Camilo Bogoya - Dédalo
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la lista de hoy es de lo que no quiero hacer nunca, por ejemplo, nunca quiero ir con Mario a una piscina, me daría mucha pena que su cuerpo deambulara por ahí, que le vieran la cola de pollito, que me miraran con piedad, otra cosa que nunca haría es pedirle dinero a Mario, mucho dinero, vaya y venga si me quedo sin lo del bus y le pido ayuda, o si lo dejo pagar el almuerzo, o pagar mi rescate como una muestra de generosidad, pero nunca pedirle dinero, jamás
hago una lista de cosas no hechas, o que no me han pasado o no he tenido tiempo de hacer, no derramé ni una lágrima cuando Mario me dejó, llevábamos unas semanas y se fue, luego le vino la culpa y lo tuve en la mano como un corderito, jamás he tenido varicela, nunca he ido a la costa con Mario, renuncié a aprender chino, finlandés, árabe, renuncié a olvidar ese momento en que, no diré su nombre, daba la impresión de haber muerto sobre mí, de haber tenido un ataque y estar inconsciente, no he empezado el Manual de teoría romano-canónica sobre la costumbre jurídica, no me he bañado en el Sena en medio de un verano ardiente, ni en el Ganges ni en el Mar Muerto, aún no he tenido hijos, aún no he matado a nadie, no me he vuelto vegetariana, no he hecho un curso de cocina, y aún no he matado a nadie ni tenido hijos, ni me he depilado hace varios días, demasiados días, ni estoy muerta, no, todavía no
ya no hago más listas, debo tener fe, no voy a bajar la cabeza, no voy a entristecerme, voy a tener una fe, porque la fe mueve montañas, yo moveré estos muros y mi única fe será huir, no pienso en el día en que vuelva a cepillarme los dientes frente al espejo del baño, solo pienso en salir de aquí, nada más, el resto son consecuencias, hechos banales, y voy a salir, con la ceguera de la fe voy a estar del otro lado, voy a construir una amistad, una dependencia, una máquina, un sistema de engranajes y palabras que me sacarán de aquí
hoy vino con el radio, estaba casi de noche, abrió la puerta del escondite para que saliera, me puse a observar al perro y a sonreír como una boba, la guardiana dijo algo y la ignoré, seguí sonriendo, los ojos grandes, la frente ceñida, mirando al perro, qué es lo que mira, carajo, le respondo que no estoy mirando nada, que estoy recordando, el perro me hace recordar, veo sus orejas, veo las moscas revoloteando en sus orejas y me pongo a recordar, o es el hambre que me hace ver cosas, yo era muy joven, y me quedo callada, sigo mirando al perro hasta que la guardiana me dice, a ver, dígame qué es lo que recuerda, y le digo que mi primera vez, me dice que le cuente, le digo que para qué le voy a contar, es algo muy íntimo, es mejor olvidarlo, me dice la guardiana que aquí nadie va a olvidar nada, que le cuente con pelos y señales, bombos y platillos, y le digo que está bien, le voy a contar, pero le cuento si usted me cuenta, y ella se levanta, su cuerpo desmesurado se levanta y me dice que ni de fundas, que ella no cuenta nada, le digo entonces que yo le cuento y ella me da algo, vuelve a sentarse, a levantar el polvo del establo, y me pregunta qué quiero, un pan, ¿un pan?, estas no son horas de comer pan, le digo entonces que me preste el radio, ¿el radio?, pues no hay radio, le digo que se lo voy a contar todo, que se lo voy a contar porque no pienso en otra cosa por culpa del perro, y si no hay pan ni radio me puede dar un libro, el que sea, un libro para que me acompañe, y la guardiana me dice que tiene un libro, que me va a dar su libro preferido, un libro de serial killers
la guardiana me dice que en la radio pasan un programa todos los días, uno de mucho ésito, y por eso sacaron el libro, ¿usted lo leyó?, le pregunto, me dice que no, para qué lo voy a leer si en la radio lo leen, pero usted me lo va a leer, a mí y al perro, y ahora cuente, cuente a ver cómo fue que la desvirgaron
le voy a contar, el hombre se llamaba, ese nombre no se le puede olvidar, yo era muy joven, le voy a contar todo, pero antes, para que me entienda, debo contarle otra historia, una que me contaba mi papá y que dejó el terreno listo para que Ricardo y yo nos conociéramos
y Flora cuenta la historia mientras la guardiana escucha, atenta, respirando, a veces demasiado fuerte, como si quisiera intervenir, o ronroneando como una fiera, su cuerpo siguiendo la voz delgada, moviéndose a medida que la historia avanza, de golpe lanzando un escupitajo y una exclamación, desaprobando la conducta de los personajes, a veces sonriendo, recordando sus propios amores, o las historias de becerros que a ella le contaron en otra oscuridad, porque está oscuro y no se ve el fusil de la guardiana, su rostro que suda, ni el rostro de los animales que cruzan el establo mientras la voz hambrienta de Flora se impone
5. Dédalo. El amor es más fuerte
Minos pasa las horas viendo la blancura del toro, la piel donde restalla lo divino, la presencia indiferente a las plagas y ajena a los insectos, un rayo de claridad convertido en músculos y carne. Dicen que el toro es un obsequio de Poseidón. Al guardián de los océanos se debe sacrificar el bovino. Es un ritual de obediencia. No entienden algunos por qué los dioses ofrecen algo que se debe sacrificar, pero es igual con la vida que se entrega en la batalla o la juventud que se ofrece a los muros de un templo. Cuentan que para confundir al dios ávido se inmolaron docenas y docenas de toros, y que el protegido sigue masticando la hierba de la isla aunque su sangre tiene que correr. Hay en esa persistencia una señal de su esplendor.
El rey admira con nostalgia la serenidad del toro, sin grietas ni menoscabo; le gusta verlo pastar entre los animales, doblar sus orejas y encaramarse con premura sobre las ancas de las reses. Minos recuerda que él mismo es hijo de un toro, él es hijo de un padre que se transformó en toro para seducir a una mujer y llevarla cabalgando por los mares hasta Creta. Una vez en la isla, recuperado su cuerpo de dios, violó el recodo que la mujer había deseado ofrecer al animal. Es por ese recuerdo, tal vez, que no se decide a sacrificar a la bestia e ignora soberbio el mandato de los dioses.
Un fruto estalla su pulpa contra el suelo. Minos observa los pastizales con la misma curiosidad de un niño frente a la jaula de un león. Su pasado se cifra en ese bovino meditabundo. Siente que la trama de su porvenir se oculta en esos cuernos que juegan entre las ramas y llevan años allí, cortando el paisaje.
Aparte de Minos, hay alguien más que se interesa en el toro, que pasa las mañanas y las noches viendo la nobleza del animal, su belfo lleno de espuma, su piel inmaculada, sus testículos que tiemblan como frutos al sol, su miembro rutilante y encendido, la paz de sus ojos mansos.
Lleva mucho tiempo consumida por la espera, imaginando las convulsiones del placer, llenando su mente de visiones que la acompañan como una segunda respiración. La apatía del toro la hace infeliz. No hay un solo hombre en la isla deplorable que no quisiera compartir su lecho. Incluso el recién llegado, el proscrito, le declaró su afán de unirse a ella. Pero el vientre le pide la cercanía del animal, no la de un bípedo que ríe y llora. Es la mujer de Minos, y un secreto le ha cuarteado el rostro de amargura. Si su belleza rivaliza con la de los dioses, ¿por qué no pueden sus miembros seducir a un cuadrúpedo? Es lo único que la ayuda a continuar, esa loca esperanza de unir su cuerpo al toro blanco.
La esposa de Minos se confía al arquitecto. Su amor la obliga a frotarse con una angustia que la quema. Le dice a Dédalo que tiene varios cuernos de doble asta venidos de las regiones más inhóspitas, grabados con relieves que hablan de combates y pasiones; le dice que está cansada de remediar con artefactos un hambre que no deja de crecer. El arquitecto escucha, inmóvil, hasta que un rictus de la cara lo hace volver en sí. Le promete a Pasifae regresar con un invento.
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