Carmen María Montiel - Identidad robada

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"Como la mayoría de las mujeres, yo ignoraba que era víctima de violencia de género. Mi marido había logrado disminuirme durante años de maltrato psico­lógico y físico e incluso mediante el uso de drogas. Sin embargo, a pesar de estar casi destruida, logré reconstruir mi dignidad y demostrar mi inocencia. Amaba a mi esposo. Nunca imaginé que pudiera dañarme o que terminaría tratando de destruirme. Tampoco pensé, cuando comenzó a lastimarme, que aquello pudiera ser intencional, ya que todos los agresores culpabilizan a sus víctimas. En mi caso, la victimización fue tan efectiva que, después de cada agresión, yo analizaba el incidente una y otra vez, tratando de detectar qué había hecho mal para que mi marido reaccionara de esa manera.Esta es mi historia, la de una mujer inmigrante y maltratada que no encontraba forma de escapar o de esconderse; una católica que cree en la familia y que luchó por mantenerla por el bien de sus hijos. Sin embargo al final, y precisamente por ellos, se vio obligada a salir de ese matrimonio vicioso para salvarse y salvarlos".
Carmen María Montiel

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“A ver, Carmen María —me dije a mí misma—, ¿cuándo fue la última vez que lo usaste?”. Me quedé pensando, de pie frente a mi clóset de dos pisos, el sueño de toda niña. Cuando construí la casa, era el hogar de mis sueños; puse en ella todo lo que siempre soñé, incluso un cuarto al que llamé “Martha Stewart”, donde hacía todos mis trabajos artesanales y de envolver regalos. El clóset era de ensueño.

De repente recordé: “¡Claro! La última vez que usé el pasaporte fue para el viaje a Bogotá, el mismo por el que ahora me acusan”.

Busqué en mi maleta de viaje, la que llevaba conmigo en el avión. Allí no estaba. Seguí pensando y me acordé de la cartera que llevaba ese día. Busqué y allí estaba mi pasaporte, en un bolsillo. ¡Dios mío, gracias! Gracias a Dios estaba allí porque, si no, Alejandro se lo habría llevado. Tan cerca que estuvo de él…

Esa noche dormí abrazada con mi hijo. Lo abracé fuerte y lo apreté. Desde el momento en que el tribunal había sacado a su padre de la casa, Juan Diego se había mudado a mi cuarto. Una vez que se durmió comencé a llorar, totalmente destruida y muerta de miedo. Miedo a todo lo que estaba pasando. ¡Aterrada! Sin embargo, me sentía un poco a salvo en mi cama, en mi cuarto. ¡Qué diferencia en comparación con el catre en el que había dormido la noche anterior! No quería volver a dormir jamás en aquel lugar.

De repente me asaltó el pensamiento: “¡Dios, podría pasar años allí!”. Empecé a llorar un poco más fuerte y, como niña pequeña, empecé a llamar a mi mamá.

¿Habrá un momento en la vida en el que no necesitemos a nuestras madres? Daba gracias a Dios por tenerla aún, porque mi papá se había ido en 1999. En ese momento decidí llevarla conmigo a casa por un tiempo indefinido.

Al día siguiente sería miércoles. Me levanté a despedir a los niños, que empezaban el colegio. Alexandra, que ya manejaba, se llevaría a sus hermanos. Después descansé todo el día. Estaba agotada. Era un agotamiento mental que me impedía moverme. El jueves, mis abogados tendrían que llevar mi pasaporte al tribunal y mi hermano también debería ir a firmar como persona responsable por mí.

Hablé con mis abogados de familia para decirles todo lo que Alejandro se había llevado. Ellos escribieron una carta pidiendo a sus abogados que devolvieran todo. Él tenía prohibición de entrar en casa. Pero, en definitiva, las leyes solo se aplican para ciertas personas; para otros, esas leyes no existen.

Mis abogados me informaron que Alejandro no solo quería la casa, sino que también estaba pidiendo la custodia de los niños.

El jueves me levanté temprano para llevarles mi pasaporte a los abogados. Ellos y mis abogados de familia fueron al tribunal mientras yo esperaba en el despacho de Cameron a que volvieran con la respuesta de lo sucedido. Tardaron más o menos dos horas.

—¿Qué pasó? —le pregunté a Cameron nada más verlo llegar.

—Nada. Entregamos el pasaporte estadounidense y… en fin, tu marido dijo que él no podía entregar algo que no tenía; se refería al pasaporte venezolano. Te imaginarás, Carmen, que él debe haberlo destruido hace tiempo. Él y sus abogados dieron una buena pelea para que no te dejaran en libertad bajo fianza. Insistieron en que podías escaparte, en que debías esperar el juicio en la cárcel.

—¿Qué? ¿Cómo me puede hacer esto?

—Carmen, él es una persona terrible. Has debido divorciarte de él hace diez años.

Claro. Alejandro sabía que la mejor forma que tenía de defenderme era estando libre. No solo de esa acusación, sino también de lo relativo al divorcio. Esos juicios podían tardar años. Cuando se está libre se encuentran maneras, respuestas, es posible defenderse. Además, podría encontrar el modo de pagar por mi defensa. Mi marido había vaciado todas las cuentas y me había dejado sin nada. Había tratado de encerrarme de todas las formas posibles. Pero Dios siempre estuvo conmigo y con la verdad.

Me dejaron en libertad bajo fianza. Al llegar a casa, mi hermano me llamó para contarme lo que había visto en el tribunal. Alejandro estaba de nuevo con su hermano José. Resultaba increíble que, después de no hablarse, ahora estuvieran juntos y su hermano pasara tiempo fuera del trabajo para acompañarlo. Me contó cómo José coqueteaba con una abogada en los pasillos. ¡Ellos todos siempre habían sido iguales, se sentían irresistibles! Pero lo peor fue que, cuando mis abogados se fueron, Alejandro y sus abogados se quedaron en el Tribunal Federal tratando con diferentes personas de que me encerraran.

Una de las abogadas que estaban defendiendo a Alejandro, también por los cargos por agresión, era Cathy Bivona. En una ocasión, más de un año antes, en marzo de 2012, ella me había dicho: “Carmen, sal de este matrimonio. He visto a muchas mujeres arruinar sus vidas por hombres como este”.

Sin embargo, ahora no solo lo estaba defendiendo, lo estaba ayudando a arruinarme la vida y meterme en la cárcel. Lo estaba ayudando a convertirme en una estadística más, de acuerdo con la cual el setenta y cinco por ciento de las mujeres en las cárceles son víctimas de violencia de género, muchas de las cuales no viven para contarlo.

El viernes, al día siguiente, tuve reunión con mi equipo de defensa, los abogados de familia y los abogados penales. Solo podía pensar, cuando me senté en la mesa de conferencias, en cuánto me costaría ese divorcio y de dónde iría a sacar el dinero.

Era parte del plan de mi marido: si no tenía dinero para defenderme de esa acusación, iría a la cárcel y desde allí tampoco podría defenderme en lo relativo al proceso de divorcio, lo que le permitiría manipular la situación, como todo lo que él hacía, y así quedarse con todo. De esa forma, no dividiría la fortuna que ambos habíamos construido juntos.

Pero él quería ir más allá. Una vez en prisión, yo perdería todos mis derechos y también mi credibilidad. Y yo sabía mucho sobre Alejandro. Él no podía arriesgarse a que yo hablara. Si lograba incriminarme, mi palabra no tendría ningún valor. Nunca más volvería a ver a mis hijos. Y mis hijos en sus manos no tendrían futuro.

Todo cuanto teníamos lo habíamos hecho juntos. Cuando nos casamos, él era solo un estudiante de Medicina. Su padre era un inmigrante libanés y su madre era su secretaria.

Cerré los ojos mientras esperaba por mis abogados y recé: “Dios, no permitas que esto ocurra. ¡Protege a mis hijos! Y a mí ¡ayúdame!”.

Una vez que dio inicio la reunión, Ralph, mi abogado de familia, señaló:

—Bien, este divorcio se ha convertido en un divorcio millonario —me dijo, mientras me miraba fijamente, para luego preguntarme—: ¿Tienes esa cantidad de dinero, un novio rico o dinero escondido en algún lugar?

No podía creer la insinuación que me estaba haciendo. Así era como este abogado de familia manejaba a sus clientes; esa era una manera de asustarlos y abusar de ellos. Había representado a la viuda del famoso “doctor de las manos”. Después de cuatro años, él murió, dejándola viuda y responsable de su bancarrota. Peor era su trato hacia las mujeres: “¿Tienes un novio?”. Nos veía a todas como putas.

Nunca entendí por qué mi divorcio sería más caro por este delito que se me imputaba. Después de todo, él se encargaría del divorcio y mis otros abogados del caso federal.

—Yo encontraré la forma —le respondí.

“¿Algún dinero escondido?”, me pregunté a mí misma. Todo lo que Ralph quería era encontrar hasta el último centavo que yo tuviera y arrebatármelo, como terminó haciendo. Con engaños me quitó más de cuatrocientos mil dólares por seis meses de trabajo y luego, cuando vio que ya no había más, me despidió como cliente. ¿Estaría él involucrado en todo aquello?

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