Camilo Bogoya - Dédalo
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—Ya he probado las varas de los fenicios, el arte de los espartanos, las grasas de las sibilas de Tebas —dice la reina, abatida e irascible.
—Se trata de ofrecerte al toro y dejar de consolarte.
—Si no haces lo que prometes voy a arrancarte el cuello y echaré tus vísceras a los pájaros que tanto te gusta pintar.
Es cierto lo que dice Pasifae. Dédalo sigue soñando con el vuelo del sobrino. Es una caída sin fin en la que Dédalo también cae. Durante el sueño, un golpe lo despierta, un golpe interminable, como el del sobrino al romperse las vértebras y el cráneo. Hay tardes en las que el arquitecto mira absorto la caída de un fruto, su estallido contra el suelo de la isla; incluso ha dibujado la escena. Pero no son pájaros lo que dibuja, sino el charco de sangre dejado por las granadas.
6. Flora. Confesiones
Ricardo era un ganadero, a los diecisiete años llegó a la ciudad, tenía miles de cabezas de ganado y las había perdido, era un ganadero venido a menos y huía de la violencia, bien vestido, eso sí, nos conocimos en una feria agropecuaria, no sé qué pasó, en un momento estábamos en la feria y luego en una cafetería y más tarde caminando por el barrio, y después en un concierto, y una noche, cuando llevábamos saliendo varios meses, un sábado en la noche, nos metimos en un callejón, las canecas de la basura desbordaban, nos tomamos un trago, él sabía que a mí no me gustaba el aguardiente pero había comprado una botella, me dijo que nos sentáramos, hacía rato que sabíamos que en algún sitio nos íbamos a sentar y a desvestir, él me decía que siempre nos topábamos con un intruso, cuando no era el frío era la luz de un apartamento, la alarma de un carro, un bulto que dormía en la calle, un perro que se paraba a mirarnos, y esa vez al fin estábamos solos, y en esa soledad nos sentamos en los escalones de un edificio, Ricardo empezó a desordenarme la blusa, a meterme la mano entre los pliegues de la falda, no era torpe, lo había hecho muchas veces, conocía el camino desde que se atrevió a rozarme en la feria, lo distinto fue que me dijo, para excitarme, “voy a enterrártelo”, a mí no me excitaba, era una frase que no parecía de él, un muchachito raquítico, luego puso un índice en mi vientre, me tenía casi desvestida, yo no me quité nada, él hacía todo, y en esas estábamos cuando escuchamos a los tipos acercarse, Ricardo me había quitado los calzones, los había tirado junto a la basura, y en medio del basurero llegaron los tipos, eran dos obreros, se veían sus botas de trabajo, a ninguno le vi la cara, Ricardo cogió la botella de aguardiente como un cuchillo, uno le puso la mano en el hombro y Ricardo estalló la botella contra la cabeza del obrero, tal vez contra la nuca, el chorro de sangre me salpicó, vimos al obrero en el piso, “¡Le dio en la yugular!”, gritó el otro, y los pies de Ricardo se quedaron inmóviles, una cortina se descorrió, se asomaron varios vecinos, mi mano empujó a Ricardo, lo arrastré por calles y puentes, no sé cuánto tiempo corrimos hasta que llegamos a mi casa, le pedí que no se fuera, que entrara conmigo, abrimos la puerta y se fue, sin decirme nada, sin devolverme los calzones que al huir había recuperado del basurero y que yo sabía que estaban en su bolsillo
¿y qué pasó después?, dice la guardiana, eso es todo lo que pasó, no voy a decirle que vinieron los días y las semanas y no hubo una palabra entre nosotros, nada, solo una carta, me envió una carta con un recorte de periódico en el que hablaban de un sindicato en huelga por la muerte de uno de sus obreros, desangrado en un callejón del barrio América, y nada más, ni siquiera una letra tuya, mi vida, un pedacito de tu caligrafía, enorme y fea, un signo, un reproche, algo que me dijera que después de todo querías volver y destruir ese recuerdo
¿y qué tiene que ver el perro?, me dice la guardiana, le digo que no puso atención, que no entendió bien la historia, que el perro tiene todo que ver, que cuando veo las moscas revoloteando en la cabeza del perro estoy viendo la cabeza de Ricardo, que al ver la lengua húmeda que cuelga no puedo sino pensar en él, y al observar la cola feliz estoy viendo su manera tambaleante de caminar, que al ver los ojos húmedos y chorreados de sopa vuelvo a sentir la mirada dulce y la presencia de Ricardo, su compañía, pegado a mí, cuando me acerco y le toco una pata siento la mano de Ricardo, esa mano asustada con la que huyo entre calles y puentes
la guardiana me dice que va a venir con el libro de serial killers, me lo va a prestar, un día lo leeremos juntas, pero tengo que explicarle otra vez lo del perro, tengo que seguir contándole lo que mi papá me contaba, esa historia le gusta, ella es como esos personajes, verraca y decidida
7. Dédalo. El invento
La noche sigue en el taller de Dédalo. Hace una hora que llueve. Los campos se inundan. Un aguacero de estas proporciones solo puede ser un vaticinio. ¿De qué? Al fondo se ve la cabeza de los animales sufriendo la lluvia o sumidos en la resignación, el belfo quieto, sin rumiar. Un árbol se dobla. Un toro brilla en la oscuridad, como una luna terrestre y mojada.
Sentado en un sillón de arcilla, mirando los bloques de mármol, Dédalo reflexiona. Las especies se acoplan entre sí, un toro no montará a una mujer si no se parece a una vaca. Dicen que la pubertad de las hembras debe empezar a los doce meses. Dédalo inventa una de madera, una vaca sólida que logre soportar el peso del toro y de sus embestidas, que sea suave en su interior vacío; una vaca donde pueda esconderse alguien, como si fuera una segunda piel. Dédalo toma sus instrumentos: un compás y una sierra que le recuerdan el exilio, una goma de pescado, la piedra de esmeril, su cincel de bronce. Las patas deben ser de la altura de las piernas de la reina. El orificio que buscará el toro debe encajar en la línea abrasadora que está quemando a Pasifae. Unas ruedas permitirán llevar la vaca desde el taller hasta los pastos. El cuero de una lechera, cuya carne acaba de inmolarse, reviste las ancas del invento.
ese man se las trae, dice la guardiana, y mucho descaro tiene, venir a juntar una reina con un toro, es que las de arriba son las peores, en el campo es moneda corriente, una ve a los muchachos detrás de los pollos, las vaquitas, las burras, lo que sea, una los ve y sabe lo que buscan, luego dicen de esta agua no beberé, y una sabe todo lo que tomaron, se les ve en la forma de perderse, en el brinco de los animales cuando esa gente se les arrima, pero le apuesto que la reina va a decir que no, le apuesto un hueso
—¿Pero quieres humillarme? —dice Pasifae.
—La idea no es mala. Un toro debe montar a una de su especie.
—¿Y quién soy yo?
—Un ciprés no te va a quitar la dignidad. No habrá testigos. Me encargaré de todo.
—¿Qué quieres a cambio?
—Nada.
—Dime qué quieres.
—Quiero hacerte conocer lo que no conoces. Lograr lo que nadie ha logrado.
Unas briznas ocultan el rostro excitado de Dédalo, sus ojos fijos siguiendo la curiosidad del toro, sus pisadas acercándose. La naturaleza es inocente y fácil de engañar. O tal vez ella nos engaña. El toro olfatea la cola inmóvil, húmeda en su interior. Lame la madera con su órgano pulposo, irrigado. Pasifae siente el primer escalofrío de la dicha. El toro penetra a la vez un cuerpo de su especie y una vulva humana. Por un instante las pezuñas del animal golpean el lomo hueco. Dédalo se complace del equilibrio y el engranaje de las poleas y los frenos que meditó hace una noche, bajo la lluvia, mientras él mismo se tomaba por una bestia con el fin de probar la estabilidad del armazón. Dédalo, satisfaciéndose, aguardando a la reina, sigue la maniobra del toro, sus patas delanteras que se erigen, sus ojos desorbitados, la sacudida de sus miembros, el caudal que chorrea por el orificio de la vaca. Dédalo escucha, tendido en el pasto, los gritos de placer que atraviesan la isla.
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