilar:
—Una serpiente.
2. Flora. La llegada
cuando salga de aquí, porque saldré, al menos alguien, un policía, me dirá que le cuente lo que pasó, y tal vez empezaré por el instante en que me quitan el pasamontañas y abro los ojos, la luz me encandelilla hasta que distingo un establo, pequeño, las plastas de caballo secas, deben ser las cinco de la tarde, o algo así, la luz se filtra por el techo, entra por los muros, una mujer se pone enfrente, he debido huir en ese momento, fue su apariencia lo que me asustó, era demasiado gorda, nunca había visto una mujer así, mucho menos agacharse, porque se agacha, se dobla en dos y levanta una puerta escondida en el piso, una puerta que rechina y huele a humedad y oculta un hueco, me dice que le entregue las manillas y los aretes, y luego me dice que entre, me empuja con alguna parte de su mano que siento en la espalda, no es un túnel, es como un escondite para los niños, mis pies tocan un fondo de barro, pero tengo la mitad del cuerpo fuera, me dice que me arrodille, le obedezco, me dice que ponga la cabeza entre las rodillas, obedezco de nuevo, y de un golpe cierra la puerta del escondite, oigo el clic del candado, y por primera vez estoy sola, me quedo así, arrodillada, sintiendo el roce de la puerta en la coronilla, no me muevo, hasta que las rodillas me duelen y me doy cuenta de que puedo acostarme, de que la oscuridad es cada vez mayor y pronto se hará de noche, me llamo Flora, tengo veintiún años, Flora Leticia Ramírez, y acaban de secuestrarme
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