Camilo Bogoya - Dédalo
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la guardiana escupió la espiga, le dijo al perro que yo no sabía remar, que me daba pistas y no escuchaba, se lo dijo varias veces, con una voz llena de cariño y afecto, como si fuese una declaración de amor
la guardiana se va y me quedo pensando en Helena Ruiz, ella y yo sumidas en una sola esperanza
una mujer embarazada no podría salir de aquí, por esa puerta que me raspa las costillas no podría salir, en cambio escarbaría la tierra en busca de lombrices, hay tantas que pueden alimentar a dos bocas
me ha dejado el libro solo por una noche, me ha dejado el libro que no puedo leer, lo hizo para que piense en ella, fue lo que me dijo, aquí tiene compañía, doscientas cuatro páginas que todas las noches duermen conmigo
cuando llegue el momento le diré que no es una serial killer, ese libro no habla de ella, en el fondo no habla de ella, voy a convencerla de su error, voy a arrancarle sus creencias, matarle sus dioses, voy a hacer lo mismo que hicieron los misioneros con los indios, ¿pero cómo?
sigue el pastor alemán cuidando el escondite, puedo escucharlo, juega con las moscas, debe estar amaneciendo, es la hora en que mi papá termina su levantamiento de discos y entra en la habitación, me despierta, me dice que el desayuno está servido y voy tarde a la universidad, es la hora en que me deja diez mil pesos y una fruta, luego va a sentarse en el sillón de gobelinos que prestamos a los teatros, ahí se pone a leer, ajeno al ruido de la calle, mientras salgo de la ducha con el cabello mojado y me pongo un jean, sin saber, ninguno de los dos sabe, que a la mañana siguiente me despertaría con la ropa sucia, el cuerpo sucio, en este hueco bajo tierra, custodiada por un pastor alemán y la gritería de las montañas y una mujer que sueña con ser famosa como Helena Ruiz
me pongo a excavar pequeños túneles, un cuerpo líquido se desplaza, una babosa, distingo los filamentos de un ciempiés, hago una masa que trituro despacio, tengo una albóndiga que mastico, se me llena la boca de saliva, tengo ganas de escupir, en los dientes rechinan los restos de un caparazón, el anillo de una lombriz se retuerce, al final escupo, hay que seguir agrandando los túneles, llenar el escondite de galerías subterráneas, puedo encontrarme con un topo y hasta de pronto con un conejo
vino la guardiana y le pregunté dónde estábamos, ella me contestó que no le iba a creer pero estábamos en El Paraíso, y le empezó la risa, una tierra que se llama El Paraíso, imagínese, hay que tener chispa, o ser muy huevón, el caso es que es ahí donde estamos
no me voy a quejar, vino tarde, en la noche, no podía dormir y vino a que habláramos, a que siguiera la historia del inventor, le gusta que se la cuente en la oscuridad, mientras ella juega con la linterna y el fusil, me dice que una se puede enamorar del que sea, de un toro, un perro, un gorila, y no hay vuelta de hoja, me dice que todo debería ser así, de frente y sin razones, y que empiece a contar ligero, porque a la linterna se le están acabando las pilas
voy a seguir, domino a la guardiana con mi voz, la veo aflojar, ceder, abrir los ojos, añorar el momento en que le hablo, es una pequeña victoria
9. Dédalo. El nacimiento
En el taller la vaca está apilada, sin vida, esperando en un rincón que los niños vengan a jugar, a esconderse en el vientre y a observar por uno de sus orificios lo que pasa alrededor, a convertirla en un trineo que se desboca por los pasillos y que con suficiente impulso llegaría a desprenderse de las losas de piedra.
yo jugaba a lo mismo, dice la guardiana, de chiquita me quedaba horas mirando por un hueco de la pieza lo que hacían de noche, miraba por el hueco y no veía nada, y las sombras se volvían a veces un cuerpo encima de otro, miraba y esos cuerpos se ponían a gemir, y yo salía de la pieza, en puntillas, y veía que los perros miraban también, y el que no miraba era mi taita, él solo apuntaba con la escopeta, con los ojos cerrados, apuntaba y echaba plomo cuando la sombra salía, y es que de golpe es mejor no ver, no saber nada
Pero el rey sabe todo. Si Pasifae amenazó a Dédalo con degollarlo, ahora el arquitecto debe escapar de la cólera de Minos: “¡Tráiganmelo!”.
Buscan a Dédalo en el palacio, en los aposentos de la reina. Lo encuentran en su taller, dibujando triángulos y pirámides. Lo llevan a rastras delante de Minos.
—Ya sé que le hablo a un cadáver.
Dédalo dice con tranquilad:
—Yo no soy más que un intermediario. Es la historia de tu padre. Un toro, tu papá, viola a una ninfa aterrada, tu mamá. Son los dioses que nos castigan. Los dioses que aman las repeticiones.
Pasifae se ha sosegado. Ya no piensa en la blancura del toro ni en su indiferencia. No hay un lugar en su corazón para el agradecimiento o la amargura; es como nacer de nuevo. Llena de perspicacia y de luz, Pasifae acaricia el vientre que se va hinchando, un globo de piel tensa que podría elevarla del piso, llevándosela por el cielo, semejante a esas monstruosas vejigas de cabra que en las fiestas se atan de un lazo.
Dicen las comadronas que son dos, acaso tres, las bocas que comen en el interior de la esposa del rey. Un concurso se ha hecho entre las mujeres, una vasija de oro se le dará a quien acierte el día del alumbramiento. Los adivinadores anuncian un embarazo aterrador. Mientras el pueblo aguarda, los profetas hablan de un futuro que será la gloria y la ruina de la isla. Dédalo visita los oráculos. En las frías cavernas horadadas por el mar, en los templos de piedras calcinantes, en el nacimiento de las riveras se dice lo mismo. Las sacerdotisas ven con incertidumbre las entrañas de los becerros, el vuelo desordenado de las aves.
Durante horas, Dédalo construye unas enormes astas de papel impulsadas por un esclavo que corre sobre un tronco hasta caer de extenuación. Las brisas sosiegan los calores de la reina, despercuden su rostro inflamado, elevan su túnica y dejan ver la metamorfosis. Esa visión de belleza y espanto es la recompensa que reciben los esclavos por morir trotando sobre un tronco.
Obedeciendo a Pasifae, el arquitecto empieza a fabricar un vasto mobiliario infantil. Dédalo presiente que nadie jugará en esas galerías de goznes y encajes; nadie, solo él, quien se divierta a solas soñando que juega con un niño, ese niño que él asesinó, que era demasiado grande para estar con las rodillas en el suelo, arrastrando juguetes y volúmenes, inventor del compás y la sierra; un niño que tal vez alcanzó a entrever la obra futura de su maestro.
El parto se avecina. Le piden a Dédalo que ingenie una cama donde la reina sufra lo menos posible, un lecho suave y esponjoso, capaz de soportar la mole de una parturienta que no ha hecho sino desmenuzar corderos y pelar costales de frutas. El arquitecto concibe una frazada de grandes proporciones, la rellena con el plumaje de miles de aves. En ese lecho liviano Pasifae da a luz a un cuerpo que no llora, hombre desde el pecho hasta los pies, toro desde los hombros hasta la frente, la coronilla, la punta húmeda y temblorosa del hocico.
en mi pueblo también hubo uno que nació con cachos, dice la guardiana, yo lo vi, los turupes en la frente, decían que nació golpeado, que era la violencia, puros cuentos, el bebé creció y le crecieron las antenas, cuando aprendió a hablar y a decir de quién era hijo, la familia se lo dejó a los curas, y los curitas lo echaron al monte, una criatura abandonada, un niño más raro que una gallina con dientes
Luego de dar a luz, Pasifae se llena de coraje y le ofrece a la bestia un seno que parece una bola de cristal. Con el hambre de haber llegado al mundo, la aberración biforme, toro de la cabeza a las clavículas, repitámoslo, arranca el pezón de un mordisco.
Una diosa enemiga ve el amamantamiento. Escondida en una nube, Afrodita hace retoñar la punta de la teta, rosada y turgente. La diosa del amor, la misma que provocó en Pasifae un deseo inconcebible por un toro blanco, supone que la reina dará de nuevo el pecho y se repetirá el ciclo de mordiscos y pezones que renacen, y un dolor sin fin la demolerá. Sin embargo, el hijo deforme es tirado a un calabozo. Pasifae conserva sus dos senos, uno de ellos más afilado. Su hijo, tras las rejas, mastica un trozo de carne humana, un trozo de carne que chupa como triturando el césped.
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