Carmen María Montiel - Identidad robada

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"Como la mayoría de las mujeres, yo ignoraba que era víctima de violencia de género. Mi marido había logrado disminuirme durante años de maltrato psico­lógico y físico e incluso mediante el uso de drogas. Sin embargo, a pesar de estar casi destruida, logré reconstruir mi dignidad y demostrar mi inocencia. Amaba a mi esposo. Nunca imaginé que pudiera dañarme o que terminaría tratando de destruirme. Tampoco pensé, cuando comenzó a lastimarme, que aquello pudiera ser intencional, ya que todos los agresores culpabilizan a sus víctimas. En mi caso, la victimización fue tan efectiva que, después de cada agresión, yo analizaba el incidente una y otra vez, tratando de detectar qué había hecho mal para que mi marido reaccionara de esa manera.Esta es mi historia, la de una mujer inmigrante y maltratada que no encontraba forma de escapar o de esconderse; una católica que cree en la familia y que luchó por mantenerla por el bien de sus hijos. Sin embargo al final, y precisamente por ellos, se vio obligada a salir de ese matrimonio vicioso para salvarse y salvarlos".
Carmen María Montiel

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—¿Por qué la traen aquí? Esto es, si acaso, desacato al tribunal.

Recé para que me sacaran ese día y no me devolvieran a la prisión. Me preocupaban mis hijos. Estaban en casa cuando fueron a buscarme y se habían quedado con la muchacha de servicio. Pero después de eso no supieron nada de mí. “¡Deben estar preocupados!”, pensé.

En la prisión federal, aquel día de agosto de 2013, pasé la noche más larga de mi vida. Allí las camas son horribles, con colchonetas tan delgadas que es casi como dormir en el piso. Hay una luz proveniente de la ventana que permanece encendida toda la noche.

Mi compañera de cuarto me dejó la cama de abajo. Pero ella pasó toda la noche asomándose a ver si dormía o no. Como no podía dormir, le pregunté:

—¿Por qué estás aquí?

—Fui testigo de un homicidio. Mi hermano mató a un hombre a batazos. Como yo sabía acerca de ello, me fueron a buscar a mi casa a las seis de la mañana. Me sacaron en ropa interior.

No pude evitar pensar que cada conversación con ella era extraña. Ella seguro pensaría lo mismo en relación conmigo.

¡Finalmente fueron a buscarme!

Aprobaron mi libertad bajo fianza con la condición de entregar tanto mi pasaporte venezolano como el estadounidense el siguiente jueves. Mi hija no pudo encontrar mi pasaporte estadounidense. Por su parte, mi esposo tenía que presentarse en el tribunal con mi pasaporte venezolano. Eso implicaba que mis abogados de familia debían ir al tribunal con evidencias de que habíamos exigido formalmente el pasaporte venezolano a los abogados de Alejandro.

Me llevaron a otro cuarto donde me quitaron las esposas. Luego me pasaron a otro; cada sala tenía todo tipo de cerraduras, múltiples cerrojos. Me pregunté: “En caso de emergencia, ¿cómo sacan a la gente de aquí?”.

Por fin llegué a un pasillo donde estaba Jim esperándome. Llegar a aquel pasillo me parecía como haber salido a un parque. Él me pasó el brazo por el hombro y empezó a caminar, guiándome hacia una oficina.

—Tu hija Alexandra está allí; es bastante madura.

—Es mi hija, Jim —le dije orgullosa.

Cuando llegué, la vi en compañía de uno de mis abogados de familia. Corrí y la abracé. Comencé a llorar. Ella empezó a llorar también. Aquel era el mejor abrazo del mundo; había llegado a pensar que nunca más volvería a tenerla entre mis brazos. Mientras la abrazaba, pensaba en lo injusto que era todo aquello, en cómo mi hija de diecisiete años tenía que convertirse en una adulta por ella y por sus hermanos. ¿Por qué? ¿Por qué mi marido no había pensado en los niños y había creado esa situación? ¿Por qué tenían que pasar por esa experiencia mis hijos inocentes?

Mi abogado de familia le dijo a mi hija, cuando nos separamos:

—Asegúrate de que Alejandro no vaya a la casa; infórmale que Carmen va para allá.

Alexandra le envió un texto a su papá: “Mami salió”, a lo que él respondió: “Yo sé”. Alexandra me lo mostró y lo único que hice fue pensar: “¿Cómo lo sabe tan rápido? Debe estar en contacto total y muy cercano con los federales”. Me pregunté: “¿Sabrán ellos de su doble identidad? ¿O del paciente que falleció en extrañas circunstancias?”.

En ese momento, mi abogado me informó que Alejandro estaba buscando regresar a la casa; que había introducido un amparo ante el tribunal pidiendo que se la dieran a él y que estaba planeando irse para allá esa misma noche.

En julio de 2013, un mes después del incidente del avión, yo había introducido de nuevo la demanda de divorcio, luego de que me pegara por última vez y de que él terminara en la cárcel por cargos de agresión. La juez me otorgó la casa y le expidió una orden de alejamiento, obligándolo a salir de ella. Desde ese momento me había quedado allí con mis hijos.

Una vez que nos subimos al auto, Alexandra empezó a contarme:

—Tan pronto te llevaron, mami, mi papá llegó en menos de quince minutos con mi tío José.

Yo pensaba: “¿Cómo?”. Era lunes a mediodía. Usualmente él estaba en alguno de sus consultorios los lunes y desde cualquiera de los dos le tomaba más de cuarenta minutos llegar a la casa. Además, ¿con su hermano? Eso quería decir que ninguno de los dos había ido a trabajar ese día. Ellos sabían lo que iba a pasar. Pero más aún: Alejandro y su hermano no se hablaron durante años y ahora andaban juntos…

Al llegar a casa, abracé y besé a mis otros dos hijos, no los quería dejar ir. Evité llorar por todos los medios. No podían verme débil. Representaba la fuerza para ellos.

Kamee sabía dónde había estado y me miraba fijamente con los ojos llenos de lágrimas, pero Juan Diego no sabía nada. Cuando el FBI llegó a buscarme, el técnico de las computadoras estaba en la casa y subió a jugar con mi hijo en su habitación para distraerlo. Fue un ángel enviado por Dios, porque se llevó todos mis equipos con él. Así los salvó de que mi marido se los llevara.

Enseguida subí a mi cuarto a bañarme; me sentía asquerosa. Tenía que sacarme del cuerpo hasta el último resquicio de aquel lugar. Una vez bajo la regadera, sentada en el piso empecé a llorar. Extrañaba a mi papá. Solo él me había protegido en la vida. “Papiiiii, ven a ayudarme. ¡Ven, ven, por favor. Ven!”.

No paraba de llorar. Las lágrimas se unían al agua. Empecé a cantar bajo la ducha: “Muñequita linda / de cabellos de oro / de dientes de perla / labios de rubí”. Papi siempre me cantaba así.

Me sentía tan sola, tan perdida. Pero, además, tenía tres hijos que dependían de mí. Su padre era un alcohólico adicto a las drogas que frecuentaba prostitutas. No podía hacerse cargo de ellos. Imploré: “Dios mío, por favor, no permitas que me pierdan, que se queden sin madre”.

Terminé de bañarme, me sequé y realicé mi rutina: me puse crema en el cuerpo y en la cara, un pijama cómodo y bajé a cenar con mis hijos.

Me senté a la mesa, miré la comida, pero no podía llevarme siquiera un bocado a la boca.

—Mami, come, por favor —me pidió Alexandra.

—Sí, mami; come, por favor. Parece que hubieras perdido cuatro o cinco kilos —dijo Kamee.

—Yo los recupero. Solo que en este momento no puedo comer.

Al terminar la cena, hablé con Domitila, la empleada doméstica. Ella me dijo que Alejandro se había llevado mi BlackBerry y algunos documentos, que estaba buscando mi pasaporte estadounidense y que había pasado un buen rato en nuestro clóset.

Si yo no podía entregar el pasaporte en el tribunal no me darían la libertad bajo fianza. Cada vez entendía más hasta qué punto mi marido sabía lo que estaba haciendo.

Domitila añadió que estuvo buscando mis joyas. Su plan era dejarme sin nada, sin dinero de ningún tipo, de manera que no pudiera pagar por mi defensa. Su hermano le insistía en que se fueran, pero Alejandro preguntaba en voz alta: “¿Dónde está ese pasaporte? ¿Y las joyas? Ella tiene joyas fabulosas y costosísimas”.

Su hermano seguía insistiendo en que se fueran. Finalmente se fue sin importarle los niños; no se preocupó por llevárselos con él. Eso el Tribunal de Familia lo castigaría más tarde.

A partir de entonces, además del abogado de divorcio, tendría que pagar a los abogados que me defenderían de esta acusación. Y se trataba de una defensa contra el Gobierno de los Estados Unidos, el gobierno del país más fuerte y poderoso del mundo.

A la hora en que los niños se fueron a dormir, una vez que me sentí mejor después del baño —y a pesar de lo poco que comí—, subí a mi clóset a buscar mi pasaporte. Habían pasado tantas cosas que tenía lagunas en la memoria. El pasaporte no estaba donde solía guardarlo. Gracias a Dios, porque Alejandro se lo habría llevado.

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